Teatro

Juan Mayorga: “Una ciudad con menos teatro es una ciudad menos preparada para la resistencia”

Juan Mayorga.

Despliega una sana y, en cierto modo, envidiable modestia. Pero que su nombre es uno de los más destacados del panorama teatral nacional queda en evidencia cuando, al terminar la entrevista, un cliente del bar en el que esta tuvo lugar hace solo unos días, se levanta para saludar efusivamente y declararse rendido admirador. Algo nada desdeñable para un profesional de la cultura que no se sitúa bajo los focos ni ante la cámara, sino oculto aunque muy vivo detrás de estos, en los textos.

El dramaturgo Juan Mayorga, (Madrid, 1965), autor de títulos tan conocidos como El chico de la última fila o La tortuga de Darwin, acaba de publicar una antología de sus trabajos realizados en los últimos 25 años, Teatro 1989-2014 Teatro 1989-2014(La Uña Rota). El compendio, que incluye sus trabajos más significativos, incluidos algunos nunca puestos en escena, no hace las veces de punto y final a una etapa, sino más bien, de punto y coma. Un respiro que le ha servido al Premio Nacional de Teatro (2007) y Premio Nacional de Literatura Dramática (2013), además de director (se estrenó en 2011 con su obra La lengua en pedazos), para echar la vista atrás, evaluarse, y tomar impulso para lo que está por venir. 

De tono pausado, agradable, cuyas palabras resuenan casi como una nana que arrulla los males y despierta las sensibilidades, el autor, procedente del mundo de la educación, formado él mismo en fílosofía y matemáticas —dos formas complementarias de aprehender la realidad— charla con infoLibre sobre esta recién estrenada publicación. Pero también sobre el estado del teatro, sobre sus ambiciones y preocupaciones, sus referentes y sus posiciones frente al mundo. Acaba de publicar una antología de sus textos entre 1989 y 2014. Parece que cuando uno publica un trabajo así pone punto y final a una etapa. ¿Es el caso?

Esto fue una propuesta de la propia La Uña Rota. Fueron ellos los que pensaron que podía tener algún interés ofrecer un conjunto de obras que por alguna razón fueran especialmente significativas dentro de mi trabajo. Y es cierto que lo que comenzó siendo una lista ya de suyo generosa, se fue extendiendo también porque yo mismo llamé la atención sobre obras que tenían valor por una u otra razón, porque yo consideraba que tenían una singularidad dentro de mi trabajo, o porque habían tenido una repercusión especial en la medida que habían generado puestas en escena o que habían provocado una conversación interesante. Y luego, a esas opiniones de los editores de La Uña Rota y la mía propia, se fueron sumando otras como la de la propia prologuista y otras gentes que fueron llamando la atención sobre otros textos, lo cual hizo que una antología de suyo generosa acabara siéndolo mucho más. Sucede por otro lado que, al tener que releer yo las obras, ya con esa perspectiva de que iba a parecer todas juntas, e incluso al revisarlas una vez más, porque yo reescribo permanentemente, eso me llevó a una reflexión sobre algunas de ellas. Y eso ha hecho que yo percibiera, descubriera o me hiciese consciente de que había de algún modo resonancias de unos textos a otros, inversiones, también redundancias, obsesiones, caminos... Un motivo o una imagen aparecía en un texto y reaparecía confirmada o invertida en un texto posterior, lo que en un texto aparecía como afirmación en otro aparecía como pregunta y viceversa… De forma que, finalmente, el propio libro es una obra, una que no es simplemente una suma de piezas, sino que de algún modo cada pieza resignifica a todas las demás, como si de un mosaico inesperado se tratara. Y luego, es cierto que cuando uno observa este conjunto de obras unidas, de algún modo sí es verdad que se hace consciente de algunos modestos hallazgos o de algunas modestas conquistas, y sobre todo se hace consciente de sus límites, de los enormes límites que uno tiene. Desde luego que a uno le sirve para reflexionar, sobre lo que ha hecho y lo que uno puede esperar de sí.

Entre esos hallazgos, ¿cuáles son los más destacables?

Me es difícil hablar de eso, me es más fácil hablar de los límites. Pero tengo la impresión de que en mi teatro, desde el principio, ha habido una tensión entre, por un lado, una búsqueda de encontrarse con el espectador, de entender el teatro como un hecho de comunicación. Creo que he intentado una y otra vez pelear contra la tendencia al solipsismo y a escribir un teatro narcisista, porque inevitablemente uno está en sus textos, y entonces no ha de insistir precisamente en aquello que uno cree saber de sí. En mis textos ha habido desde el principio una búsqueda de encontrarse con la gente y de hacer, por qué no, un teatro si no popular, sí que tenga una recepción amplia y compleja, pero al mismo tiempo creo que he querido hacer un teatro exigente. Uno mide su respeto al espectador por esa exigencia, un teatro que ha querido desafiar al espectador. Si hay algo que observo en los textos, y si hay algo por lo que sí siento cierto orgullo, es que creo que son textos ambiciosos, desde el primero. Creo que yo esperaba mucho del teatro. Yo, como espectador, siempre he esperado mucho del teatro, porque desde que lo conocí como un espectador adolescente me entregó mucho. No fue un teatro que me ofreciese solo evasión, o solo divertimento, sino que las piezas que vi en mi adolescencia las considero partes de la trama de mi experiencia. Entonces, yo he querido de algún modo que mi teatro también fuese eso, que entregase algo a la gente. Y siento que algunas piezas algo han entregado, y me alegra observar que ahora, mientras estamos hablando, se está haciendo Himmelweg en Montreal, se está haciendo El chico de la última fila en Buenos Aires, se está haciendo Últimas palabras de Copito de Nieve en Valparaíso, se está preparando El chico de la última fila en Alemania y en México, La paz perpetua en Montevideo… Además de lo que está ocurriendo en España, es decir, que todavía están vivos los montajes de El arte de la entrevista, El chico de la última fila y el que yo mismo firmé de La lengua en pedazos, y está ahora mismo en ensayos otro montaje de Animales nocturnos y un montaje de una nueva obra que se llama Famélica. Y eso no lo menciono por presumir, sino porque me alegra saber que mi teatro está provocando reuniones. Eso me alegra. Alguna gente, en distintos lugares, escoge mis textos primero para reunirse, porque ese es el primer momento de la reunión, cuando unos actores, junto a un director, un escenógrafo, un iluminador… se reúnen en torno a un texto, y luego, un día, deciden abrir su reunión a la ciudadanía. Y si eso ocurre, entiendo que es por las obras que, con todas sus limitaciones, les ofrecen algo que les sirve para hablar de cosas que les preocupan, que están en el aire, para representar algo que ellos quieren que entre en la conversación. Ese sería el hallazgo, que siento que no me he traicionado. Creo que cuando uno hace teatro, y supongo que cuando uno hace cualquier cosa, si busca el interés de otros ha de empezar por sentir interés por lo que uno hace. Es decir, mal puede convocar el interés de otros si él mismo no se siente interesado, frente a otro tipo de actitud que sería la de perseguir la moda, aquello que está en el aire en ese momento. Cuando yo observo mis obras, siento que nunca dejé de hablar de algo que a mí me importaba, y ocurre que, a veces para mi sorpresa, otros se han sentido interesados por ese mismo asunto, o por esa perspectiva.

Precisamente, ahora que menciona esa idea de hablar de cosas que le importan a la gente, ahora, con esta crisis, el teatro ha demostrado ser la primera forma de arte en implicarse, en hablar de la crisis, de la política, de cuestiones sociales. ¿Por qué cree que el teatro ha sido el primero en reaccionar?

Para empezar conviene decir que el teatro es un arte que puede ser muy rápido, y puede serlo porque tiene una extraordinaria elasticidad. Frente a otros modos de representación, que dependen de unas condiciones materiales que a veces solo puede asumir una industria cultural que exige dividendos a cambio, para hacer teatro fundamentalmente lo que requerimos es un actor elocuente y un espectador que quiera serle cómplice. De modo que tú y yo, hoy, podemos ponernos de acuerdo en, pasado mañana, representar algo que nos importe en esta plaza. O pedir permiso al dueño de este bar y decirle: a determinada hora vamos a hacer aquí una representación. En su extraordinaria simplicidad, el teatro es extraordinariamente poderoso. Y por tanto, puede reaccionar con extraordinaria elasticidad a las tensiones del momento. Y luego ocurre que el teatro es el arte político por excelencia, porque es asamblea. No en balde, cuando uno va a Atenas o a Epidauro, uno observa que la forma del teatro es muy semejante a la de un parlamente, donde uno se pone a hablar delante de otros que lo están viendo. Entonces, creo que no es extraño que gentes del teatro hayan utilizado este viejo arte que, por otro lado, es un arte definitivo, no es un arte anticuado. Es un arte que tiene una forma definitiva porque depende de eso, del pacto que se establece entre un actor elocuente y un actor que le es cómplice, que quiere creer, que acepta creer que el otro es lo que finge ser –de algo tan elemental depende el pacto teatral y el hecho mismo del teatro. No es extraño que haya gentes del teatro que hayan encontrado en él su modo de conversar y de provocar conversación, y que haya espectadores, gentes, que hayan reconocido en el teatro ese lugar donde se puede hablar de cosas que quizá no encuentran en otros espacios. Y además, hacerlo junto a otros, porque en el teatro nos emocionamos con otros, reímos con otros, o contra otros –en el teatro a veces también nos reímos contra el otro, o nos preguntamos por la risa del otro, porque se ríe de algo que no debería provocar risa—, hacemos realmente una experiencia compartida. El teatro teje, crea trama social, de modo que no es extraño que el teatro acuse de un modo u otro las tensiones del momento. Y, por otro lado, eso está en una tradición que no arranca solo en el Bertolt Brecht de Terror y miseria en el Tercer Reich, hay un teatro político que es el de Woyzeck o La muerte de Danton, de Büchner, pueden ser entendidas como obras políticas, e incluso puede ser entendida como una obra política la Antígona de Sófocles, que están en esa tensión entre un Creonte que quiere defender el monólogo, la forma monologal de la ciudad, y esa Antígona que de algún modo quiere abrir el monólogo y romperlo y que se escuchen otras voces. Ahí ya hay una tensión política que el espectador de su tiempo de algún modo reconocería.

Precisamente esas cualidades con las que define al teatro: su elasticidad, su simplicidad… parece que, ahora, irónicamente, son las que lo están matando. Ante la falta de medios, ahora hay muchas representaciones que se hacen con solo una o dos personas sobre el escenario, sin escenografías… y eso como trasfondo manda un mensaje, que es que no hacen faltan esos medios.

Hay un riesgo evidente de amateurización, de que un trabajo que puede ser tan importante, sin embargo no esté abrigado de la dignidad necesaria. Entonces sí que es importante recordar que fenómenos como, por mencionar ejemplos de grandes empresas teatrales en el siglo XX, como el teatro de Bertolt Brecht o el teatro de Tadeusz Kantor, por ejemplo, pues fueron de algún modo también sostenidos por unas condiciones materiales que le fueron ofrecidas a esos creadores precisamente para que pudiesen trabajar con una tranquilidad y una dignidad y, por tanto, con una ambición. Es decir, que siendo cierto que el teatro es fundamentalmente un arte de la imaginación, y lo que requiere fundamentalmente es un actor que suscite la imaginación cómplice del espectador, y siendo cierto también que en muchas ocasiones menos es más, y que precisamente las escenografías opulentas o un despliegue tecnológico no hacen más rico el hecho teatral, sino al contrario, también no lo es menos que, cuando a los profesionales se les da unas condiciones para trabajar con una tranquilidad y con una dignidad, también para exhibir sus trabajos, es toda la sociedad la que es beneficiada. Yo una y otra vez intento recordar que es importante no incurrir en la victimización del artista. En una sociedad como esta creo que hay que evitar discursos victimistas del tipo 'no nos ayudan', 'no nos apoyan', pero sin embargo hay que reivindicar desde la ciudadanía el hecho de que cuanto más rico, cuanto más dignas son las condiciones en que trabajan los artistas del teatro, tanto más rica es también esa sociedad. Habría de ser el ciudadano el que reclamase que se diese a los creadores teatrales no privilegios, sino unas condiciones de trabajo dignas, y unas condiciones también de exhibición. Recordemos el ejemplo de La Barraca, que es un ejemplo no solo de una aventura artística fascinante, sino también un gran ejemplo de una política cultural en que se encontraron unos políticos sensatos, y con un sentido, por qué no decirlo, patriótico y de Estado, y unos artistas asimismo responsables. Es decir, cuando a García Lorca se le encarga que ponga en marcha La Barraca, de algún modo lo que se le está pidiendo es: 'Lleva el teatro, y por tanto, lleva la cultura, lleva la reflexión, a lugares donde no es conocido'. Y no se trataba de entretener a la gente en las aldeas, sino precisamente enfrentarlas a un teatro de máxima categoría. Y eso se puso en manos de un creador importante como García Lorca y se le ofrecieron unas condiciones para que él y sus compañeros de aventura hiciesen su trabajo con dignidad. La de La Barraca es una gran aventura española, una aventura que hay que reivindicar y reconocer como ejemplar. De cómo en un cierto momento políticos responsables se encuentran con artistas, no porque se busque privilegiar a esos artistas, sino por amor a la gente, de algún modo, y por respeto a la sociedad. Entonces, el hecho de que ahora sea más difícil que hace unos años que en muchos lugares de España se vean espectáculos notables, bien porque los Ayuntamientos están empobrecidos, o bien porque el Gobierno ataca el teatro con un gravamen impositivo delirante, con el que somos líderes absolutos en Europa, pues eso no solo hace daño al tejido teatral, hace daño a la ciudadanía. Es un ataque a la ciudadanía finalmente. Decir que hay menos teatro en una ciudad, así como decir que hay menos arte, menos exposiciones y menos música, y menos hechos, bienes culturales que compartir, eso quiere decir que estamos hablando de una ciudad menos imaginativa, menos crítica, menos preparada para la resistencia.

Siendo un autor reconocido como usted, que se encuentra en una situación, digamos, más privilegiada que otros, ¿con qué problemas se enfrenta?

Mi primer problema es escribir mejor. Y tengo que decir primero que siento una enorme gratitud hacia los editores de La Uña Rota, porque contra viento y marea ellos se han lanzado a esta aventura, que en principio parecería suicida: si es difícil editar, tanto más editar teatro y editarlo con este cuidado con que lo han hecho, y además cuidando tanto el libro, proponiendo a Daniel Montero Galán que haga una portada y unos dibujos que a mi juicio completan el libro. Pero es cierto que el libro contiene en buena medida textos que ya habían sido editados antes en versiones anteriores. Y si yo permanentemente peleo con mis propios textos es porque siento que finalmente lo que ahí publico es de algún modo un borrador, un esbozo, por mucho que haya trabajado en ellos, y aunque esos textos hayan sido publicados e incluso puestos en escena, algunos de ellos varias veces, no dejan de ser borradores, esbozos, de los textos que yo desearía escribir. Mi primer problema es cómo escribir mejor, cómo conseguir escribir textos que al mismo tiempo sean más complejos y claros, que sean desafiantes, que sean interesantes, que entreguen belleza a la gente, que desestabilicen… Entonces, siento que mis textos son limitados y mi primer problema es ese, el de cómo combatir contra mis propias insuficiencias, contra mis ignorancias y mis límites. Luego, por otro lado, en los últimos años hice lo que algunos llaman dar un salto a la dirección, aunque en realidad yo no considero que haya tal salto, porque de algún modo dirigir es escribir de otro modo. El espectador es un lector, y lo que hace el director es proponerle unos signos a leer, esos signos están en el espacio y en el tiempo. Yo he tenido la suerte de contar con cómplices, como son Clara Sanchis, Pedro Miguel Martínez y ahora Daniel Albaladejo, que me han ayudado mucho, y han sido los mejores cómplices que yo pudiera desear para llevar adelante esta puesta en escena, junto a otros, como el escenógrafo Alejandro Andújar, el músico Jesús Rueda, el iluminador, Miguel Ángel Camacho, y desde luego la productora, Susana Rubio. Y quiero continuar dirigiendo, y ahí sí encuentro como todos unas dificultades. Quiero montar en escena dos obras mías, una que se llama Reikiavik y otra que se llama Los Yugoslavos, y ahí encuentro los problemas que otros encuentran, primero para llevar adelante la producción, en la medida en que no es fácil hacer teatro, en el sentido de que no es fácil ser capaz de generar un proceso en el que asegures a los actores unas condiciones dignas de trabajo, y luego que puedas de algún modo anticipar que ese trabajo va a ser mostrado en unas condiciones dignas de exhibición y luego de distribución. Entonces es ahí cuando uno, digamos, hace el salto del papel a esa reunión con otros, se encuentra con las dificultades materiales que tiene hoy hacer teatro en España. Y de hecho, yo descubre esas dificultades pero al mismo tiempo siento que soy un privilegiado y me siento bien acompañado, y siento que otros lo tienen mucho más difícil que yo.

¿En qué lugar ve enmarcada su obra dentro de la producción contemporánea en España?

Juan Mayorga y las gafas del asombro

Juan Mayorga y las gafas del asombro

Me sería difícil decir. Yo siento que mis referentes son los griegos, y es el teatro áureo, y es el teatro shakespeariano, y lo son también esos grandes autores del realismo y de su crisis del siglo XIX como son Ibsen, Strindberg, por supuesto Chéjov, y antes que ellos el gran Georg Büchner, a quien tuve el honor de versionar en Woyzeck… Y luego, esa vanguardia española de los años 30… y desde luego Brecht. Y finalmente me interesan autores como Heiner Müller y Tadeusz Kantor… Y entre los creadores contemporáneos me interesa mucho Brook, me interesa un director como Donnellan, me interesa también Lepage, me interesa Mouawad… Todos ellos quieren hacer un teatro exigente, que es un teatro de cultura, no un teatro culturalista, sino un teatro de cultura, un teatro de arte, pero al mismo tiempo un teatro popular. Y llama la atención que el gran sueño de la vanguardia española –y pensemos en Lorca— es hacer al mismo tiempo un teatro exigente y popular, es decir, un teatro que converse con la sociedad, no un teatro hermético, críptico, sino un teatro que realmente converse con la gente en general. Yo quiero hacer un teatro que interese a todos, y al mismo tiempo no quiero obedecer a los lugares comunes de mi época. El teatro griego era un teatro popular, y el shakespeariano y el de Calderón también lo eran. Y al mismo tiempo, sus piezas tienen tantos niveles de lectura como receptores. Estoy recordando aquello de los 46 niveles de lectura de la Cábala. De algún modo, precisamente ese es el desafío: conversar con todo, y al mismo tiempo desafiar a todos, no obedecerlos, no escribir tratándolos como meros consumidores que van al teatro a encontrarse con aquello que desean, sino precisamente, defraudar sus deseos, entregarles algo que no esperaban, que puede ser una pregunta problemática, pero que también puede ser un relámpago de belleza, porque también la belleza puede desestabilizar nuestras vidas, es decir, el teatro puede ser crítico suspendiéndonos ante una pregunta para la que no tenemos respuesta, pero también mostrándonos cuán bella y honda puede ser la vida, lo cual puede hacernos preguntarnos si estamos viviendo a la altura de esa plenitud que nos ha sido dada con la vida.

Sé que quienes os dedicáis al teatro estáis convencidos de que, pase lo que pase, ya sean recortes o cualquier otra cosa, el teatro nunca morirá. Pero en esta sociedad en la que ya ni siquiera nos molestamos en mantener el contacto por teléfono, que ni siquiera es un contacto directo, ¿de verdad no corre el riesgo el teatro de acabar convertido en una película?

Precisamente por eso. En principio hubiera podido parecer, y algunos pudieron temer eso, que las pantallas arrasasen la experiencia teatral, y lo que han hecho finalmente es revalorizarla. Creo que al menos por dos razones: primero, porque hay lo que podríamos llamar una nostalgia de la imaginación, es decir, las pantallas entregan imágenes saturadas, extraordinarias, y que el espectador consume fabricadas por el director y por una industria cultural que trabaja sobre datos estadísticos. Por ejemplo, es muy interesante ver todas estas distopías de adolescentes, tales como Divergente, El corredor del laberinto, o Los juegos del hambre. Sería muy interesante comentarlas por muy distintas razones porque, ¿qué reflejan sobre la adolescencia? Nos presentan una y otra vez a adolescentes manipulados que son obligados a enfrentarse unos con otros y que son obligados no solo a combatir con monstruos feroces, sino incluso a tomar terribles decisiones morales tales como el sacrificio de otro adolescente, y creo que esa refleja la tremenda tensión a la que probablemente se somete a los muchachos hoy. Esas películas, y otras muchas, no son realmente obras de un autor, sino el reflejo de cómo la industria cultural responde a deseos detectados o que son inducidos muchas veces a través de algoritmos matemáticos. Esto por poner un ejemplo de lo que hoy buena parte de la industria del cine y de los audiovisuales, ofrecen. Nos ofrecen imágenes prefabricadas, exuberantes, mientras que el teatro propone algo tan elemental como volver a imaginar. Y sin eso, no existe. Yo he tenido algunas experiencias formidables, por ejemplo cuando actores tan grandes como Pedro Casablanc han representado a Copito de Nieve, o Carmen Machi ha representado a la tortuga de Darwin. Evidentemente no son Copito ni son Harriet la tortuga, y sin embargo esos actores elocuentes son capaces de hacer que el espectador desee durante un rato que ellos sean Copito y la tortuga. Y finalmente, todo lo pone la imaginación del espectador. Entonces, el teatro es un lugar donde imaginar, y esa es una fuerza extraordinaria.

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