Libros

Maneras de crecer en la sombra

Fotografía de la ficha policial de Emma Goldman (1901).

Aquella intrahistoria de la que hablaba Miguel de Unamuno, la de la tradición que no se mueve y que hace de “decorado” de la historia de verdad; pero también la otra, la que se refiere en su acepción a la gente que no obtuvo su justo espacio en las enciclopedias, podría complementarse con otra historia más, la del medio. Una interhistoria. La de hombres –y sí, también mujeres, y muchas-, que hicieron y vivieron en el permanente claroscuro, a ratos en la cresta de la ola y a ratos en el fondo del pozo.

Dos recientes publicaciones coinciden en recoger los relatos vitales de dos de esas protagonistas en la sombra, mujeres moldeadas a golpe de una época de cambios que, de manera directa o a través de su influjo en los otros, definieron las formas del pasado siglo XX. Hablamos de Viviendo mi vida (Capitán Swing), la primera parte (de dos) de la autobiografía de Emma Goldman; y Una mujer con atributos (Lumen), un volumen con los dos primeros capítulos (de tres) de las memorias de Lillian Hellman, titulados Una mujer inacabada y Pentimento.

Ambos concentrados en el propio recuerdo de las vidas de estas mujeres, los libros en cuestión se aproximan a la historia contemporánea desde dos perspectivas divergentes –la de una activista anarquista y la de una dramaturga y escritora- para llegar a un mismo destino: existencias vividas entre claroscuros, siempre inmersas en una relación de ida y vuelta entre política y literatura.

De origen judío, siempre en contacto con las más grandes personalidades de su época, de temperamentos arrolladores, las dos fueron castigadas por sus “tendencias de izquierda”. Más allá de sus muchas diferencias, tuvieron, además, otro punto en común: su participación en la Guerra Civil española que, en el caso de Viviendo mi vida, queda como un episodio de la biografía de Goldman a publicar en la próxima entrega.

La costurera anarquista

Una mujer divorciada, de 20 años, con cinco dólares en el bolsillo y en la mano una pequeña maleta y una máquina de coser, “que me ayudaría a ser independiente”. Era el 15 de agosto de 1889, y Emma Goldman (1869-1940) llegaba junto a su hermana Helena a Nueva York. Antes había vivido en la ciudad estadounidense de Rochester, adonde llegó desde su natal Lituania, entonces parte del imperio ruso.

Hija de un padre temperamental y despótico, en un principio apoyó la incipiente revolución bolchevique, aunque pronto receló y se desmarcó de sus aspiraciones. “La historia humana al completo”, señaló posteriormente, “es una prueba continua de la máxima de que despojar los métodos de conceptos éticos significa sumergirse en lo más hondo de la profunda desmoralización”.

Uno de sus primeros contactos en Nueva York, el director de la revista anarquista en alemán Freiheit (Libertad), Johann Most, sería a la vez uno de los cinceles para modelar la activista en la que Goldman estaba por convertirse. “Lo personal no era importante”, escribió con respecto a aquellos primeros tiempos en el país americano. “Solo la Causa era importante. Luchar contra la injusticia y la explotación era lo importante”.

Dedicada a promover el ideal anarquista a través de la llamada propaganda por el hecho, que viene a decir que uno debe comulgar con lo que predica, aquella revista de Most sirvió de inspiración para que Alexander Sasha BerkmanSasha , otro de los grandes soportes, además de amante, de Goldman, intentara asesinar al empresario Henry Clay Frick. La defensa pública que la activista llevó a cabo respecto a aquel atentado fallido sería la causa de una de sus varias

estancias en prisión, a la postre su proclamada escuela de la vida.

“Me llevaron ante una celadora jefe, una mujer alta con cara impasible”, recuerda Goldman en sus memorias, publicadas por primera vez en 1931, sobre su primer día en la cárcel. “Empezó apuntando mi historial. '¿Qué religión?', fue su primera pregunta. 'Ninguna, soy atea'. 'El ateísmo está prohibido, tendrás que ir a la iglesia. Le contesté que de ninguna manera. No creía en nada de lo que sostenía la iglesia, y como no era una hipócrita, no iría. Además, mi familia era judía. ¿Había una sinagoga?”.

Anarquismo y ateísmo, en efecto, se conjugaron en la persona de aquella rusa judía con su otra gran batalla, la del feminismo. En sus numerosas y legendarias arengas y, por escrito, en parte a través de la revista mensual que fundó en 1906, Mother Earth, la agitadora social clamó con bravura por asuntos hoy aún irresolutos como la contracepción, la libertad sexual o la emancipación de las mujeres.

Escritora de numerosos ensayos y varios libros, como El significado social del drama moderno o Mi desilusión con Rusia, combinó la actividad literaria con el activismo de manera intrincada y profunda. “La exigencia de unos derechos igualitarios en cada vocación de la vida es justa y necesaria; pero, en cualquier caso, el más fundamental de los derechos es el derecho a amar y ser amado”, escribió. Antes de su muerte en 1940, aún tuvo tiempo de viajar a España, donde apoyó al movimiento anarquista.

Aunque eso es otra historia, la del siguiente volumen.

'Bruja' para el macartismo

Lillian Hellman (1905-1984), dramaturga y guionista de cine nacida en Nueva Orleans, EEUU, también visitó la España en guerra, donde apoyó la labor de las Brigadas Internacionales. Antes, en 1931, se había aliado con el hispanófilo Ernest Hemingway para escribir el guion de la película La tierra española, con la que se recaudaron fondos para la causa republicana. Bajo los bombardeos, en el año 1937, visitó la ciudad de Madrid, de cuyos destinos informó a través de una radio estadounidense en su otra faceta, la de periodista.

No fue esta, en cualquier caso, la única ocasión en la que Hellman se involucraría en causas políticas, siendo como fue una de los muchos represaliados en la caza de brujas anticomunista emprendida por el macartismo en la primera mitad de la década de los cincuenta. Durante la II Guerra Mundial, también participó en el movimiento de resistencia contra los nazis, tanto en Austria como en Alemania.

“Fue una mujer con carácter, como se decía antes, de convicciones firmes defendidas hasta la terquedad. Nada de relativismos morales”, apunta la exministra de Cultura Ángeles González-Sinde, que firma el prólogo de la obra, donde recuerda que su padre, el director José María González-Sinde, conoció y apreció a la autora estadounidense. “En 1952, ante el Comité de Actividades Antiamericanas, declaró sin dudarlo: 'No puedo recortar mi conciencia para ajustarla a la moda de este año".

"Me gusta el símil, tan femenino, de modista", prosigue la también cineasta y escritora. "Si Hellman podía trivializar lo serio es porque se tomaba muy en serio lo cotidiano”. Autora de obras teatrales como La loba, La calumnia o The Little Foxes (en la que se basó una película de 1941 del mismo nombre, igual que la oscarizada cinta de 1977 Julia se basó en su Pentimento), Hellman fue además la compañera del escritor de novela negra Dashiell Hammet, con quien convivió intermitentemente durante más de tres décadas hasta su muerte.

Después de haber sido condenada al ostracismo cultural durante décadas, en 1976 fue recibida en la ceremonia de los premios de la Academia de Hollywood con una larga ovación, compensación, quizá, por sus largos años en la sombra. “No me arrepiento de aquel periodo”, dijo ella, subida sobre el escenario.

“Quizá no sea posible cuando sobrevives, pero lo cierto es que siento un placer travieso al ser devuelta a la respetabilidad, al comprender en toda su expresión que la generación más joven que pidió que estuviera aquí esta noche buscaba con esa invitación algo más que mi nombre o mi historia”.

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