FORO MILICIA Y DEMOCRACIA

Colombia en el corazón

Un colombiano vota en el referéndum del pasado domingo.

Fidel Gómez Rosa

Contra todo pronóstico, los votantes colombianos han dicho no al acuerdo de Paz en Colombia por un estrecho margen del 50,21% frente al 49,78%. El plebiscito ha contado con un 60% de abstención debido, entre otras circunstancias, a las condiciones meteorológicas del pasado domingo (paso del huracán Matthew). El resultado constituye un indiscutible fracaso del Gobierno del presidente Santos y por extensión de la comunidad internacional que, encabezada por Naciones Unidas, se había involucrado en este histórico acuerdo. El pacto alcanzado en La Habana, obtenido después de cuatro años de ardua negociación, queda en un limbo y la incertidumbre se apodera de Colombia en un asunto de extrema importancia.

La derecha colombiana, representada como máximo exponente por el expresidente Álvaro Uribe y su partido Centro Democrático, tumba el acuerdo de Paz con la guerrilla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia). La contaminación del fin del conflicto con la polarizada política interna colombiana ha sido finalmente letal para el refrendo del acuerdo de Paz. El protagonismo del presidente Juan Manuel Santos, haciendo del acuerdo la gran apuesta política de su mandato, ha llevado a la falaz identificación del con el presidente y del no con la oposición. La alineación contrapuesta observada entre el voto urbano y el rural, con un grado de formación y concienciación diversa en estos colectivos, ha coadyuvado también en el resultado final, estando la población urbana más implicada en la contienda política nacional y al mismo tiempo menos afectada directamente por el conflicto.

En la campaña del no, presidida por una colosal desinformación interesada, se ha despreciado la complejidad del acuerdo de Paz y se ha insistido con gran eficacia en la supuesta impunidad en que quedaban los guerrilleros. Una lectura de brocha gorda que no resiste un mínimo análisis. En efecto, el pacto, como no podía ser de otra forma, es fruto de una transacción de posiciones con el objetivo de alcanzar una paz irreversible. Los acuerdos, supervisados por Naciones Unidas y la Corte Penal Internacional, cuentan con las cautelas necesarias para garantizar el cese de las hostilidades y la integración de los guerrilleros en la sociedad. El recuerdo de la masacre de la Unión Patriótica –el asesinato sistemático de miles de candidatos de izquierda desmovilizados– ha pesado en las garantías de seguridad concedidas a los representantes políticos de la guerrilla.

El acuerdo aborda cuestiones de fondo, necesarias para una paz duradera. Una reforma rural que permita la vuelta de los campesinos desplazados con garantías no sólo de seguridad sino también de desarrollo del campo colombiano. La lucha contra el narcotráfico con inversiones en sustitución de cultivos y apoyo a la producción agropecuaria. Además, el acuerdo, lejos de la impunidad denunciada, establece la constitución de una Comisión de Esclarecimiento de la Verdad para asegurar un horizonte de justicia en la conclusión del conflicto. Se trata, por tanto, de unos acuerdos bien estructurados para conseguir la reconciliación nacional.

Es legítimo discrepar de algunos de los puntos acordados, pero es difícil defender la impugnación total del acuerdo cuando de lo que se trata de es de poner fin a más de medio siglo de sangrienta guerra civil. El proceso de La Habana, con los buenos oficios de Chile, Noruega y Venezuela como países facilitadores, es el primero que resulta exitoso después de los intentos fallidos de los gobiernos de Belisario Betancur en los años ochenta, de Ernesto Samper en los años noventa y de Andrés Pastrana en el año 2000. El convencimiento de las partes sobre la inviabilidad de una solución militar ha propiciado el clima adecuado para llegar a una salida negociada.

Para calibrar la complejidad del conflicto colombiano conviene recordar sus componentes y características. Es un conflicto intraestatal que, sostenido en el tiempo por la financiación procedente del tráfico de drogas, tiene su origen en el enfrentamiento histórico entre sectores sociales. La muerte en 1948 del caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán marca el comienzo de los primeros focos guerrilleros. En los años cincuenta se consolida el Pacto Nacional con el turno en el poder de los partidos liberal y conservador. La represión del movimiento obrero y campesino hace que la izquierda se sienta marginada por el sistema y opte por la resistencia armada.

El conflicto, nacido de causas políticas y sociales, evoluciona hacia la profesionalización en el crimen de los grupos armadas disidentes. En los años ochenta se incorporan como nuevo actor los grupos paramilitares, originados en las cloacas del Estado colombiano. El conflicto se desenvuelve en una sucesión de actos violentos de naturaleza terrorista y mafiosa –atentados indiscriminados, uso de armas no convencionales, eliminación del adversario político– que mantienen una guerra de tipo irregular. La intensidad y la degradación del conflicto se ha acentuado con el tiempo hasta estabilizarse en los últimos años.

¡Viva México, cabrones!

La falta de ratificación del acuerdo en el plebiscito del pasado domingo, aunque estrictamente sin carácter jurídico vinculante, supone un grave inconveniente político para la implementación de sus previsiones. Los negociadores de las FARC, en una muestra de madurez que debe valorarse, se han apresurado a confirmar su voluntad de mantener el cese de hostilidades. El Gobierno colombiano, impactado por un resultado inesperado, ha comenzado a preparar una estrategia para proponer la revisión de algunos puntos del acuerdo en coordinación con las fuerzas políticas que han propiciado la victoria del no en la consulta. En todo caso, el riesgo de que surjan sectores disidentes en las FARC ante eventuales nuevas condiciones es alto.

Colombia no puede permitirse una vuelta al pasado ni tampoco prolongar mucho tiempo la situación de incertidumbre que se abre tras la consulta en un asunto en el que está en juego el futuro de la nación. Cualquier eventual revisión de las condiciones pactadas debe afrontarse con la máxima celeridad por las partes negociadoras ya que millones de personas desplazadas y miles de guerrilleros esperan una respuesta. El riesgo de fragmentación política irreversible tanto en el campo gubernamental como en el guerrillero aumenta con el paso del tiempo y aconseja una decidida implicación de los organismos internacionales y naciones con capacidad de influencia sobre las partes en la resolución del conflicto.

En este sentido, hay que lamentar la ausencia de España entre los países facilitadores. España, como país de referencia dentro de la Comunidad Iberoamericana de Naciones, debe mostrar su disposición para facilitar el arreglo de este delicado –aunque todavía esperanzador– proceso de paz poniendo a disposición de las partes su afinidad cultural, experiencia –demostrada con éxito en los procesos centroamericanos de los años ochenta– y recursos diplomáticos, judiciales, administrativos o militares. Colombia hoy está en el corazón de todos los españoles.

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