Foro Milicia y Democracia

Este muchacho (Suárez) nos va a oír

Ernesto Valderrey

¡Este muchacho nos va a oír! Con estas palabras, dicen que un capitán general se preparaba para cantarle las cuarenta al nuevo presidente, aprovechando que el 8 de septiembre de 1976 convocaba a la cúpula militar para explicarles la Reforma Política.

El otoño, esta vez, no lo iban a calentar, las movilizaciones del movimiento obrero, sino algunos generales ultras, alentados, eso sí, por un ex ministro de Franco y con un valioso caballo de Troya dentro del Gobierno: el vicepresidente primero, teniente general De Santiago.

Los recelos, cuando no abierto malestar de algunos tenientes generales, eran previsibles, pues la Reforma, en la versión Suárez, tomaba un rumbo muy alejado de sus deseos, una mínima reforma del Régimen al cambiar el Jefe del Estado.

Pero por el flanco militar del gobierno, el presidente puede estar tranquilo, pues, además del paraguas del Rey, los ministros militares no cuestionan las primeras y rotundas medidas que se toma y que dejan claro hacia dónde se va, aunque sea De la Ley a la Ley, por la Ley: reforma del Código Penal (que abre la puerta los partidos), declaración programática gubernamental y una amnistía, insuficiente, pero que excarcela a la mayoría de los presos políticos. No hay excusa para no ver el alcance del cambio y en consecuencia, seguir o dimitir. O aguantar desde dentro para intentar frenarlas “solo o en compañía de otros”. El único que expresa sus reservas es el vicepresidente primero, teniente general De Santiago.

El ruido, entonces, se escuchaba en Las Cortes, con las voces discrepantes de la mayor parte de los generales miembros de la Cámara, pero ya sin mando efectivo. Y también en los medios de comunicación, con expresiones de recelo por parte de estos o de otros militares. Pero el Ejército, todavía, no había exteriorizado su posible malestar.

Lo que sí hay, ya desde el anterior Gobierno Arias y ahora con más razón, es una tentativa por parte de políticos partidarios de un franquismo sin Franco de frenar el proceso democratizador de un gobierno que debe encajar la creciente presión ciudadana a favor de un cambio real. Los nostálgicos quieren implicar a los militares en esta zancadilla al proceso democratizador: por ahora solo les pinchan para que, sin llegar a un nuevo golpe, exijan a Suárez la reconducción de la Reforma, y, llegado el caso, al propio rey. En esta presión se sitúa el exministro de Franco, Fernández de la Mora, como dejó claro en sus memorias.

En la primavera del 77, con las elecciones de junio a la vista, la prueba del algodón era la previa legalización del PCE que, además de ser el principal partido de la oposición, jugaba con su fuerte presencia sindical, Comisiones Obreras, con las que había que contar para un Pacto Social en una coyuntura económica que exigía grandes decisiones, eso sí, en lugar de impuestas como hasta la fecha, negociadas con sindicatos y partidos.

La legalización de los comunistas, criticada por la gran mayoría de la cúpula militar, dio un nuevo y accidentado giro a la ya delicada relación de las Fuerzas Armadas con Suarez, en la recta final de un cambio a fondo del sistema. Su De la Ley a la Ley, a través de la Ley precisaba, si no fuera posible tener al Ejército al lado, al menos, no tenerlo enfrente. Pero la legalización del PCE, además del reciente pecado de hacerlo por sorpresa el Sábado Santo, arrastraba un pecado original; la supuesta promesa de Suárez a la cúpula militar, ese 8 de septiembre, de no legalizar al PCE. Ahí reside la importancia en diferido de esa reunión, sobre la que no hay acuerdo en cuestiones tan importantes, como son su gestación, desarrollo, intervinientes o asuntos tratados, y consenso solo sobre la fecha y el lugar. Incluso se ha intentado justificar, apelando a lo dicho en la misma, algo tan grave como ¡el 23 F!

Esta penumbra obliga a ser cautos al tratar lo que allí se dijo, mejor, “lo que se dice que se dijo”, más cuando no existe un acta oficial a la que atenerse. Y las supuestas grabaciones de la reunión, caso de aparecer, corren el peligro de ser selectivas en sus contenidos.

Por otra parte, el centrar el interés en el supuesto engaño de Suárez ha relegado otras cuestiones relevantes del cónclave que pudieran darle más luz, como son la gestación de la cumbre y el papel del rey, que aquí se abordan.

Todo empieza con una cita en el calendario, otra reunión más del Consejo Superior del Ejército el 8 de septiembre en el ministerio, pero va a ser el primer pulso entre el nuevo Gobierno y el sector de la cúpula militar reacio a su Reforma Política, partida de ajedrez que se le complica a Suárez, pues no puede contar con su Vicepresidente militar ya decantado contra la Reforma. Conocida la convocatoria, el Vicepresidente De Santiago decide aprovecharla para explicarles su versión de la Reforma y segarle la hierba al presidente.

Suárez, por su parte, enterado por el ministro, acepta el envite y ordena que la reunión se traslade a la Presidencia del Gobierno, con dos cambios más de calado: asistirán la mayoría de los tenientes generales y almirantes en activo, no solo los componentes de los tres Consejos Superiores (entre ellos el entonces recién nombrado Jefe del Estado Mayor Central, Gutiérrez Mellado) y será él quien les informe directamente. De Santiago intenta convencerle de la inoportunidad de la reunión en este nuevo formato y, en paralelo, se mueve, impulsado o ayudado por el ex ministro Fernández de la Mora, intentado hacer volver el agua de la reunión a su molino.

Pasado el tiempo han reconocido esta labor que plasmaron en dos documentos: una carta que el vicepresidente primero envió a los ministros militares para que las hicieran llegar, a los convocados y un esquema para su propia intervención.

Según otras versiones, Suárez ya tenía pensado reunir a la cúpula militar, pero no acababa de dar con el momento y el formato, pues no quería dar la impresión de tener que pedirles permiso para su Reforma. Pero el presidente había sido previamente trabajado, para celebrar la reunión, directamente por el rey y de forma más sutil, por dos hombres de su confianza, el vicepresidente segundo, Alfonso Osorio, y el todavía subsecretario de Información y Turismo y en menos de un año, secretario general de la Casa Real, el general Fernández Campo.

Y llegamos a la reunión con sus tres momentos: la exposición del presidente, un coloquio y un aperitivo. Ha quedado acreditado, y es importante, que el tan traído almuerzo final no existió.

Es decir, se pudo hablar del PCE y del resto de asuntos en tres momentos. Y aquí puede estar el origen de las versiones enfrentadas, pues si bien todos los presentes pudieron escuchar lo mismo en las dos primeras fases, durante aperitivo se hicieron corrillos reducidos y no todos tuvieron de ese momento la misma información. Además, quizás Suárez, en función de a quién tenía delante, pudo matizar alguna de sus afirmaciones. Eso sí, la sensación que quedó, con todas las reservas posibles, es que el PCE no (de entrada). Otra cosa es que cada cual escuchara lo que quería oír, pues esa mañana ABC daba cuenta de la reunión del ministro De la Mata con dirigentes de Comisiones Obreras.

Según Gutiérrez Mellado, los del Consejo Superior del Ejército, reunidos antes, acordaron que solo interviniera el ministro dando lectura a unas cuartillas que no empitonaban al Presidente. La misma fuente asegura que dos tenientes generales, de Tierra, se saltaron el acuerdo y plantearon cuestiones con tono crítico, pero sin seguir la chuleta que habían preparado el vicepresidente primero y Fernández de la Mora.

No intervino De Santiago; luego explicaría que, visto el ambiente, no quiso provocar una división en la reunión. Menos mal que seguía considerándose “portavoz en el Gobierno de nuestras Fuerzas Armadas” como diría en carta, tras su relevo dos semanas después.

El ministro de Marina, almirante Pita da Veiga, tampoco se opuso al plan explicado por Suárez. Otra cosa es que, siete meses después, ante la legalización del PCE, dimitiera y sostuviera según Pilar Urbano, que Suárez, el 8 de septiembre, les prometió que no lo legalizaría. Eso sí, el 20 de agosto (ABC del 21) recibió en Ferrol a Fernández de la Mora. Según el ex ministro, ya en otro momento y en su despacho ministerial, volvieron a verse y, por indicación del almirante, contactó con el teniente general De Santiago: de lo que se habló en ambas reuniones, con el ex ministro ya lanzado, no se supo nada.

La segunda cuestión poco tratada, el papel del monarca, tiene la máxima importancia. El Rey, al nombrar a Suárez presidente a dedo, le mostraba su máxima confianza y todos, no solo los militares, así lo entendieron. Pero en esta sintonía de fondo, había importantes diferencias, pues eran dos niveles: uno, la Jefatura del Estado y otro, la Presidencia del Gobierno, con atribuciones, responsabilidades y “algo que perder en el envite” muy diferentes. Además, Juan Carlos I tenía una hipoteca previa y gravosa, ya que, para afianzar la monarquía, siendo todavía príncipe, había hecho llegar por terceras personas el mensaje al PCE, de que en un momento, sin precisar cuándo y cómo, los comunistas entrarían en el juego político si no estorbaban sus primeros pasos como rey.

En este reparto de papeles en el que podían quemarse los presidentes y ministros, pero nunca el rey, hay que entender sus dos intervenciones, en una calculada distancia. Primero, al sugerir al presidente la conveniencia de hablar con las Fuerzas Armadas, pero endosándole, como se vio, la papeleta a Suárez, y luego, la milimétrica secuencia del 8 de septiembre: aperitivo, sí; almuerzo al final, no. Así no resultaba raro que el rey no almorzara con los mandos militares y ni tan siquiera llegara al café, a pesar del buen desenlace final de la reunión; por si acaso, al legalizarse más tarde al PCE, le pasaran factura.

Una semana antes, en la cumbre de gobernadores civiles, se escenificó de otra forma. El jefe, el presidente, con su presencia en el almuerzo, arropó a su ministro de la Gobernación en su difícil labor de convencer a los gobernadores civiles de las nuevas orientaciones democratizadoras, que aunque limitadas, eran muy diferentes de las anteriores.

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Y, a modo de conclusión ¿Por qué fue, incluso en su momento, tan importante la reunión del 8 de septiembre? Porque se hizo mirando a varios tendidos: primero y directamente a los militares para que, al hacerles ver que se hacía según las leyes, caso de no apoyar la Reforma, al menos, no la impidieran. Superado este trámite no obligatorio, pero decisivo, y el orden es importante, Suárez se dirigió directamente a la opinión pública por televisión para tenerla a su favor. En tercer lugar, al lograr una imagen de visto bueno de las Fuerzas Armadas se facilitaba la no beligerancia del Consejo Nacional del Movimiento, aunque su informe no fuera vinculante y el paso más importante: su aprobación por Las Cortes, también inicialmente reacias a esta reforma en profundidad, a la vista de su composición, designación no democrática de sus miembros y alguna votación previa.

Como bien apuntaron dos ex ministros de Franco, en sus respectivas memorias, Silva y el activo Fernández de la Mora, el 8 de septiembre fue la ocasión perdida para frenar una Reforma, a su juicio, excesivamente democratizadora. Al no oponerse las Fuerzas Armadas, el instrumento de freno de la Reforma, resignados algunos ya solo a limarla, cambiaba y pasaba a Las Cortes de entonces y al juego de los partidos.

Poco tiempo después, ambos exministros estaban entre los siete fundadores de la nueva formación conservadora, Alianza Popular.

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