Librepensadores

Fenetillina, la droga de Dios (de todo dios)

Fernando Pérez Martínez

Y es cierto, con esta droga pronto estarás contando los dientes del profeta en directo, mientras éste te sonríe feliz ante la masacre indiscriminada que le ofreces. Qué festín para el profeta ese festival de vísceras recién reventadas, y todos esos miembros descoyuntados y rotos, esa mezcla tan concienzuda de pedacitos de niños, mujeres, ancianos, jóvenes… No es de extrañar que tenga en tanta estima a los empleados de su sacra casquería particular que periódicamente le ponen el altar perdido de restos humanos.

Para ejercer este oficio se necesitan unas cualidades que no están al alcance de cualquiera. Es por esto que el buen dios ayuda a sus imperfectas criaturas con su divino doping, capaz de convertir al más mastuerzo en un eficiente sacatripas al gusto divino para atacar, armado hasta los empastes, a chicas y chicos desarmados y desprevenidos o a trabajadoras y trabajadores que han dejado el desayuno de los niños preparado antes de salir de casa pitando a ganarse el pan, en trenes y autobuses destemplados, abarrotados de dignidad y capacidad de sacrificio.

El buen dios inventó la fenetillina, una anfetamina barata que se fabrica a toneladas en Siria y que dio sus primeros pasos como droga lúdica para que el pijerío saudí triunfase en la disco trasegando Meca-Cola y aguantando hasta quebrar el alba persiguiendo el trasero de mocitas con blindaje textil diseñado en sofisticados y perversos talleres occidentales.

Poco tardó algún iluminado en descubrir sus cualidades estratégicas: quita el hambre, el sueño, el cansancio, presta valor al pusilánime, aumenta la concentración haciendo al usuario más sensible al mensaje épico y trascendente que inoculan en sus cerebros, los sucedáneos de profeta, de continente severo y parcas costumbres visibles, que desde la austeridad de rostros hirsutos y frentes amoratadas por reiteradas y descoordinadas calabazadas piadosas, prometen en nombre de ajenos dioses, que una vez cumplida la misión encargada al elegido por designio divino y resueltas las naderías económicas que instalarán a los suyos en la aristocracia del barrio o establecidas las presiones sutiles, capaces de condicionar su voluntad con la delicadeza del calzador químico de la fenetillina, todo será un Gandía shore lleno de volquetes de huríes para él, solo en el otro mundo.

Las anfetaminas son desde su síntesis, mortales, le costaron la vida en cuatro días a su primer descubridor por sobredosis y fueron utilizadas como complemento químico del bagaje del soldado desde los locos años veinte. En la Segunda Guerra Mundial se usó la anfetamina por parte de aliados y nazis. El kamikaze nipón se disponía a entregar su vida por el emperador en medio del delirio anfetamínico.

Más de medio siglo después tenemos el remake áraberemake, que en lugar de someter su vida a mayor gloria del imperio japonés, lo hace, convenientemente inducido por farsantes sin escrúpulos, por la causa del profeta. ¡Banzai, por Alá!

Los restos de inyectables recuperados por la policía en París, tras los asesinatos del 13 de noviembre pasado, apuntan en esta dirección. No sería mala idea desenmascarar la leyenda de los valerosos guerreros de Alá, poniéndolos en su realidad de chicos incultos de arrabal puestos de anfetaminas hasta las cejas. Tal como los vieron los supervivientes de la carnicería. No se informa a la opinión pública de los resultados de las autopsias efectuadas a los restos de estos infelices, vaya usted a saber por qué.

Basta de usar términos engañosos e inadecuados por parte de los medios de comunicación al referirse a estos desgraciados episodios. Un borracho de anfetas no es un héroe. No hay mártires que se inmolan generosamente por una causa superior, hay chicos con poco seso, a los que alguien comió el coco, hartó de anfetaminas y los lanzó con la sangre caliente y la mente turbada por la droga a asesinar vilmente a ciudadanos desarmados, creyendo así reescribir una gloriosa página de la épica mahometana. Sin reparar en el inmenso baldón que arrojan sobre lo que pretendían engrandecer.

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Fernando Pérez Martínez es socio de infoLibre

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