LIbrepensadores

Sobre Rajoy y Franco

Domingo Sanz

Nunca he sido políticamente correcto. Pido comprensión a cambio de iconoclastia pacifista.

A la hora practicar esa actividad tan odiosa, dicen, como habitual, de hacer comparaciones, la imaginación es libre e inevitable y cada juez –usted, yo y todos los demás– nos fijamos en detalles diferentes de los sujetos a quienes sentamos en banquillos virtuales millones de veces cada día. Antes de seguir, podríamos estar de acuerdo en que quienes han coincidido con personas antiguas que después serán objeto de contraste con otras modernas, tienen la ventaja de haber almacenado experiencias propias de categoría distinta a las de los que solo especulan “de oídas”, por mucho que investiguen antes las circunstancias.

Por motivos que no acierto a explicarme, ante la resistencia nada heroica de Rajoy y el PP a retirarse del mapa político de España, lo que me viene es el recuerdo de Franco y todos aquellos secuaces tan degradados, defendiéndose sin posibilidades de una sociedad que los atropellaba. Mucho más que, por poner un caso cercano, el de Artur Mas y su cabezonería a la hora de rendirse.

Ambos partidos, al ser españoles de derechas y con muchos trienios, están atravesados de un extremo a otro por la corrupción como pauta para el ejercicio, digo uso y abuso, de la política. Saben que las leyes tienen que existir, y su máxima oculta parece ser “trinca lo que puedas en dinero y favores que te deban y, si te pillan, mala suerte”. En cambio, a pesar de tanto paralelismo de clase, no consigo encender la luz que alumbre los parecidos esenciales entre Mas y Rajoy, y también entre sus partidos.

Me viene entonces lo ineludible, pero me resisto al recurso fácil del lugar de nacimiento que vincula inexorablemente al golpista y dictador con nuestro aún presidente y la cara de susto que a duras penas oculta, la del futuro “investigable”.

Entonces decido deambular un rato por las mismas calles que recorrí hace cuarenta años, por si la brisa nueva al torcer alguna esquina limpiara la niebla que confunde la evidencia.

Quince minutos después regreso de vacío al punto de partida y se asoma Aznar, como tantas veces, pero nada. A pesar de parecer mucho más peligroso y ser, de hecho, más decidido que Rajoy para las guerras, quizás aquel anuncio cumplido de que solo dos legislaturas ha quedado grabado en mi subconsciente y lo recuerdo cada vez que él vuelve. En algunas ocasiones, incluso juraría que el propio ex se arrepiente de no haber hecho como Franco, al cometer la frivolidad de dejar a España a su propio albedrío mucho antes de jubilarse, pero no se me ocurre nunca lo de llamarlo en ese instante para confirmar en directo la telepatía.

Vuelvo a Rajoy y, buscando los atenuantes, pienso que todos los miedos sociales destilan consecuencias parecidas: muchos políticos tienden al autoritarismo, tanto si la causa es la violencia de Estado como si lo es la ruina generalizada, por culpa de una economía construida con excesivas apariencias.

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Pero también imagino al todavía en funciones y no puedo borrar sus marcas propias, tan personales como delatoras. Hablo, por ejemplo, de esa astuta versión que utiliza de nuestro idioma, cuando habla de lo que “necesita España” para que entendamos que “España le necesita a él”, investido casi desde lo divino. O cuando afirma que “la corrupción le ha hecho mucho daño al PP”, como si la tal cosa fuera un cuerpo extraño. También esa forma de agarrarse a la Constitución tan como lo hacían los que enarbolaban los Principios Generales soñando cara al sol. O esa pertinaz insistencia en borrar de todas las cabezas de España la parte inviolable, sagrada, lo único que nos queda de nuestra memoria, la que no le interesa. Él, que un día volverá a ser un dni como cualquiera.

Quizás sea una mezcla irracional de todas esas cosas, tan suyas, la que está provocando sensaciones sospechosas, nacidas del vacío gris que escucho cada vez que abre la boca.

Domingo Sanz es socio de infoLibre

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