Literatura

El ataúd vacío del poema

Contra el olvido. Una memoria fotográfica de Palestina antes de la Nakba, que llega a Madrid

Gran parte de su trabajo literario ha girado en torno a la transparencia, a la búsqueda de una "palabra civil", a tratar "con rigor el lenguaje de todos". Luis García Montero es fiel a sí mismo incluso en la leve digresión que supone su nuevo poemario, Balada en la muerte de la poesía (Visor), un título que nada un poco más allá de las aguas conocidas por el escritor granadino. Lo abre un verso de su maestro Jaime Gil de Biedma, tan escueto que casi podría ser una frase captada de milagro por la calle: "No es el mío este tiempo". 

Las palabras, sacadas de "De senectute" (Poemas póstumos) contradicen el ritmo del escritor. Además del poemario, estrena Lecciones de poesía para niñas y niños inquietos, un acercamiento al género desde la infancia, y alterna sus clases en la Universidad de Granada con la preparación de otro ensayo, tras Un velero bergantín (Visor, 2014). A su participación en política —fue candidato a la presidencia de la Comunidad de Madrid por Izquierda Unida en 2015— se suma su presencia constante en recitales y presentaciones, propias pero sobre todo de amigos. Tampoco parece que se le traben las palabras: en los últimos años ha encandenado poemarios (la antología Poesía completa en 2015, Un invierno propio, Vista cansada...), novelas (Alguien dice tu nombre, No me cuentes tu vida...) y artículos en infoLibre. Y sin embargo, ahí está la cita: "No es el mío este tiempo". 

"Quería sumarme a una de las tradiciones de la poesía contemporánea desde el siglo XIX que resumió bien Brecht en su poema 'Malos tiempos para la lírica", explica el escritor en una cafetería de su barrio, en Chamberí.  Al título que inmortalizó Golpes Bajos siguen, entre otros, estos versos: "En mí combaten/ el entusiasmo por el manzano en flor/ y el horror por los discursos del pintor de brocha gorda./ Pero solo esto último/ me impulsa a escribir". García Montero se explica con la misma claridad: "La sociedad utilitaria solo le da valor a lo que convierte de inmediato en mercancía, y deja al margen cualquier mirada sobre la realidad que tenga que ver con lo que para mí es la poesía, que es una búsqueda de la verdad y la dignidad humana".

No es extraño que alguien que escribía "porque el futuro no está en los trajes espaciales ni en los milagros mágicos de la ficción científica, sino en la fórmula que acabe con nuestras propias miserias" allá por 1983 se sienta traicionado por este 2016 que se parece tanto a ciertos momentos negros del siglo XX. "Uno asiste cada día a ver cómo se humilla la condición humana en las fronteras, cómo se impone la mentira en el discurso político…", denuncia. Cómo mirar hacia otro lado para pensar en versos. O, como escribió Brecht: "Las barcas verdes y las velas alegres del Sund/ no las veo. De todas las cosas, solo veo la gigantesca red del pescador". "Uno cree que la poesía se está quedando sin aire y está viviendo en un planeta que no es el suyo", dice García Montero mientras apura el café.

En este poemario de ritmo más largo, escrito en prosa poética, es el relato de un fallecimiento y un duelo que comienza con un "urgente": "La poesía ha muerto, dice. Una pantalla de televisión siempre repite lo que dice. Once segundos, como un endecasílabo, y ya parece una noticia vieja".  No ha sido una muerte violenta, sino por desgaste ("Las cosas se ven venir: una fatalidad, un destino agotado"). Y el libro se sucede por el tanatorio, las necrológicas, el entierro. El tono es grave pero sereno, como de alguien que acepta un dolor. Y al final, luz. Porque, al final, el poeta escribe de nuevo: "A puerta cerrada, abro un cuaderno, le pido un esfuerzo a la tinta y a los desfiladeros, me doblo y me desdoblo para estar a la altura de todo lo tachado...".

El silencio de la casa después de visitar el cementerio contrasta con el bullicio de la cafetería y el súbito optimismo del poeta: "Yo siempre repito que lo peor de todo es convertirse en un viejo cascarrabias, creer que cualquier tiempo pasado fue mejor". Siente que este siglo XXI le "desborda" y sabe que "los protagonistas tienen que ser ya gente más joven". "Pero al mismo tiempo uno quiere colaborar con los jóvenes, sobre todo diciendo que hay principios que deberían ser mantenidos, que hay historias que es importante contar, que no hay que perder la memoria…", matiza. 

La estrecha relación de su generación —la de La otra sentimentalidad fundada allá por 1983 con Javier Egea y Álvaro Salvador, y que se extendió en algo con menos nombre y más participantes: Felipe Benítez Reyes, Benjamín Prado, Carlos Marzal...— con sus maestros —Rafael Alberti, Gil de Biedma, Francisco Brines, Antonio Machado...— tiene una réplica ahora: "He tenido la suerte de tener una relación de amistad con los maestros. Pero hay una suerte mayor, que es la de tener gente joven a la que admirar. Porque cuando piensas que esto ya no tiene sentido, hay gente que te enseña cosas nuevas". Nombra a Antonio Lucas, Fernando Valverde, Abraham Gragera, Carlos Pardo, Raquel Lanseros... Lo hace con cariño. 

Las preguntas del Fénix

Las preguntas del Fénix

Aunque acepta que quizás ellos tengan que batallar con más fiereza con sus mayores. El abrazo de su generación a una cierta parte de la anterior fue especialmente amistoso. La necesidad de matar al padre quedó eclipsada por la situación política española. "Los poetas que uno quería habían tenido una suerte desgraciada, y hablar mal del pasado estaba fuera de lugar, porque teníamos que hacerlo desde la melancolía", recuerda. Machado y Cernuda habían muerto en el exilio, Lorca —el poeta lo identifica como su primera fascinación literaria— había sido asesinado, Alberti había tardado años en regresar... A los padres perdidos no había que matarlos, sino adoptarlos: "Tuve el sentimiento de que la poesía es un flujo a largo plazo, que heredamos una tradición, y que es una tontería creer que uno va a nacer de la nada".

Lo de morir (creativamente) sobrevuela inevitablemente la conversación. Él mismo recuerda que su maestro Gil de Biedma ("¡Parece mentira que hayan pasado 25 años de su muerte!") renunció a escribir antes que a respirar.  Lo dejó en su diario en 1978: "Escribir ya no me es necesario. Nada más triste que saber que uno sabe escribir, pero que no necesita decir nada de particular, nada en particular, ni a los demás ni a sí mismo. Vale". García Montero habla con placer de cómo interpreta él esa muerte literaria. La poesía, explica, surge para Gil de Biedma como parte de la construcción de una identidad sobre los pilares del deseo y del compromiso político. La aceptación de su homosexualidad y la distancia con aquel joven que buscaba la transformación social hacen que su yo poético se "rompa". "Él decía que le sonaba a falso seguir escribiendo como ese personaje que ya no sentía. Yo creo que eso los poetas nos lo planteamos constantemente", dice el granadino.

¿Hay que temer, entonces, por la salud de su yo poético? "Cuando uno es Rimbaud o uno es Jaime, puede permitirse el lujo de callarse. Pero hay mucha gente, que si nos callamos, nuestro silencio va a pasar completamente desapercibido", dice, con sorna. Acepta, eso sí, que cada vez le es más dificultoso encontrar sus versos. Teme repetirse: "Utilizar las cosas que han tenido éxito para escribir el mismo poema siempre me distanciaría de mí mismo". Por eso la incursión, con el nuevo poemario, en terrenos menos transitados. No se trata de reinventarse, dice, para correr hacia lo nuevo ("Eso sería de saltimbanquis"), sino para volver a su espacio con nuevas herramientas. Para regresar a casa, tomar un cuaderno, y volver a escribir. 

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