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La lenta agonía de la investigación española

Héctor Delgado Fernández

Por mucho que la aleve mejora de la tasa de desempleo haya servido en bandeja al Gobierno una ocasión de oro para a fortiori justificar la adopción de su tan agresiva política económica de reducción del gasto y la inversión pública, lo cierto es que la triste realidad no ceja de mostrar su cara más amarga con revelaciones que le dejan a uno la sangre helada: el CSIC, el órgano científico más importante del país, se halla al borde del colapso financiero a consecuencia de la escasez de fondos para continuar sufragando un gran número de sus proyectos de investigación en curso.

Si bien es cierto que la secretaria de Estado de Investigación, Desarrollo e Innovación, Carmen Vela, ha prometido un adelanto de 40 millones de euros para, al menos, asegurar la viabilidad de la institución hasta el próximo otoño, no por ello la situación del CSIC deja de ser un reflejo paradigmático de la depauperización de la investigación española. Y es que, a nuestros políticos, más preocupados en arrancar el aplauso de los mercados financieros y en recibir los avales de Bruselas para la consolidación económica de la eurozona, se les olvida muy a menudo que las cifras de nada sirven cuando su empeño cancerbero por cumplir a rajatabla los objetivos del déficit y demás patrañas del idiolecto economicista se revela mucho más dañino que la propia enfermedad.

¿Para qué nos valdrá un país gozando de la confianza de los mercados financieros cuando el tejido social y cultural salga tan deteriorado de esta cruzada en favor del sacrosanto principio de la austeridad que sean necesarios algunos lustros para volver a dotar al país de una vitalidad semejante a la exhibida al inicio de la crisis? ¿Dónde yace la supuesta ventaja de afianzar el sistema bancario mientras la senda de la austeridad nos va paulatinamente relegando a la cola de los países europeos pioneros en materias de investigación y desarrollo? Si a la consabida fuga de cerebros, las subidas de las tasas universitarias, la contracción presupuestaria de las partidas dedicadas al ámbito de la Educación, sumamos ahora la situación del CSIC se colige fácilmente que la beligerancia e intransigencia de la austeridad con la que el Gobierno pretende relanzar la maquinaria económica, se interna por derroteros imprevisibles y no menos peligrosos para el equilibrio de la propia sociedad.

En este sentido, propinar una puñalada mortal a la investigación española con el pretexto de los obligados recortes se presenta, a todas luces, como una estrategia contraproducente y, hasta cierto punto, peligrosa para la futura estabilidad del país. Es obvio que tarde o temprano la luz volverá a resplandecer al final del túnel y la cuesta empedrada de esta larga penitencia acabará por allanarse. Mas, lo que de verdad debería inquietarnos no es el cuándo sino el cómo saldremos de esta crisis. En la medida en que las recetas prescritas por el Gobiernos resultan en exceso perjudiciales para garantizar la pervivencia de una institución tan importante como el CSIC, cabría replantearnos los costes de la crisis en términos sociales y no meramente en función de los engañosos guarismos reflejados en el P.I.B y la tasa de desempleo.

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De nada nos aprovechará presentarse en Europa como el alumno aventajado mientras en el dominio de la Investigación, la Educación y el Desarrollo se está retrocediendo de una manera tan alarmante que ya nos aproximamos a niveles de los años noventa. Y eso, más que una inversión de futuro se traduce en un poco de pan para hoy y mucho hambre para mañana porque la apuesta por la Investigación es una apuesta a largo plazo en donde no tienen cabida los criterios emanados de la racionalidad mercantilista y pragmática, empeñada en obtener resultados tangibles e inmediatos.

A la postre, parece como si la crisis y sus sacrificios nada nos hubieran enseñado. A pesar de haber asistido al descalabro de un modelo económico fraguado a golpe de ladrillo durante los años de bonanza, de optimismo bullanguero –¡éramos la sexta economía mundial!– y de engañosa ilusión de prosperidad, los encargados de velar ahora por la recuperación del país, aún no han reparado en el hecho de que tanto la Educación como la Investigación, son asimismo inversiones de futuro. Nada excluye a priori el que en la necesaria remodelación del ente económico, hasta el momento fundamentalmente basada en el rescate bancario, la reforma laboral y la fagotización del aparato funcionarial del Estado, la articulación de estos dos elementos –investigación y educación– también pueda contribuir por derecho propio a diseñar un modelo de desarrollo mucho más versátil y con la capacidad suficiente como para amortiguar los efectos perniciosos de futuras crisis, gracias, sobre todo, a una previa diversificación de la actividad económica que la dote de mucha mayor flexibilidad y la haga menos dependiente de sectores tan vulnerables a las sacudidas de una crisis financiera como el de la construcción. ¿Acaso una elevada actividad en el sector de la investigación y una educación de calidad no son por ellos mismos síntomas de la buena salud y vitalidad de un país?

Esperemos que nuestros gobernantes reaccionen a tiempo y, antes de abocar la investigación a una muerte pronosticada, sepan, al contrario, aprovechar sus potencialidades para que, integrada en un venturo proyecto de desarrollo a largo plazo, ayuden a relanzar la actividad económica y consoliden los valores de una sociedad dispuesta a luchar por un futuro en el que nunca más se vuelvan a escuchar los grimosos ecos de un pasado reverberando en la pavorosa exclamación: ¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!

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