El rapto de Europa

José María Agüera Lorente

El próximo 25 de enero es la fecha que según dicen los politólogos marcará un nuevo hito en la atribulada historia de este frankensteiniano engendro político que es la Unión Europea. Ese día los griegos podrán votar para elegir a sus representantes en el parlamento. Es la democracia; la inventaron ellos hace unos 2.500 años en Atenas. Tuve la oportunidad de visitar esta ciudad hace como una década, cuando todos los europeos éramos ricos y parecía sonreírnos la historia. Recuerdo que me pareció una ciudad fea, salvo –claro está– la Acrópolis y el barrio de Plaka, escenario pintoresco plagado de restaurantes típicos, ideal para satisfacer las necesidades de los turistas deseosos siempre de experiencias estéticas con las que deleitar los sentidos y decorar la memoria y –de un tiempo a esta parte– nutrir instagram con imágenes. Si no recuerdo mal, en sus proximidades y a los pies de la colina ennoblecida con las ruinas del Partenón se hallaban los vestigios del ágora, el lugar donde, en la antigüedad, los ciudadanos se reunían a debatir sobre todo aquello referente al gobierno de la polis, o sea, del Estado. Un espacio vacío, público, de nadie y de todos, abierto siempre a la libre expresión de la ciudadanía; una excentricidad para quienes, como los sátrapas de la por entonces enemiga Persia, no concebían una comunidad política que no tuviera por centro un templo o un trono. Entonces, hace 25 siglos, como ahora, los griegos se enfrentaron a un momento decisivo de su historia, y que a un tiempo fue determinante para el destino de toda Europa. Mediante su victoria sobre el imperio persa en las denominadas guerras médicas (principios del siglo V a. C.) marcaron la frontera oriental de la civilización europea; ahora, como entonces, lo que ocurra en sus próximas elecciones se entiende trascendental para el devenir inmediato de la unión monetaria (que no plenamente económica) de la así llamada zona euro. La historia tiene estas desconcertantes reiteraciones, como si se empeñara en querer decirnos algo que nosotros, por nuestra fatal torpeza, no terminamos de entender. ¿O acaso sí?

Indaguemos en el inconsciente colectivo plasmado en los símbolos y permítame el lector que le recuerde el mito de Europa (sí, claro, de los antiguos griegos). Así se llamaba una joven hija de un rey fenicio, de cuya extraordinaria belleza se prendó el dios Zeus, tan promiscuo como largo en recursos para satisfacer sus caprichos sexuales. Cuando la princesa se hallaba con su séquito recogiendo flores cerca de la playa el susodicho dios se le aproximó en forma de manso toro, atrayendo a la chica que acabó subiéndose a su lomo. Al instante el animal arrancó en veloz carrera llevándola consigo allende el mar hasta Creta. Allí el dios consumó su deseo lo suficiente como para que Europa le diera tres vástagos. Hasta aquí el mito griego.

¿Qué significa? ¿Por qué el continente tiene el mismo nombre que la protagonista de la historia? ¿Por qué se transformó su poderoso raptor en un toro? Que conste que tratándose de símbolos su exégesis nunca es una ciencia exacta; por eso mismo, tenemos vía libre para la especulación, para la libre asociación de ideas. Decía Carl Gustav Jung (otro europeo, como los griegos fabricantes de mitos, sólo que más rico que ellos, pues nació suizo) que los símbolos forman parte de un abigarrado universo fuera de los límites de la comprensión racional, cuyas raíces se hunden en el suelo nutricio de las experiencias humanas, que son siempre la génesis de todas las expresiones culturales alumbradas por las sociedades que en el mundo han sido, son y serán. Ésta, pues, sería la pasta de la que están hechos los mitos, como también los sueños, cuyas semillas simbólicas viajarían a través del tiempo y del espacio germinando en los espíritus aparentemente más distantes y más distintos. ¿Es posible que el mito del rapto de Europa tenga sentido actualmente más de dos mil quinientos años después, en la situación actual de la Europa del euro, iluminando a los griegos del siglo XXI a dirimir su porvenir?

Le contaré ahora, paciente lector, una historia real del siglo XX que dotó de renovado vigor connotativo al animal divino que raptó a nuestra Europa, el toro. Nos trasladamos al Nueva York de 1987. El mundo financiero se halla en crisis (lo dicho: la historia gusta de repetirse); otro “lunes negro”, el 19 de octubre, los mercados tiemblan, particularmente Wall Street, y la ciudad de los rascacielos parece sumirse en un estado depresivo. Entonces, un artista, un tal Arturo di Modica, crea una escultura de bronce de 3200 kg de peso. Se trata de un toro inmenso en actitud agresiva, de embestida, con sus atributos de macho notablemente muy bien puestos (quienquiera puede constatarlo buscando su imagen en internet). El autor declara que es un regalo a la comunidad para levantar su alicaído ánimo, una representación de su pujanza emprendedora y su fe en el futuro. Toro embistiendo, que así fue bautizada la obra, tuvo su emplazamiento inicial por voluntad del artista frente a la bolsa de Nueva York el 15 de diciembre de 1989. Hoy se encuentra ubicada dos manzanas más abajo y ya es desde hace tiempo el icono del distrito financiero de la ciudad, símbolo -según se lee en distintas reseñas- del éxito, la realización, las ganancias, la agresividad, el optimismo y la prosperidad financiera, valores todos que cimientan la ideología neoliberal que arrasa en la economía global y, particularmente, en nuestra (des)Unión Europea, en cuyo piélago de infortunio naufragan los griegos.

De este modo el mito se torna profecía, el rapto de Europa trasciende su significación originaria –cualquiera que fuese– para proyectar sobre nuestra situación actual la potencia semántica de sus símbolos. Sí, nuestra Europa fue raptada hace ya demasiado tiempo por el toro, que la ha hecho suya para satisfacer su avaricia insondable; ¿podrán los griegos empezar la lucha democrática para liberarla el próximo día 25?

José María Agüera Lorente es catedrático de filosofía y socio de infoLibre

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