Librepensadores

¡Porque están allí!

Himalaya

Gonzalo de Miguel Renedo

“Sólo el tiempo me enseñó a vivir con la falta de mi hermano”, Reinhold Messner"La cordada constituye un vínculo material, pero también mucho más que eso: amistad fraternal, hecha de amabilidad desinteresada, de combate juntos y de alegrías compartidas”, Gaston Rébuffat

Cuando mi hermana Reyes me planteó viajar al Himalaya, en busca de la tumba de nuestros hermanos Pablo y Jose, arrastrados en 1989 por un alud junto a sus compañeros Paco y Antonio, en su intento por coronar el Pumori (7.165 metros), no dudé ni un segundo en apuntarme. Era este un proyecto, aparentemente inalcanzable para mí. Cuando cayeron me pareció como si lo hubieran hecho en la luna. Pero buscarlos debía tratarse de un sentimiento dormido en lo más hondo a la espera de ser despertado en el momento preciso por la persona adecuada. Personalmente, una vez adoptada la decisión, nunca pensé en los riesgos, ni en los medios, ni en la preparación física y mental. Entendí entonces que este viaje respondía a una especie de predestinación. Y si además lo predestinado se anhela con ahínco, qué más quieres. Solo hay que dejarse llevar por el buen camino y no tropezar.

Ha sido ésta nuestra tercera vez, la cuarta para mi hermana. La primera fue en el otoño de 2013, integrando aquella miniexpedición mi hermana Reyes y su marido, Víctor Hernández, montañeros y bomberos con muchos incendios a cuestas; y mi hermano Santi y yo, montañeros de agua dulce en aquella época pero que a fuerza de insistir empezamos a forjarnos un poco en esto del montañismo. La segunda fue en la primavera de 2015, cogiéndonos de lleno el terremoto, tanto que si se llega a producir al día siguiente es muy probable que nuestra saga montañera hubiera acabado ya. Ahora volvemos a enfrentarnos con nuestro reto. El objetivo: hallar una tumba. Así de simple, y así de complicado, a simple vista de Google Earth, y también del proyecto de Glacierworrks, promovido por David Breashears. Un mapa y unas viejas fotos tomadas por unos amigos alemanes, Sigi y Gabi Hupfauer, que se ocuparon de enterrarlos en tierra firme dejándolos a salvo de nuevos aludes, constituyen nuestra única pista para su localización. Una valiosa reliquia para nosotros que puede conducirnos al tesoro. Podría decirse que, como al joven Jim Hawkins de La Isla del Tesoro, "muchas horas pasé contemplando el mapa", y como él, me sabía de memoria hasta sus más nimios detalles. No olvidemos que aquellos parajes cambian continuamente, y aunque la referencia parece clara, una gran piedra en el lago de morrena, ¡cuántas no habrá! Y sobre todo, el devastador seísmo del 25 de abril de 2015, cuando una cornisa gigantesca del Pumori se desprendió sobre el campamento base del Everest, con el resultado de decenas de muertos, puede que haya contribuido de manera bestial al modelado de la montaña. Pero tenemos que ir, necesitábamos ir. No me pregunten el porqué pero es así. Y hemos alcanzado nuestra meta por fin. Por fin, la madre naturaleza nos ha permitido concluir nuestra búsqueda. Cuesta creer que por otros lares menos agrestes es el papá Estado el que se ocupa de obstruir ese deseo natural de reunirse con sus seres desaparecidos. Ya saben de qué hablo. Pero volvamos al hilo inicial.

Si el padre del famoso alpinista Lionel Terray le reprochaba lo absurdo de su afición de escalar montañas, salvo que hubiera un billete de cien francos esperando arriba, quizás entendería mejor si la motivación de su hijo se pareciera a la nuestra. O quizás tampoco. No mucha gente entiende el montañismo y a lo mejor entiende menos que uno se ponga en riesgo para una búsqueda como la nuestra. Mallory, el alpinista desaparecido en 1924 mientras ascendía el Everest, contestaba a la pregunta de por qué escalar la montaña más alta del mundo de manera lacónica: “porque está ahí”. Para los miembros de nuestra emotiva expedición la respuesta también sale sola: "porque están allí".

Tras la resolución, la preparación. El fin del viaje justifica los medios como nunca imaginé que podría hacerlo. Los preparativos materiales, la preparación física y la concienciación mental, comenzaron al mismo ritmo, con idéntica fuerza, estimulándose mutuamente, como seguros que van clavándose en la pared para asegurar que no habrá vuelta atrás. Mejor no mirar abajo. Hay que avanzar sin miedo, hasta que llegue un momento en el que retroceder resulte más gravoso que tirar para arriba, como le explicaba el propio Terray a su inseparable amigo Lachenal en su ascensión a la cara norte del Eiger. Hallar el lugar en el que yacen nuestros hermanos constituye nuestra cumbre y, si para los auténticos alpinistas resulta de gran importancia ascender las más altas cimas sin otra ayuda que sus pulmones y músculos, para nosotros lo es igualmente subir hasta ellos sin que nos lleven a hombros. Somos frágiles, somos de cristal, lo sabemos, pero “donde hay una voluntad, hay un camino”, decía Gaston Rébuffat, un fiel retrato del espíritu que nos guía.

Lleguemos o no, intentarlo ya suponía lograrlo de algún modo. Nunca antes le di tanto sentido a escalar una montaña. No se trata de pisar una cima, sin más. “Hay otros Annapurnas en la vida de los hombres”, afirmaba Maurice Herzog, conquistador del primer gigante himalayo en 1950. Nuestro ochomil se encuentra cerca de los seis mil metros, y si bien esta ascensión sin pico no marcará un hito en la historia del alpinismo, sí comparte con las míticas hazañas montañeras su espíritu de superación y de lucha por alcanzar lo más alto, bien que en lo emocional.

No disponíamos de otro patrocinador que una gran esperanza y una ilusión indescriptible. Y aunque parezca una nimiedad, todavía nos ilusiona más el poder colocar una humilde placa de aluminio con la silueta de la montaña que les arrebató sus sueños. ¡Qué cruel es la montaña con quienes más la quieren! El 15 de octubre de 2016, por fin, veintisiete años después del accidente, conseguimos hollar la piedra que los acoge, un instante que cerrará ese círculo de incredulidad que se adueña de quien pierde a un ser querido en la distancia. El dolor de la pérdida cicatriza, pero no la alegría de recordarlos cada día, y mucho menos, la ilusión del reencuentro. No recuerdo dónde leí que el tiempo no cura, la pena sí.

Decía Jerzy Kukuczka que “la cima en sí no es más que la conciencia de un terrible cansancio físico y una única idea: ¡bajar cuanto antes!”. Nuestra cima ha cumplido su primera premisa pero no la segunda. No queríamos bajar cuanto antes. Más bien al revés, la toma de contacto con ese pedazo de tierra pedregosa y fría ha sido tan intenso que perdimos la noción del tiempo y del espacio.

Por último, quiero añadir que, lo mismo que el ascenso a la Luna fue un reto de la Humanidad y no de sus protagonistas, el nuestro no lo es de dos o tres hermanos que logran alcanzar su objetivo, sino de toda la familia en su conjunto.

A ella dedico este artículo.

(Desde Namche Bazaar, capital del pueblo sherpa)

Gonzalo de Miguel Renedo es socio de infoLibre

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