PORTADA DE MAÑANA
Ver
La sombra de ETA sacude la campaña al alza de EH Bildu

Literatura

Los obreros irlandeses que sólo sabían leer el mar, el cielo y el viento

Los obreros irlandeses que sólo sabían leer el mar, el cielo y el viento

Cuando el joven protagonista de Sabía leer el cielo dejó su aldea en Irlanda para emigrar al fructífero Reino Unido sabía hacer muchas cosas: remendar redes, techar con paja, leer el cielo y el viento, sembrar patatas, cantarle a una vaca mientras la ordeñaba. Eran cosas de campo que podía ejecutar con maestría, pero desconocía otras tantas que empezarían a ser cotidianas en el Londres al que llegó. No sabía, por ejemplo, llevar reloj, invitar a una mujer a pasear o recordar las rutas de los autobuses. Su historia, aunque novelada, fue la de las decenas de emigrantes irlandeses que abandonaron su hogar para construir carreteras, puentes, edificios y todas las infraestructuras que demandaba un galopante capitalismo.

La editorial Pepitas de Calabaza acaba de publicar por primera vez en español esta novela del escritor norteamericano Timothy O'Grady que, a través de una historia particular, evoca la experiencia de la emigración irlandesa durante la segunda mitad del siglo XX. El germen de la historia de O'Grady fueron una serie de imágenes que el prestigioso fotógrafo Steve Pyke, miembro del equipo de la revista The New Yorker, tomó en Irlanda durante años. Pyke registró paisajes con neblina, detalles de puertas, rostros de varias generaciones de mujeres, un par de amigos tocando el acordeón, primeros planos de unas manos ajadas por el trabajo en el campo...

Publicado originalmente en 1997, Sabía leer el cielo pronto se convirtió en un relato fundamental sobre el desarraigo. Le ayudó el aval de John Berger, que firma el prólogo; y que el lirismo y la crudeza del relato de O'Grady fueron plasmados posteriormente en una película de la directora británica Nichola Bruce (con un título homónimo) y en la canción Mighty Man de Mark Knopfler.

O'Grady aceptó el encargo de poner palabras a las fotografías de Pyke sin saber cómo afrontaría el reto. “No quería hacer un ensayo con decoración, quería hacer un libro en el que las fotos y las palabras tuvieran un sentido auténtico”, explica el autor antes de la presentación del libro en Madrid. En la mente de O'Grady, nacido en Chicago, pero que ha vivido la mayor parte del tiempo en Europa (en España, Irlanda, Reino Unido y Polonia), se le acumulaban las historias por contar. Durante los 20 años que vivió en Londres visitó con frecuencia los círculos de emigrantes irlandeses, entabló amistad con muchos de ellos, incluso frecuentaba las residencias en las que agotaban sus días los campesinos que habían desembarcado en la isla para trabajar. “Leía los anuncios en The Irish Post donde la gente pedía información sobre hermanos y hermanas desaparecidos entre las fauces de Inglaterra”, escribió acerca de un trabajo que se volvió casi obsesivo. De alguna manera, para el escritor también era una forma de mirar a su propio pasado, ya que sus abuelos habían emigrado años atrás desde la Irlanda rural a las grandes ciudades del otro lado del charco. “A los irlandeses les fue mejor en Estados Unidos que en el Reino Unido, donde había muchos prejuicios, racismo y rabia contra ellos”, reconoce.

Durante el largo proceso en el que intentaba darle forma al libro, el escritor tuvo presente el trabajo de John Berger “que había combinado palabras y fotos de manera más interesante que cualquier otro escritor”, dice O'Grady, que no oculta su admiración. Berger, uno de los más polifacéticos e influyentes pensadores británicos de las últimas décadas, había abordado el tema de los expatriados, la memoria y la clase trabajadora en El séptimo hombre, un referente sobre la materia que recientemente ha reeditado en España Capitán Swing. Su filosofía coincide con la de O' Grady: “Los emigrantes no emigran en calidad de hombres, sino en calidad de maquinistas, barrenderos, poceros […]. Para convertirse de nuevo en hombre (esposo, padre, ciudadano, patriota), el emigrante debe regresar a su lugar de origen. Al lugar del que se marchó porque en él no tenía futuro”. Berger habla sobre la inmortalidad del obrero emigrante: son siempre intercambiables, su única valía es su fuerza de trabajo.

Experto ya en la materia que lleva estudiando durante años, O'Grady explica que los movimientos migratorios descasan sobre capas de nostalgia y recuerdos, tanto por parte de quienes abandonan el hogar como los que se quedan. Cuando alguien se va, el ecosistema familiar se desmorona: se pierden los rituales, las cosas que dan sentido a un modo de vida. “Es una historia universal”, incide el autor, recordando de paso a los refugiados sirios, iraquíes o africanos. De esta manera, en Sabía leer el cielo hay espacio para la memoria la gente –“Martin pasará el último día en Irlanda matando todo lo que le rodea con la escopeta de papá”-; pero también para la huella que queda en los paisajes –“Los muros ennegrecidos en los que los soldados quemaron la casa de los O'Rourke. El campo de Dunleavy, al que llevaron al mendigo para fusilarlo”, escribe-.

Y entre toda esa mar de recuerdos, está la difícil tarea de adaptarse a nuevo mundo. Los emigrantes que llegaban a Inglaterra desde el país vecino se encontraron con un rechazo feroz: no sólo venían del campo, también eran irlandeses. La historia de conflictos entre ambos pueblos todavía pesaba demasiado. “Al menos, los irlandeses eran blancos; muchas veces los ingleses trataban peor los caribeños, asiáticos o los negros”, puntualiza O'Grady, “pero cuando en los setenta empezaron los atentados del IRA en Reino Unido, entonces también comenzó el odio hacia los irlandeses, que descendieron en la jerarquía de deprecio”. En ese contexto, según el relato del autor, los hombres sufrieron más que las mujeres: “Ellas se integraron mejor, eran más independientes y flexibles y no tenían un acceso tan fácil al alcohol. Vi muchos hombres que todo lo que hacían era trabajar y beber”, añade.

El repulsa hacia los irlandeses, recuerda el escritor, llegó a ser tan fuerte que en las casas que alquilaban habitaciones y hacían la comida para las decenas de obreros que llegaban a la capital británica, solían colocar señales en las que se advertía: “No irlandeses, no negros, no perros”. Quizás por la memoria colectiva que todavía no ha olvidado todo ese desprecio, O'Grady tiene la sensación de que a día de hoy “Irlanda es menos racista que Gran Bretaña”.

Más sobre este tema
stats