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Lengua

No tengo palabras, pero las tendré

«No tengo palabras», decimos, cuando lo que queremos enunciar es tan abrumador que no podemos expresarlo. O que en ese momento no las encontramos… tal vez porque no las hay.

«No hay ningún idioma natural que sea perfecto. Sólo son perfectos los idiomas artificiales, como el de la matemática, el de la música o el de la química. En cambio, todos los idiomas naturales son imperfectos: les faltan palabras, ya sea para explicar ciertos conceptos, para narrar algunos hechos o para expresar determinadas emociones», explica Virgilio Ortega, fanático de las palabras, autor de Palabradicción (y de Palabralogía, y de Palabrotalogía).

Y pone ejemplos. Te sorprenderá, me dice, que un idioma «tan fértil y tan extendido como el inglés no tenga la palabra "alfabetizar". Si buscas en un diccionario español-inglés "alfabetizar" no te da UNA palabra inglesa, sino que debes usar seis: 'to teach to read and write' ('enseñar a leer y escribir')». Otro ejemplo: los ingleses «no tienen UNA palabra sola para decir "los Reyes" como pareja: nunca podrán hablar en plural sobre 'the Kings' (¡a menos que formen una pareja gay!); sólo sobre "the Queen" o "the King". Y no pueden decir "mis tíos" como pareja, sino que deben recurrir a desdoblarlo en 'uncle and aunt' ('mi tío y mi tía')».

Pero nosotros, los hablantes del español, también tenemos carencias. Así, «necesitamos cuatro palabras para aludir al "dedo de la mano" y a ellos les basta con UNA: 'finger'; y nosotros necesitamos tres para decir "dedo del pie" y a ellos les sobra con UNA: 'toe'».

En cualquier caso, el idioma es un work in progress. Recuerda Ortega que cuando Nebrija publicó la primera gramática castellana en 1492, «no teníamos las palabras "maíz" o "patata", ni "barbacoa" o "chocolate", ni "hamaca" o "tabaco", simplemente porque aún no conocíamos esos objetos tan placenteros; y, por tanto, no necesitábamos ninguna palabra para designarlos». Eso sí, conocido el objeto buscamos una palabra para designarlo y o bien la importamos, o bien la creamos.

Sin embargo, otros huecos no han sido rellenados. «Cuando a un marido se le muere su esposa decimos que se queda "viudo" y cuando a un hijo se le mueren sus padres decimos que se queda "huérfano"; pero cuando a un padre se le muere un hijo, ¿cómo se queda? —pregunta Ortega—. Simplemente no hemos querido inventar una palabra para designar esa durísima situación. ¡Y eso que la mortalidad infantil era antes mucho más frecuente que ahora!». 

Dentro del ámbito familiar hay otro caso notorio: «si te digo que "he visto a mi abuelo", no sabrás a cuál de los cuatro he visto; en cambio, con UNA sola palabra un noruego te puede decir que ha visto a su "farfar" (el padre de su padre, cinco palabras) o a su "mormor" (la madre de la madre, otras cinco) o a su "farmor" (la madre de su padre, cinco) o "morfar" (el padre de la madre, cinco)».

No es de extrañar, entonces, que muchas veces, nos quedemos sin palabras. Afortunadamente, el genio del idioma es un duende laborioso y testarudo. Y cuando flaquea, cede los trastos a Luis Piedrahita.

Crear palabras

Piedrahita lleva un tiempo recapacitando sobre aquellos conceptos huérfanos de nombre e inventando nuevos términos para ellos.

¿Cómo podemos llamar a la situación de los viejecitos que están sentaditos en un parque, al sol y solitos? Soliedad.

¿Cómo podemos llamar a la mugre atrapada bajo las placas córneas de los dedos? Ruña.

¿Un ejercicio humorístico? Sin duda, pero también la pasión de un entusiasta del léxico.

«Mi gusto por las palabras viene de que considero que son la herramienta esencial para intercambiar el tesoro más valioso que tenemos, que son las ideas, que es el pensamiento, y que son los sentimientos —me dice—. Y el material, las piezas con las que uno construye una idea, un pensamiento, un argumento o un sentimiento son las palabras, es lo único que tenemos para compartir lo más valiosos que poseemos. Por eso siempre me han interesado, siempre me ha fascinado la gente que sabe expresarse bien, siempre me han deslumbrado esas personas que dejan muy clara la idea que tienen dentro».

Sucede que el material primero, las palabras, en ocasiones no están disponibles, sencillamente porque no existen. Y ahí es donde interviene Piedrahita, quien regularmente se asoma a La Ventana de la SER para proponernos un juego «sin pretensión ni académica, ni erudita ni siquiera docente: una discreta aventura del pensamiento donde nos lo pasamos bien buscando la palabra que da nombre a lo que sentimos». Él rastrea significados huérfanos de significante, busca cosas, situaciones, vivencias, emociones, sentimientos, objetos, personas o tipos de personas «que sean reconocibles pero que todavía no tengan una palabra que les dé nombre. Ahí yo juego, busco etimologías, trozos de otras palabras, piezas sueltas del cajón de las palabras para construir palabras nuevas. Pero es un juego, y no tiene ningún rigor académico».

A pesar de lo cual, piensa ya en dar a imprenta un diccionario de no menos de 300 términos, glosario que ha ido recopilando en la radio y que es materia nutricia de su espectáculo, Las amígdalas de mis amígdalas son mis amígdalas, que aterriza en Madrid la próxima semana.

Piedrahita sigue así la senda de otros grandes como Lewis Carroll, generador de «palabras maleta» cuyo poema sin sentido Jabberwocky está formado con palabras que contienen dos significados. Ramón Buckley lo tradujo como Fablistanón:

Borgotaba. Los viscoleantes toves,rijando en la solea, tadralaban...

Misébiles estaban los borgovesy algo momios los verdos bratchilbaban.

O José Luis Coll, que escribió un diccionario de palabras inventadas, algunas de las cuales se me antojan de enorme utilidad: «ABIERTAMIENTE. Que miente con toda franqueza y sin reserva».

O el filósofo francés Alain Finkielkraut quien, en su Petit fictionnaire illustré (Éditions du Seuil, 1981), ofrece (entre otras muchas) una palabra para nominar a lo que es triste como un sentimiento que se extiende del mismo modo que un árbol pierde sus hojas en el declive del año: «monotoño».

Piedrahita distingue entre «inventar una palabra para el chiste, al margen de que lo que vas a designar exista o no exista» y hacer lo que él hace, nominar «cosas que todos hemos vivido y que no tienen una palabra que les da nombre. Hay un chiste en la palabra pero, para mí, la parte bonita es la definición de la situación».

Son ejercicios no idénticos aunque emparentados, técnicas de inventar palabras que, cuando cuajan, pueden enriquecer el lenguaje. Que es de lo que se trata. Así, incluso si la academia no las admite, están incorporadas a nuestro lenguaje términos como:

Burrocracia.- f. Fig y fam. Influencia excesiva en los negocios del estado de las personas que desempeñan empleos públicos y son muy brutas e inciviles, a pesar de lo cual logran imprimir sus limitaciones al funcionamiento del sistema.

Catañol

.- 1. m. Catalán y Español. No viceversa. 2. f. m. Lengua resultante de la mezcla del idioma de Espriu y el de Cervantes. Véase también espanglish (ésta sí está en el diccionario), franglés o portuñol.

No hemos incorporado, y creo que deberíamos, el término «corderumbre», que podríamos definir como «mansedumbre (condición de manso) propia de los corderos» y que el recientemente fallecido Francisco Nieva utilizó en Pastiches de juventud. Y a Mafalda le encantaría «Sapotaje. Plato compuesto de un líquido alimenticio que es servido demasiado frío o demasiado caliente, de manera intencional y malévola, para arruinar el placer derivado de su degustación».

Aquí encontrarán más palabras de nuevo cuño, y desde luego no es el único sitio de la web donde se recogen.

Préstamos peninsulares

Es evidente que el castellano se ha nutrido, y sigue haciéndolo, del árabe y del hebreo; o de lenguas hermanas como el italiano, el portugués o el francés; o de otras más lejanas, como el inglés (cada vez más) o el alemán; «y de lenguas aún más alejadas en el tiempo (como el egipcio) o en el espacio (como las lenguas de la América precolombina)», señala Virgilio Ortega. Y añade: pero también de lenguas con las que compartimos territorio.

El euskera: «por ejemplo, la palabra "izquierda" no nos viene del latín 'sinistra', sino del vasco 'ezquerra'; y también tienen origen vasco nuestras palabras "aquelarre", "zamarra", "mochila", "pizarra", "muérdago" o "parranda". Cuando el Cid llama "Minaya" a Álvar Fáñez, le está llamando en vasco 'mi hermano' ("anaya" en euskera es 'hermano')".

El catalán: «"capicúa" ('cabeza y cola'), "alioli" ('ajo y aceite'), "gafas" (porque no son quevedos sueltos, sino que se 'agafan' o cogen a las orejas), "retablo" (porque está 'rera taula', detrás de la mesa del altar), "papel", "peseta", quizás "calle"... E incluso una palabra tan sacrosanta para nosotros como "quijote" ¡nos llega del catalán! No lo digo yo, lo dice la RAE en la entrada correspondiente: "Del cat. cuixot", que era la "pieza del arnés destinada a cubrir el muslo". Y de ahí la tomó el bromista Cervantes, tan aficionado él a los juegos de etimologías».

O el gallego, del que Ortega cita dos hermosas aportaciones, lamentablemente moribundas: «"galicinio" (el 'canto del gallo' cuando despunta el alba) y "lubricán" (cuando el crepúsculo ya no te permite distinguir si te acecha un lupus o un can, o sea, si te va a comer un lobo o te va a morder un perro)». Y con un deseo: «me gustaría pedirle prestada a los gallegos otra palabra: "luscofusco", que el Diccionario da Real Academia Galega define como "Momento del día, entre el día y la noche, en el que la luz desaparece casi por completo y las cosas se perciben como sombras"».

Import/Export

Conste, aunque sólo sea para mantener el orgullo léxico a un bien nivel, que del mismo modo que el castellano ha tomado prestadas muchas palabras, ha sido generoso suministrando vocabulario a otras lenguas.

«Te pondré algunos ejemplos: la "guerrilla" y los "guerrilleros"; o el molesto "mosquito" y el moderno "corralito"; tópicos como la "siesta" y la "fiesta"; comidas como las "tapas", la "tortilla" y la "paella"; bebidas como el cubano "daiquiri" o la española "sangría"; el odioso 'machismo', pero también la bella palabra "amigo"; el "torero" e incluso la exclamación "¡olé!". En muchos idiomas de todo el mundo esas palabras se dicen así, en español, con ligeros cambios o con ninguno. Pero hay otra palabra que me gustaría prestar a alguno de los muchos idiomas que no la tienen: la palabra "sobremesa". ¡Claro! Como no practican esa sana costumbre, tampoco tienen la palabra. Les podríamos prestar tanto la palabra... como, sobre todo, la costumbre».

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