El futuro de la izquierda

Podemos y la ilusión de la normalidad

Las seis condiciones de Podemos que obvia el PSOE en su oferta

Emmanuel Rodríguez (Ctxt)

Desde que en 2014 se generalizase el término “crisis de régimen”, nos hemos ido acostumbrando a este curioso revival de “reforma o ruptura”; como si estuviéramos en una suerte de presente continuo de la Transición incompleta. Lo cierto es que estos términos no son los mejores. Viejos pero más ajustados son reforma y restauración. De acuerdo con estos últimos, la disyuntiva quedaría más o menos así: o renovación del sistema de partidos y de las leyes constitucionales con algo de reparto social, o simulacro de todo lo anterior, encauzado por los viejos actores. En ambos casos, sin embargo, la sustancia material de la sociedad española –sus clases medias, lo principal de sus oligarquías– quedaría intocada e intocable. La paradoja consiste en que sea cual sea la solución política, reforma o restauración, renovación o insistencia, ambas posiciones sólo pueden ser un primer ensayo condenado al fracaso debido a una crisis (internacional, sistémica) que todo lo engulle.

Entendámonos, los pactos no interesan. Llenan telediarios, sirven jugosas portadas de periódico, alimentan la prensa digital. Pero incluso los estudios demoscópicos señalan una creciente indiferencia. Sencillamente, estamos constatando que sin gobierno las cosas siguen más o menos igual. ¿Qué es entonces lo que con tanta repetición se nos trata de inocular estos meses? Lo llamamos “ilusión de la vuelta a la normalidad”: normalidad económica, de la mano de un crecimiento sostenido y de la recuperación del empleo; normalidad política que, a pesar de la corrupción y de los vuelcos electorales, sostiene todavía que la “democracia es posible”, que sus instancias de representación y delegación, sus simulacros y políticas de gobierno son eficaces.

Claro está, hay discusión acerca de lo que se entiende por normalidad. Hay quien, al modo de la Transición, comprende ésta de una forma exasperada y nerviosa, como lo hace Manuela Carmena, la misma que se siente cada vez más cercana a los “compañeros” del PSOE. La misma que critica, con ese característico “estoy de vuelta” que dan los años, el mal que se está produciendo a España por el puro placer de unos “niños grandes que juegan a pasarse la pelota”. Y que, con un sentido estético sólo al alcance de los juristas, exponentes palmarios de la alta nobleza de Estado, declara que “lo bonito sería ver cómo se hacen los acuerdos”. ¿Qué de bonito habrá en un reparto de ministerios y secretarías? Quizás sólo ella lo sepa.

También hay quien entiende la normalidad de otras formas, más sofisticadas, para las que atravesar un período de inestabilidad gubernamental no supone grandes problemas mientras la economía ande tranquila y las amenazas de la “indignación” queden atadas al juego parlamentario. Pero se mire como se mire, lo cierto es que la normalidad se ha vuelto imposible. Haya o no pactos, gran coalición o gobierno de izquierda, nuevas elecciones, la política de los últimos cuarenta años ha quedado a nuestras espaldas, como antes quedaron la Primera Restauración, la Guerra Civil o el Franquismo. Y esto no sólo tiene que ver con el hecho de que el régimen político español esté herido de muerte por una corrupción sistémica, ni con que hayan aparecido dos nuevos partidos en la escena política, sino con tendencias de fondo que no están al alcance de la política convencional, esto es, de aquella que se realiza dentro del sistema de partidos.

Echen un vistazo a Europa, la misma que fue el alfa y omega de la democracia española; ese conglomerado de 508 millones de habitantes para el que la entrada de 300.000 o 400.000 refugiados constituye una crisis política. Miren y observen: Le Pen puede disputar el gobierno al social-liberalismo fallido de Hollande. La nueva derecha alemana de Alternative für Deutschland se instala en un cómodo 15%, Europa Oriental no se sabe muy bien si atraviesa los 2010 o los años treinta, sumergida por una ola nacionalista y xenófoba.

Ahora concentren la mirada en la situación económica, en el nada prometedor horizonte del capitalismo europeo. Analicen la última rebaja de los tipos de interés (ya al 0%), el programa de compra de bonos de Estados y empresas por el BCE y la deflación rampante en las grandes economías de la Unión. (Recuerden que el nazismo no llegó tras la época de hiperinflación en la Alemania de 1920-1923, sino tras las políticas austeritarias y de deflación que siguieron a la crisis de 1929.) Consideren cómo se anteponen los intereses del rescate del Deutsche Bank al propio crecimiento económico. Lean las previsiones oficiales de crecimiento de los grandes países de la Unión: 1%, 0,6 %, 0,4 %... También los 8.000 millones de recortes, que sí o sí tendrá que cumplir España este año. Valoren, en definitiva, nuestra inevitable pendiente hacia el crecimiento cero, nuestra “depresión a la japonesa”, mientras en el resto del mundo, incluidos los emergentes, se van deshaciendo las últimas burbujas de crédito que sostenían el crecimiento.

Y ahora volvamos a considerar la situación española, principalmente a sus clases medias —las mismas que han sostenido la paz social en estas décadas— en proceso de liquidación. ¿Piensa alguien que con un 18-20% de paro estructural de aquí a 2020 se puede hablar de “normalidad”? ¿Que con el 40% de los asalariados instalados en el umbral de los 500-900 euros hay posibilidad de generar dinámicas de crecimiento y consumo autosostenidas? ¿Que con la población más endeudada del continente todavía se puede mantener la ilusión de la sociedad de propietarios?

Después de todo esto, pueden hacer como los políticos y gritar “no se preocupen”. Ninguno les dirá a las claras (tampoco en Podemos y sus confluencias) que la crisis ha venido para quedarse, que estamos agarrados a una pequeña repisa desde la que sólo si te pones de cara a la pared dejas de ver el abismo. En España todavía nos alimentamos de esa pasta alimenticia empaquetada con la etiqueta “modernidad”, que identifica progreso y normalidad, democracia y normalidad.

Prueba de que a este cortoplacismo asociado a la ilusión de la normalidad no escapa ni Podemos la tenemos en su reciente crisis. Y es que al único partido que al menos formalmente ha propugnado “la inestabilidad” se le ha caído el sombrajo del gobernismo. Por gobernismo deben entender la promesa de Vistalegre: aquello de llegar al gobierno de una sola vez y una vez allí “cambiar el país”. Sin duda los tiempos de la primera ilusión han dado paso a otro tipo de análisis algo más realistas. El clima es otro a medida que se acumulan las pruebas de lo poquísimo que se puede hacer en una institución subordinada —véanse los ayuntamientos del cambio— cuando todo sopla en contra. De hecho, la “cal viva” de Pablo Iglesias tiene mucho más que ver con este contexto que con los GAL de Felipe González. Al fin y al cabo, gobernar con el PSOE supone asumir el reto imposible de intentar gestionar una crisis que no se va a cerrar. Si hay pacto en las actuales condiciones: adiós Podemos, adiós 15M.

Reacciones en su partido, principalmente nerviosismo: “¿Cómo es que no gobernamos?”. Y una aventura arriesgada: el intento de provocar una crisis controlada en Madrid. Dimite el secretario de Organización de la región, y a los pocos días otros nueve consejeros. Que se trata sólo de un amago y sólo para generar ruido se demuestra en que ningún consejero renuncia a su acta de diputado. Y sobre todo, en que ninguno ha sido capaz, hasta la fecha, de dar una sola razón política, a menos que se piense que la constatación de la inanidad del secretario general de Madrid pueda ser motivo para quebrar la dirección regional de un partido. La respuesta de la dirección de Pablo Iglesias la conocimos el martes: poco después de enviar una carta entre flamígera y sensiblera a sus bases, cesaba al secretario de Organización estatal, Sergio Pascual, la mano derecha de Errejón.

Los medios conservadores aciertan cuando señalan que en Podemos hay dos almas. Son las mismas que tenía el 15M: la de la “protesta” que en la crisis exige igualdad, derechos, una profundización de la democracia, todo ello sin condiciones; y la de la vuelta a la “normalidad democrática”, lo que básicamente consiste en renovar actores políticos, reiniciar la máquina de la meritocracia (la distribución de cargos) y acabar con la corrupción. Entre una y otra existe colaboración pero también una brecha insalvable.

Esta “segunda alma”, llamémosla “normópata”, tiene en Podemos un nombre, Íñigo Errejón. Es dudoso que el joven estratega —no así la mayor parte de los “errejonistas”— comulgue con la “normalidad” per se. Más bien, parece que la estrategia responde a un cálculo racional. Digámoslo así: “Sólo si sigue el guión de moderación de las clases medias, heredado de cuarenta años de democracia, es posible alcanzar el poder”. Por eso Podemos ha querido presentarse también como un partido responsable, con ideas de gobierno, con alternativas realistas y factibles. Y por eso la organización de la formación morada se debe, en no poca medida y en sus peores vicios (verticalismo, clientelismo, desprecio a las bases y su militancia), a esta formulación “gobernista” y mediática para la que lo único que importa es el discurso y el cálculo de votos.

El problema es que al Gramsci de Pozuelo de Alarcón le han fallado demasiadas cosas en esta época de profunda y creciente desestabilización. Le ha fallado la (crítica) de la economía política, la ausencia de la dimensión europea de la crisis, el desprecio al análisis de las fracturas sociales, el elitismo congénito de la hipótesis, el cálculo de los tiempos del ciclo (largos y no cortos), la minusvaloración de la movilización social, la centralidad obsesiva de lo “discursivo” y sobre todo la primacía de la autonomía de lo político, concentrada en la toma del Estado como único objetivo. Como en los peores sueños del “gobernismo”, tras el 20D y tras la “cal viva”, a Podemos sólo le queda una única certeza: va a ser ante todo un partido de oposición. Y para hacer oposición se tiene que contar con todo aquello (movimientos, realidades, análisis) que antes se despreciaba. Un trago duro para aquellos que se imaginaban como hombres y mujeres de Estado.

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Recuerden: Podemos es sólo una herramienta política de fase, no es improbable que en el transcurso de estos meses haya fugas, escisiones y nuevas recomposiciones. Una nota sólo para analistas avezados: estén atentos al carmenismo y a su “qué bonito sería”. Con una posición de gobierno y un estilo y cabeza más propios de la Transición que del 15-M, el carmenismo es el verdadero caballo de Troya de la normalidad imposible. Es ahí donde realmente acabaremos por ver si el Podemos normópata sigue en Podemos o se bascula a una nueva entente con Manuela y PRISA, y sus cada vez “más compañeros del PSOE”.

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