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Ovejas, corral y, al fondo, el concejal

Fernando Pérez Martínez

Me asomo a la ventana, adormilado todavía, como de cotidiano. El café humeante en la mano, y me dispongo a ver la faz que el día pinta en la ladera de la montaña que llega hasta mi jardín. La sierra madrileña, donde se ubica Matorrales de la Sierra, es un magnífico paraje para revivir jornada tras jornada, dejando amanecer tu propio ser dentro de cada nuevo día.

Un dinosaurio antediluviano de acero, pintado de amarillo y desconchado, se alza detrás de la valla mirándome con la insolencia de su boca embarrada, de la que salen amenazantes colmillos metálicos, afilados de comer tierra. La joroba de su brazo articulado destaca hasta cubrir la suave vertiente ceñuda de rocas y dulcificada por la fresneda, que ahora apenas puede verse tras la imponente mole de la cabina, las cadenas tractoras y la discordante acumulación de mecanismos y mamparas industriales que injurian la flor del almendro silvestre, junto al que se acumulan bidones de aceite y otros componentes de un espacio fabril del que parecen haberse escapado.

Sorbo de la taza y me quema más lo que dicen mis ojos que el hirviente trago que termina de despertarme, comprobando que es cierto lo que se dispone al otro lado de la cerca.

Los días siguientes confirman lo que parecía una desagradable anécdota surrealista. Un enorme camión, desportilladas piezas de andamio se apoyan en el almendro atosigado de bidones, maderos con restos de cal y cemento, útiles de albañilería y, armonizando con el nuevo escenario, la cuba de una mezcladora de cemento abre su oscuro agujero dedicándome un mohín de asombro burlesco.

Sobre lo que la jerga administrativa y leguleya denomina, terreno rústico protegido, se alza un campamento protoindustrial cosido a la falda del monte.

El protagonista del desaguisado contesta desde el ayuntamiento que lo que yo veo desde hace días no es otra cosa que un pajar rehabilitado para hacer un corral de ovejas. El propietario del “corral de ovejas”, mi vecino, es cuñado del concejal de Urbanismo y Medioambiente del pueblo y me remite documentación, elaborada por el Secretario municipal y santificada por los timbres de la asesoría legal del consistorio, que dejan transparentemente claro que lo que yo veo torcidamente no es más que un bucólico corralito de rústicas e inofensivas ovejas.

Remito al Ayuntamiento fotografías de maquinaria pesada y demás elementos que componen el caprichoso corral y el asediado almendro brotado de estructuras metálicas. Sin contestación.

Recurro a los tribunales, en vista de que la casita de las ovejas crece y definitivamente ha venido para quedarse. Se ha movido tierra para posibilitar el acceso de las máquinas que allí se acumulan, se desmontan y se reparan, entre charcos de aceites industriales y aromas de gasoil.

Mi vecino, el cuñado del concejal, tuerce el morro cuando se cruza conmigo y sus familiares se muestran impacientes y disgustados por mi comportamiento impropio de las buenas prácticas del manual de vecindad amistosa. Parte de los habitantes del pueblo no me hablan o me motejan de incordio y entrometido por hacerle la vida imposible al cuñado y al paleta, flamante concejal de la localidad, cuyo patrimonio conoce horas dulces.

Vinieron los guardias del servicio de protección de la naturaleza y elaboraron un atestado. Los forestales también se personaron e hicieron el suyo. Mi abogado presentó denuncias a troche y moche en la Fiscalía por corrupción, malversación, desacato, mentir en documento público y qué sé yo cuántas más infracciones.

De esto hace más de cinco años, durante los cuales mi diligente abogado incrementó el número y la calidad de los hechos denunciados, de las personas acusadas y, hoy, ante la flaqueza de la bolsa que todo lo sustenta, me viene a decir que las perspectivas no son buenas para mis intereses.

Mis intereses no son más que asomarme a la ventana cuando amanezco y ver cómo pinta el día reflejado en el flanco de la montaña. Vivo en un precioso pueblecito serrano, Matorrales de la Sierra, y mi ventana, ahora da a una instalación industrial, a un sucio parque de maquinaria pesada sita en terreno rústico protegido. Pues menos mal. Algo es algo.

El médico de cabecera me anuncia que estoy desarrollando una fobia injustificada a las ovejitas y a los concejales de urbanismo y medioambiente. Fenómenos inexplicables del agro español. Ovejas mecánicas y concejales de urbanismo… ¡dios los confunda! Pues es verdad.

Fernando Pérez Martínez es socio de infoLibre

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