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Anomalías

Raúl Gómez Sánchez

"Yo no soy monárquico, sino juancarlista" era una manida expresión que oímos hasta la saciedad en los años de la Transición. Quienes así se expresaban venían a trasladarnos su contradicción vital entre la razón por un lado, que les exigía rechazar que el más alto dignatario de la nación fuera nombrado por un dictador, siendo sus sucesores en el cargo los descendientes biológicos del designado, sin atenerse a méritos propios ni al sufragio universal en ninguno de los casos, y el sentido de oportunidad por otro, que les recomendaba aceptar el estatus quo, dado que, aunque su acceso al poder careciera de legitimidad, en cambio por sus características personales y su gestión en la llegada de la democracia, el monarca parecía un tipo cabal, simpático y hasta campechano; un señor de fiar. Esto favorecía que tal disfunción se percibiera como un problema, sí, pero no como el mayor de los problemas y, por lo tanto, como aplazable su solución.

Esta aceptación mayoritaria de la sinrazón como mal menor es solo una de las muchas anomalías de nuestro sistema político, forjado en la Transición bajo la atenta mirada y la amenaza implícita y explícita del ejército del anterior régimen y templado por la acción paralizante del miedo al franquismo, que logró evitar una auténtica ruptura con elementos esenciales del mismo, ideológicos y culturales, así como en términos de poder puro y duro, tanto político como económico. Es lo que vino a llamarse la "reforma", palabra tan traída estos días, incluso como propuesta renovada, por las derechas y el PSOE.

Otra de las anomalías importantes de nuestro vigente ordenamiento consiste en el mantenimiento del Concordato con la Santa Sede y la renuncia de los sucesivos gobiernos a la interpretación de su contenido, delegando ésta exclusivamente en la jerarquía católica, renuncia que agrava el eterno retraso de su necesaria denuncia. Aquel acuerdo se firmó cediendo al chantaje de la Iglesia Católica, que exigía el mantenimiento de sus privilegios si queríamos evitar que se sumara a los sectores más involucionistas, en contra de la recuperación de la libertad por los españoles. España no podía permitirse sumar más enemigos a la democratización de sus instituciones políticas, de modo que concedió a esa organización religiosa un estatus y unos privilegios que tumban de manera efectiva el carácter aconfesional del estado, que reconoce, solo literalmente, nuestra constitución. Así, cada año Hacienda extrae 250 millones de euros de los que todos los españoles hemos pagado de IRPF –cifra que se complementa hasta los 11.000 millones a base de multitud de subvenciones y exención de tributos– para entregárselo a esa organización y que ésta lo destine a lo que crea conveniente, sin control alguno estatal, desde reformas millonarias en viviendas de lujo para su jerarquía, al mantenimiento de emisoras de radio y televisión donde se fomenta el odio y la crispación, pasando por multitud de acciones propagandísticas y de presión para conseguir imponernos a todos sus especialísimos criterios en distintos ámbitos de la vida, desde el sexual y reproductivo de los adultos, al adoctrinamiento religioso de las más tiernas mentes de nuestros niños.

Volviendo al tema que aquí me trajo, la anomalía en la jefatura del Estado, ésta se aceptó por las circunstancias, pero dudo que haya muchos españoles que crean que la familia real tenga "derecho a reinar". Y las amenazas ya no son de la misma naturaleza. Hoy nos amenazan los mercados financieros y la troika, pero no a través del ejército y la Iglesia, sino del miedo, principal legado del franquismo, alimentado por medios de comunicación al servicio del verdadero poder. En estas circunstancias, la institución constitucional monárquica continua solamente por inercia. Casi nadie cree en ella, pero se tolera. O se toleraba, porque un elemento imprescindible en esa permisividad popular es la ejemplaridad de quien tan alto rango ostenta sin méritos propios. Y la familia real ya no está resultando ejemplar precisamente: lo prueban las circunstancias en que Juan Carlos I hubo de abdicar para salvar la institución por la campana, en el último momento, tras las lujosísimas cacerías de elefantes mientras el pueblo se empobrecía de manera alarmante; el sarao de Cristina y Urdangarín, el "compi yogui de la reina" merde! y ahora nos enteramos de que una tal Pilar, hermanísima del emérito monarca, que no demuestra humildad en sus apariciones públicas, gestionaba capitales en Panamá, paraíso fiscal opaco a Hacienda, organismo que les mantiene. Yo creo que ya no estamos para iniciar y soportar todo un hipotético proceso judicial a esta infanta, tan largo como el de la otra, Cristina. No podemos esperar años a ver si es culpable o inocente. Insisto, reinar no es un derecho. Tienen derecho a un juicio justo. Pero creo que deben afrontarlo como ciudadanos, en su casa y sin un sobrino o hermano rey. Por eso creo que, además de la denuncia del Concordato, el Gobierno que salga de las actuales negociaciones, o de la nuevas elecciones, debe impulsar la reforma de la Constitución en el sentido de que el presidente de la República sea elegido por los españoles en elecciones libres. Sin enfados. Me enojaría que por ello la familia real tomara el camino del exilio como sus antecesores. La excelente formación de Felipe, financiada con nuestros recursos, son un activo que debiera quedar en nuestro país, al servicio de nuestros intereses. Yo creo que simplemente deberían quedarse aquí y vivir normalmente como ciudadanos, como todos los ciudadanos, que no reinamos ni falta que nos hace. No sobra nadie, solo las anomalías; reales y divinas. ____________________

Raúl Gómez Sánchez es socio de infoLibre

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