Librepensadores

Frontera

Fernando Pérez Martínez

Los Estados, desde la noche de los tiempos, delimitan sus posesiones territoriales con líneas imaginarias que llaman fronteras, dentro de las cuales rigen unas leyes, un gobierno, que se imponen en último extremo por la fuerza. Sí, la fuerza bruta propia de las sociedades humanas. La propia frontera es por tanto el punto a partir del cual no se puede dar un paso sin someterse a la peculiar legalidad que rige la zona en cuestión. Por exótica que sea la forma en que la legalidad se encarne y defienda. Y se hace respetar por la fuerza. Así ha sido y así sigue siendo. No importa que a uno le guste o no. La legalidad se hace respetar si es preciso por la coacción más expeditiva, granadas de tanque y ráfagas de metralla incluidas.

En estos tiempos de gran delicadeza y sensibilidad formal, la apariencia recibe gran atención en Europa y se tiene mucho cuidado a la hora de expresar cualquier idea que pueda herir la sensibilidad del interlocutor. Se miden las palabras pero, con la exquisitez que se tercie el contenido de las leyes, por brutal que sea, en esta bruta humanidad vestida de seda; se ejecuta sin contemplaciones. De modo que las cuestiones enojosas o de poco lucimiento en el campo político y social se soslayan en las conversaciones “civilizadas” como si no existieran.

Es de buen tono para los bípedos al uso simular ser más adelantados que la sociedad en la que vivimos y se confunde esta suerte de modernidad con la estulticia de creer que porque no se habla de la barbarie que practicamos cotidianamente ésta ha dejado de existir. Véase la guerra que ya no es guerra sino conflicto armado, o resolución de las diferencias por métodos ajenos al diálogo; la finura con que se producen los lanzamientos decretados por los juzgados en los casos de desahucio, etc.

Queremos y tenemos derecho a vivir en nuestros países, construidos por lo general con gran esfuerzo y en ocasiones derramamiento de sangre, pero hoy nuestra proverbial generosidad y bonhomía no nos permite mirar a los sistemas de cierre que impiden a los ajenos penetrar y campar a sus anchas por nuestras naciones.

Vemos a los que huyen de la miseria de su tierra natal y que afrontan a muerte la entrada en Europa, por ejemplo, y decimos condescendientes: pobrecillos, vallas con alambre de espinos y cuchillas disuasorias para impedir que entren a engrosar la masa de la población del país que no ha aportado nada a su construcción y que lógicamente vienen a él atraídos por unas ventajas supuestas o reales: trabajo, sanidad, educación, derechos humanos, sociedad del bienestar. Y volvemos a decir qué barbaridad cómo podemos tratar a esos seres humanos de un modo tan cruel. Y fingimos una mueca de espanto, en tanto que cerramos con siete vueltas la cerradura de nuestra vivienda, o del automóvil, no se nos vaya a colar un okupa.

Asumir la sociedad en la que nos ha tocado vivir por el azar de ser concebidos y abrir los ojos al sol de una nación desarrollada que nos ofrece cierto confort y seguridad o en otra paupérrima y sometida a toda suerte de tropelías y hambrunas, no es mérito que podamos atribuirnos. Cuando el nivel de vida era de similar miseria y la arbitrariedad legal semejante en unas o en otras naciones no había elección. Podías luchar por la prosperidad y mejora de las condiciones de libertad y justicia o sucumbir a uno u otro lado de la frontera.

Hoy las condiciones de desarrollo y respeto de los derechos humanos es abismal entre uno y otro lado de la valla que delimita las naciones. Quizá lo más inteligente sea migrar en busca del sol que más calienta. Abandonar el terruño donde todo o casi todo está por hacer y buscar un hueco en la próspera nación vecina es una opción nada criticable. No es el que migra y huye para dejar atrás miseria y opresión en busca de porvenir más halagüeño para sí mismo y los suyos, quien genera el problema que atormenta la exquisita sensibilidad de los semovientes humanos europeos. Mas deberíamos analizar la cuestión sin excluir a todos los intervinientes, con mayor detenimiento en aquellos que a la sombra de la distancia parecen no tener nada que ver con los episodios desesperados del cruce de fronteras a vida o muerte.

Quiero referirme a quienes generan la diáspora, a los responsables de la “inhabitabilidad” de los países de los que escapa la gran masa migratoria en dirección a las regiones en las que desea instalarse por las buenas o por las malas. Qué pasa en los países subsaharianos, por poner un ejemplo, que impele a grandes masas de población con fuerza centrífuga hacia las fronteras europeas. ¿Hemos de tolerar que la dictadura de turno sea invivible para la población; que el cacicazgo de un criminal se lucre y acapare los recursos colectivos de dicho país al coste que conocemos en las fronteras de nuestras naciones?¿Debemos tolerar que gobiernos de países “socios y amigos” de la UE afiancen su influencia en la zona sosteniendo regímenes criminales que contribuyen a atestar las fronteras de la UE de gentes desesperadas amenazando el equilibrio del bienestar de nuestras naciones?¿Hemos de mirar para otro lado cuando determinadas empresas europeas alientan sangrientas dictaduras que les proporcionan “buenos” negocios a costa del holocausto de la población local, generando a los europeos múltiples problemas económicos y morales?¿No deberíamos impedir dichos negocios de particulares que se sustentan en el sufrimiento y la desesperación de las poblaciones locales y en los costes inmensos de toda índole para los europeos que debemos gastar nuestra energía y recursos en paliar las consecuencias que la codicia y la más desalmada injusticia de unos particulares produce?

Dejen de mirar la valla donde el viaje concluye y dirijan su mirada al origen del periplo, allí donde el interés criminal acumula obesos beneficios cuyos costes en sangre y recursos paga, cómo no, otra vez el pueblo. El pueblo de origen y el pueblo de destino. Esos caciques locales y sus impolutos socios “globales” desahucian a la población que les sobra, la lanzan a los caminos de la emigración sin responsabilidad alguna. Se reparten el botín de su pillaje y se sacuden las manos, dejando a los europeos, en su estulticia, que se encarguen de recoger los despojos de la población y asumir la responsabilidad de ofrecerles un futuro de supervivencia entre la buena voluntad y las metralletas, entre las vallas erizadas de cuchillas y la imposibilidad física de acoger a toda la humanidad doliente que la resaca económica, política y social dejó a sus puertas.

¿Es esto todo lo que podemos hacer? ¿No deberíamos exigir a quienes se lucran desmedidamente provocando estas migraciones criminales, una reparación una colaboración, al menos, suficiente para proporcionar la atención requerida por esas masas de población desplazada, mediante una tasa internacional?

Si asumimos las consecuencias del crimen en los países de origen y la imposibilidad de evitar sus efectos en la población desplazada, exijamos al menos la responsabilidad a quienes la tienen, en lugar de limitarnos a dar pábulo a nuestra mala conciencia y denigrar nuestra forma de vida enfrentada al desastre humanitario que la tiranía de reyezuelos y sus asociados pone contra nuestras fronteras.

Fernando Pérez Martínez es socio de infoLibre

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