El rostro del padre, indescriptible. El lugar, un portal en el suroeste de Siria. Y la escena, cargada de emoción en medio de tanta guerra. Abraza a su hijo pequeño a quien creía muerto en el ataque químico. Cae al suelo y llora. Se llevan al niño. Parece estar a punto de desmayarse. Consigue ponerse en pie. Le abrazan, le besan. Es la fuerza de un vecindario golpeado por la muerte. Con el padre más calmado llega el verdadero reencuentro. Sí, duele pero de alegría. Ahora es el pequeño quien llora sin consuelo. Y recibe el abrazo más dulce, el de un padre feliz porque su hijo está vivo. En su regazo, le acaricia con ternura y con miedo a que todo sea un sueño. Sin entender árabe, la desbordada emoción traspasa la pantalla. Le habla, le explica, se miran a los ojos. Están juntos de nuevo y se lo cree. Ahora sí, las lágrimas asoman en sus ojos.

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