De la cosa pública, los corruptos y otras medidas

Ramón Soriano Cebrián

Andan revueltas últimamente las cúpulas de los partidos a causa de la corrupción y aquí todo el mundo se ha lanzado a proponer medidas que acaben con ella. De la prensa especializada (en dar medidas, no en corrupción) y de las cúpulas dirigentes de los partidos, nos llegan las propuestas en tan gran número que ya es difícil separar el trigo de la paja (Granados dixit).

No es por ser agorero, pero un tema que viene de tan largo me temo que va a ser complicado solucionarlo en dos días. No hay que volver la vista muy atrás. La Corte de Isabel II era un compendio de prácticas corruptas que tuvo en la regente Maria Cristina a su maestra más consumada. Y qué decir de la dictadura franquista. Cuantas grandes fortunas se hicieron al amparo del estraperlo y la complicidad de todo el aparato de aquel estado.

No se trata con ello de justificar nada, ni menos aun de querer hacer ver que la corrupción es una lacra de imposible erradicación, pero sí de advertir que se trata de una tarea ardua y que, lejos de ser fruto de actuaciones individuales (como tan interesadamente quieren hacer ver los partidos), tiene sus muy profundas raíces en una concepción patrimonialista de la administración y de lo público que va a ser complicado erradicar.

Pero por no echar esto a humo de pajas, también desde aquí queremos sumarnos a la carrera de ofrecer medidas contra la corrupción y ofrecer alguna por si alguien que esté en disposición de hacerlo quiere tomarlas en consideración.

La primera se refiere a una modificación legislativa. En este país que todo lo soluciona con el BOE, y en el que un político que pase por el gobierno (cualquiera de ellos) no es nadie si no deja su huella en cualquiera de los boletines oficiales que se publican en el estado, no vamos a ser menos. Se trataría de alargar los plazos de prescripción de los delitos e infracciones administrativas relacionadas con prácticas corruptas. Ofende al sentido común que muchos de los procedimientos judiciales abiertos en la materia, que se alargan más de lo que sería deseable (en gran parte gracias a la “colaboración” que prestan los partidos implicados), acaben en nada por haber prescrito. Pero aún fastidia más que figuras públicas o altas instancias del estado puedan decir impunemente que no habían incluido determinados ingresos en declaraciones tributarias ya que, pobres ignorantes, desconocían tal obligación, y que no pase nada por haber prescrito la infracción administrativa cometida. Urge pues alargar los plazos para que el mero transcurso del tiempo, muchas veces intencionado, no imposibilite la imposición de pena.

El segundo se relacionaría con la práctica administrativa. No hay que escarbar mucho en estas cuestiones para ver que muchas de estas prácticas tienen su origen en la opacidad administrativa, especialmente en todo aquello que rodea al gasto público. Pues bien, desde aquí proponemos que se obligue a todas las administraciones a publicar trimestralmente en sus sedes electrónicas las relaciones de gastos realizados en el trimestre anterior, indicando concepto, importe, y perceptor. Los instrumentos informáticos con que se cuenta hoy en día permiten perfectamente esta práctica. Las administraciones pequeñas, como las locales, podrán hacerlo globalmente, y las más grandes desagregadamente (por áreas, direcciones generales, etc.), pero es necesario que esa información esté al alcance de todos los ciudadanos de tal manera que les permita juzgar con conocimiento de causa la eficiencia administrativa de quienes nos gobiernan, en esta área tan sensible. Muy posiblemente, salvo que se trate de sinvergüenzas redomados, se lo pensarían un poco antes de cargar al erario público un chuletón de 60 euros (gasto detectado en la caja fija valenciama).

Para finalizar, la tercera medida tiene que ver con el reembolso de lo alegremente distraído a las arcas públicas. Es esta una cuestión capital de la que pocas veces se habla. Está muy bien que quien la haya hecho que la pague con cárcel, multas o lo que en derecho corresponda, pero hay que imponer la devolución de lo robado, especialmente porque la circunstancia de que se trate de un dinero de todos le otorga un plus de calidad que no hemos de perder de vista. La solución es aparentemente complicada ya que como se ve, este dinero ha emprendido en su mayoría viajes de no retorno a paraísos fiscales. Pero hay una circunstancia que no debemos perder de vista, y es la de que todos corruptos han sido cooptados para los cargos desde los que delinquen por partidos políticos, o han sido elegidos en listas cerradas de esos mismos partidos. La consecuencia es clara: se hace necesaria la regulación de la responsabilidad subsidiaria de los partidos políticos en la reparación económica de los delitos cometidos por sus elegidos. Además aquí no cabe la insolvencia. El estado subvenciona generosamente a los partidos en función de sus resultados electorales, con lo que bastaría conque una vez declarada judicialmente la cantidad a reingresar, ésta se dedujese del importe a subvencionar.

De todos modos estas y otras muchas medidas que se proponen no son más que medias tintas que mitigan pero no solucionan la cuestión. Estamos viendo estos días como nos ponen delante el funcionamiento de otros países en la materia. Pero de momento eso no hace sino que nos veamos reflejados como en un espejo de feria: grotescamente deformes. Esto no cambiará hasta que todos, y los que dirigen el estado los primeros, interioricemos que lo público es de todos y que a todos nos compete mantenerlo, aunque solo sea porque nos beneficia. Y esto va desde gestos como no tirar papeles al suelo o impedir que los animales defequen libremente donde les plazca (¿lo harías en tu casa?), pagar pulpos a 60.000 euros, o a no meter la mano en la caja común. Ya se sabe que largos años de dictadura y un individualismo típicamente mediterráneo han impuesto un modelo en el que lo público se ve como algo ajeno de lo que servirse o aprovecharse según sea el caso, y esto no cambiará si no se acomete un proceso de educación ciudadana al respecto, con los que mandan a la cabeza. Pero seamos optimistas, si en el sigo XVI se vaciaban las bacinillas arrojando su contenido a la calle desde las ventanas y hoy lo hacemos en la intimidad a través del alcantarillado, dentro de unos años quizás podamos mirarnos en el espejo danés sin asustarnos de la imagen que reflejamos.

Ramón Soriano Cebrián es socio de infoLibre

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