El deber de quererse uno

Mayte Mejía

"Existimos porque alguien piensa en nosotros y no al revés".

De la película Princesas, de Fernando León de Aranoa.

"En la vida hay un tiempo para todo e, inexorablemente, el desengaño, que es mal compañero de viaje, una vez asimilado, ha de dar paso al deber de quererse a uno mismo". Esta máxima me llega de la mano de uno de mis mejores amigos, periodista y escritor, a quien no nombro, porque sé que no le gusta. Hasta donde alcanzan mis recuerdos y por experiencia propia, siempre me ha llamado la atención la cara de naufragio que tienen las personas decepcionadas. Hombres o mujeres que buscan refugio y calor en sus semejantes, gestos de comprensión y de acercamiento que ayuden a engordar la delgada ilusión, tan debilitada tras caerse los cimientos que han sostenido su mundo. Sin embargo, es precisamente ahí, en los momentos más duros, cuando las circunstancias te enrocan y ponen a prueba, que descubrimos con quién contamos realmente. No sé si la historia de la mujer que narraré a continuación –mirar atrás es ponerse la ropa de temporada que te sitúa en un tiempo y en un espacio determinado–, cuyo recuerdo surge mientras vuelo de Madrid a San Sebastián, para recoger el cuerpo de mi hermano muerto en extrañas circunstancias, se ajustará a esos principios o estará mezclada, en lo fundamental, con tintes autobiográficos. Pero me siento cómoda haciéndolo, porque fue alguien con quien realicé un camino de palabras largo y estrecho, enriquecedor y profundo, en el breve espacio que dura un descanso a media mañana.  

En lo que fue un solar abandonado durante años, donde las ratas y la basura campaban a sus anchas, construyeron una estación de autobuses rudimentaria, poco acogedora. Yo trabajaba enfrente, en un bar que cerraba de madrugada, aún no siendo de copas. Mi jornada empezaba a las seis de la tarde y terminaba cuando el último cliente salía por la puerta. Me gustaba ese horario. Además dejaban buenas propinas y, a excepción de algún que otro patoso, la mayoría solían ser prudentes, gente solitaria que acodaba encima de la barra la necesidad noble y humana de sentirse escuchado. Pero recientemente, como consecuencia de la crisis, el dueño había reducido la plantilla, motivo por el cual esa semana también cubrí el turno de desayunos.

Pasada la apretura de la hora punta, con el ir y venir de los viajeros que la frecuentan a diario, la estación de autobuses quedaba desierta, en silencio, el mismo que reinaba alrededor de las máquinas expendedoras de billetes, en la de refrescos y cerca de la ventanilla de información, de la que, por cierto, nunca retiraban el cartel: Vuelvo en cinco minutos. Disculpen las molestias. Aquella mañana, de cielo raso, aunque todavía en época de frío, cuando el ritmo de trabajo disminuyó en la cafetería, y antes de marcharme para casa, salí a fumar un cigarrillo. La mujer del gorro color pistacho, a la que vi sentada en la marquesina cuando entré al amanecer, permanecía quieta, recta, ausente…, con el aspecto de hundimiento característico que dije al principio. No llevaba equipaje ni parecía esperar a nadie; sólo estaba ahí, con las piernas muy juntas, con la mirada apagada, con el espíritu sin fuerzas. Caminé hasta ponerme a su altura: –Parece que el sol ya calienta, ¿verdad? Va quedando menos para la primavera. –Dije. Asintió con la cabeza. Algunos días después, tras repetirse la misma escena, tomé la iniciativa de sentarme a su lado. Saqué tabaco y un par de cafés en vasos desechables; aceptó ambas cosas. El contacto con sus manos, al tapar la llama del mechero, confirmó mis sospechas: estaba herida, tocada en lo profundo del corazón. En el reparto de cartas de la vida a ella no le había tocado una buena mano. Acababa de enterarse que padecía una grave enfermedad, de esas que, con o sin tratamiento, son irreversibles.

De esta manera, con total naturalidad, comenzó a narrar su historia. Un poco antes de la fiesta de despedida que sus compañeros de trabajo querían darle por sorpresa, recibió la llamada del hospital al que acudió, aquejada de fuertes dolores de espalda; malestar que incluso se proyectaba hasta la nuca, y que achacaba, desde la ignorancia, al estrés que últimamente tenía cuando, por decisión propia, acordó con el jefe las condiciones del despido, para hacer realidad un viejo sueño: conocer mundo, y qué mejor ocasión que hacerlo ahora que su pareja se había prejubilado. La sometieron a una serie de pruebas, rutinarias y sencillas, unas; complejas y dolorosas, otras, pero nada importante según el equipo médico, aunque quizá lo que más le asustó fue que le hicieran una en Medicina Nuclear, ya que el solo nombre, cuanto menos, causaba respeto.

La persona con la que había compartido la vida desde hacía más de treinta años se acojonó. No supo o no quiso encajar la situación y una tarde no volvió a casa. Aquello fue tan lacerante que anímicamente se abandonó y dejó sin prender el último cartucho. Saber que iba a morir no era la causa de aquel desgarro, sino la soledad con la que habría de afrontarlo. Sollozando, y absolutamente limpia de rencor, dijo que se daba por vencida, que no le quedaban fuerzas para seguir adelante, que ya no buscaba compañía, ni la complicidad de nadie. Solamente esperaba que apagaran las luces y se bajara el telón. Se me encogió el corazón con sus palabras. Desconectó el teléfono móvil y lo dejó sobre el asiento, entre nosotras, y, por primera vez desde que la conocí, la vi levantarse insegura, y emprender el camino hacia un horizonte gris y hostil, que nunca más la traería de vuelta.

Pienso en todo esto compungida, mientras nos indican que podemos desabrocharnos los cinturones para bajar a tierra y me voy preparando para el penoso y delicado trance de recoger los restos de mi hermano. Sin embargo, mientras desciendo por la escalerilla y el maravilloso viento del norte me da la bienvenida, recuerdo unas palabras que leí en el blog de mi admirada Maruja Torres: “Porque calzar los zapatos del otro, en su desgracia, es la condición más noble que puede alcanzar el ser humano, la que más amor y compañía produce”. Pues eso... Me pongo a la cola en la parada de taxis. No sé qué habrá sido de la mujer del gorro color pistacho, lo que sí sé es que probablemente existe, porque en estos momentos pienso en ella, y porque habrá encontrado el apoyo para salir adelante, el mismo que en definitiva casi todos buscamos, en la generosidad de alguien.

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