Carta a una princesa otomana

Héctor Delgado Fernández

Cara Emel, Lejos quedan ya las interminables caminatas bordeando las escarpadas caletas y ensenadas de Luminy. Aquellas tardes amables, entretenidas en contemplar el mar desde el viejo puerto de Marseille, esa ciudad que evocabas como una suerte de territorio inhóspito, "le bruit et la fureur du sud", mientras atendíamos el crepúsculo recogidos en nuestro retiro de Luminy.

Hasta allí, solían llegarnos los ecos lejanos de la animada noche marsellesa, y tan solo nos bastaba con vislumbrar en lontananza el resplandeciente parpadeo de las luces desplegadas en el horizonte para tratar de aplacar la soledad nocherniega imbuidos en amenas conversaciones. ¡Quién pudiera desandar el presente para regresar al pasado!

Aún recuerdo tu estupefacción a propósito de las truculentas historias que me aventuré a referirte sobre la triste y sórdida España. A medida que avanzaba mi relato, tus ojos de luciérnaga cobraban un intenso brillo, fruto de la sorpresa y desconcierto con que acogías mis palabras. Sin embargo, pese a la ignorancia velada de tu expresión, nunca cejabas en aquel empeño propio de indagar hasta el último detalle; siendo, pues, tu curiosidad sin límites el acicate y adminículo necesario para conducir la conversación por los peligrosos derroteros del pensamiento abandonado a su propia suerte e inercia.

Con todo, cuando el intercambio de alguna idea semejaba decaer en la inanidad de la propia conversación, de tus labios de muselina brotaban entonces las más descabelladas insinuaciones, hilvanadas con extravagantes ensoñaciones de tu atornasolada imaginación vagando por el infinito océano de lo posible y lo imposible, de esa sutil encrucijada de fantasía y realidad, cuya frontera es a veces indiscernible.

No obstante la meditación ociosa que endulzaba la medianoche durante aquella, nuestra breve estancia en Luminy, no puedo ocultarte que nomás me sobreviene el pálpito del pasado, me sorprendo a mí mismo de cuán acertadas se me hacen ahora la mayoría de las observaciones formuladas sobre aciago presente que a entrambos nos ha tocado vivir. Recuerdo con especial cariño tus enojos y acalorados reproches tocantes al uso y abuso del término democracia.

“¿Democracia? – preguntabas frunciendo el ceño e imprimiendo a tu voz un amargo sesgo de ironía- hoy en día equivale a un término tan vacío como carente de contenido.

La democracia se ha convertido en el pálido reflejo de una utopía forjada hace ya algunos siglos. Cualquier comparación es odiosa, pero ésta lo es aún más. La democracia actual se ha quedado completamente obsoleta y reducida a un único principio que consiste en depositar una papeleta en una urna cada cuatro o cinco años. Voilà la démocratie.

Finalizada la frase, el reverbero de tu voz continuó vibrando unos instantes en el solitario mirador de Luminy y, sin perder ripio, como dispuesta a evitar que ésta se extinguiese por completo, los sintagmas afloraron otra vez en tu garganta: “En fin, sea o no sea así, a mí poco o nada me importa ya el aparato, pompa y boato que lucen quienes sustentan esta charada democrática”.

Y, al punto, como si a tus palabras las acompañase una brisa marina proveniente del Bósforo, apartaste unas guedejas de tu larga melena azabache cayendo al improviso sobre tu frente, y prorrumpiste en un profundo suspiro: “No conviene perder el tiempo en esas patochadas: al fin y al cabo la vida no es más que un espurio soplo de este mistral insufrible para andar siempre a vueltas con lo mismo: que se las apañen quienes gobiernan para revolcarse a su gusto en ese lodazal que, a mi modo de ver, constituye la política”.

¡Cuánta razón y cuán acertadas fueron tus palabras, cara Emel! Somos como juncos frágiles y quebradizos para malgastar la vida embreñados en esta batalla sin cuartel, y con visos de perpetuarse hasta que un bandazo de la fortuna no venga a derrocar el orden establecido. Y es que, cara Emel, la retórica de la mendacidad se sirve a su antojo de los señuelos y subterfugios elaborados por quienes detentan el poder y controlan las manivelas que conforman esta suntuosa patraña.

Al socaire de la justicia, el Estado de derecho y el bienestar general, el entramado democrático ahorma los poderes establecidos con la finalidad de conservar intactos privilegios y potestades o, a lo sumo, engendrar otra ficción que asimismo engendre más dinero y más poder.

¡Ay de nosotros, Emel! Como el futuro siga los cauces surcados por la codicia y el afán de los hombres, tal vez no nos quede más consuelo que el de aquietar la incertidumbre del avenir, imaginando, en tu siempre bienvenida compañía, las infinitas posibilidades de modelar una sociedad que no haga del ciudadano un mero pelele llamado a depositar su parecer en una urna de donde, afirman, emerge la voluntad popular como una crisálida devenida mariposa. ¡Ingrato destino el que nos ha tocado vivir, y al cual no cabe sino plegarse!

¿No se te antoja que tanta alusión a esta interminable crisis, delata la más remota ignorancia de quienes recurren constantemente a sus perniciosos efectos para justificar tanta reforma y ajuste inútil? ¿No se te ocurre que tanta medida y sacrificio son el vivo ejemplo del obscurantismo y desconcierto que reinan en los mentideros de Parlamentos y Ejecutivos gubernamentales? ¿Acaso sus medidas para combatir la “crisis” divergen de los vaticinios quirománticos de una pitonisa condicionando la recuperación del país a la interpretación de las líneas de la mano o la disposición de las sotas, caballos y reyes de una baraja?

No existe diferencia alguna: sólo cambian los términos, pero el trasfondo se mantiene incólume. Unos, manejan gráficas y espolean cifras y guarismos, mientras que los otros achacan sus previsiones a las imágenes refractadas en una bola de cristal o según la providencia de los astros zodiacales. Si los pronósticos no se amoldan a los presagios nigrománticos de los aurúspices de nuestro bienestar, siempre se podrán remedar los futuros yerros aludiendo a los avatares de la fortuna o las malas prácticas de sus antecesores en el cargo, sin mentar que la recuperación del país bien merece el sacrificio de todos a costa de los desmanes de unos pocos: "honeste servit qui succumbit tempori" porque como recoge el adagio latino, siempre seremos siervos honestos mientras sucumbamos a las ineludibles veleidades de nuestro tiempo.

Rememoro con nostalgia las noches de Luminy, cara Emel. En esta madrugada fría, del cielo plúmbeo de París surge la luna escabulléndose a intervalos de entre las nubes y, mientras contemplo sus reflejos cabrilleando en las aguas mansas del Sena, me pregunto si, tal vez, desde tu onírico palacio de Estambul, divisas también la misma luna, derramando su luz argéntea sobre la cúpula de Santa Sofía. E incluso se me ocurre que quizás el embrujo de la noche otomana, fundiéndose con aromas de almizcle y caléndula, transporta hasta tu alféizar el susurro vago de mis palabras antes de ponerlas por escrito, haciendo que la distancia no sea impedimento insalvable para que mi voz, cual muecín apostado en lo alto del minarete, colme la soledad de nuestra mutua ausencia, y suavice las aristas de mi alma peregrina con el dulce arrumaco de saberte presente en la lejanía, mientras la luna y la noche nos envuelven a entrambos en una misma remembranza. Dejemos que los sueños alimenten la imaginación, dulce Emel: Senin için düşüncelerim tutku dolu… Mi más sentido recuerdo para ti.

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