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Crisis en la eurozona

¿Por qué teme la UE los referéndums?

Simpatizantes del 'no' en el referéndum griego participan en una manifiestación en Atenas, este 2 de julio de 2015.

Ludovic Lamant (Mediapart)

Podrían haber tomado nota de la decisión de Atenas y retomar las negociaciones días más tarde. Sin embargo, el anuncio de Alexis Tsipras de organizar un referéndum sobre el programa de ayuda de los acreedores ha paralizado a los ministros de Economía y Finanzas de la zona euro. Se han rebotado. Y el veredicto no se hizo esperar, el Eurogrupo determinó el pasado sábado 27 de junio que Atenas acababa de romper de forma unilateral las negociaciones, antes de retomarlas el martes 30 de junio.

François Hollande preferiría que Grecia y sus acreedores alcanzaran un acuerdo antes del referéndum previsto para este domingo 5 de julio: “Hay que ser claros, el acuerdo debe ser inmediato, no puede aplazarse. Hace tanto tiempo que esperamos alcanzar un acuerdo que tiene que llegar”, declaraba el presidente francés este miércoles 1 de julio durante una visita a la ciudad de Lyon [este de Francia]. “El riesgo sigue existiendo. Iba a decir un riesgo, sobre todo si la respuesta es no. El riesgo es entrar en una etapa de turbulencias o en una etapa desconocida. Generalmente, es mejor asegurar el futuro con certidumbres, en vez de saltar al vacío”. Ese mismo día, por su parte, el primer ministro griego, pedía a sus compatriotas que votaran no en la consulta. Durante una alocución televisada subrayaba que “en el referéndum del domingo no se decide sobre la permanencia del país en el euro; representa un derecho y nadie puede dudarlo”.

El canguelo que despiertan estas consultas en Bruselas no supone una novedad. En noviembre de 2011, el primer ministro socialista griego, Yorgos Papandréu, se vio forzado a abandonar su proyecto de celebrar un referéndum, debido a la presión sobre todo de Angela Merkel y de Nicolas Sarkozy. El asunto desencadenó su dimisión y abrió la enésima crisis política en el país. La victoria del no en Francia y Dinamarca, en la consulta sobre la Constitución Europea (TCE) de 2005, también dejó huella. Y la perspectiva de un referéndum sobre la pertenencia del Reino Unido a la UE, que se celebrará en 2016 sin ningún género de dudas, suscita ya mucha inquietud en la burbuja bruselense, como si preguntar a los ciudadanos solo pudiera ser fuente de problemas y de complicaciones.

Los daños ocasionados a los ciudadanos son de consideración. Esta crispación sólo contribuye a alimentar un poco más el proceso de una Unión Europea “democracia Potemkin”. “Hace más de 30 años que un politólogo inglés se refirió al “déficit democrático” y desde entonces Europa no ha conseguido deshacerse del estigma de la ilegitimidad”, escribe el profesor universitario Antoine Vauchez, en su libro Démocratiser l'Europe [Democratizar Europa]. “Consultar al pueblo parece hacer de contrapunto”, prosigue.

En un tono más agresivo, el economista Frédéric Lordon detecta, en la convocatoria de Tsipras, “el sucio secreto de toda una construcción institucional que no considera tener más obligación para con la democracia que el del simple oblato verbal, de la celebración con palabras, pero que en realidad no tiene otro proyecto que la concierna que el de la extinción metódica”. Y Lordon recuerda la fórmula sangrante a la que recurrió Jean-Claude Juncker, el presidente de la Comisión Europea, pocos días después de la victoria de Syriza: “No puede haber elección democrática en contra de los tratados europeos”

La Unión Europea no tiene capacidad para convocar un referéndum en Europa (hace poco que existe una iniciativa ciudadana, que aún no ha demostrado su eficacia), pero desde 1972 se han organizado en los Estados miembros medio centenar de referéndums en torno a asuntos vinculados con la UE (adhesión a la Unión, ratificación de un tratado, etc.). “La UE tiene una historia agitada con los referéndums por una sencilla razón: nunca ha institucionalizado el principio de un voto negativo. Nunca ha previsto un plan b en los tratados. Europa siempre ha partido de un postulado de base, el apoyo de los pueblos al proyecto. En el espíritu de los fundadores, era impensable que el pueblo desafiase el proyecto europeo”, explica Frédéric Esposito, de la Universidad de Ginebra.

El punto de inflexión llegó en 1992 con el Tratado de Maastricht. Los daneses infringieron el primer no a la construcción europea. Entonces, François Mitterrand tuvo dudas sobre el camino que debía tomar para que Francia ratificase el Tratado. Finalmente se decantó, también él, por convocar un referéndum, que venció por la mínima (51%, en septiembre de 1992). De paso, volvió a convocar a los daneses a acudir a las urnas, que dieron el  el año siguiente (57%). Y Maastricht superó el obstáculo del referéndum.

¿Se debe volver a llevar a las urnas a los que han votado mal?mal Los irlandeses saben algo del tema. Inicialmente rechazaron el Tratado de Lisboa en 2008 (el 53% votó no), para cambiar de opinión al año siguiente (67% dijo sí). Los irlandeses ostentan el récord del número de referéndums organizados sobre la UE: ocho consultas. “Europa siempre ha avanzado conforme a la lógica de la unanimidad, pero el referéndum obedece a una lógica mayoritaria. Se trata de un importante china en el zapato de la lógica europea. Si un Estado, de 28, dice no, ¿qué hacemos? No lo sabemos. Es entonces cuando se vuelve a convocar a otra consulta a un “país pequeño”, explica Frédéric Esposito.

Efectivamente, es complicado hacer que Francia, Italia o España, por ejemplo, acepten un tratado que sus ciudadanos han rechazado, con el pretexto de que el resto de Estados miembros de la UE lo han aprobado... Se entiende aquí la necesidad de hablar de unanimidad que, trasladado a la Europa de 28 integrantes, se ha transformado en una fábrica de gas. Tras los diversos procesos de ampliación, Europa ha tratado de reforzar su legitimidad democrática, por ejemplo, confiriendo más poderes al Parlamento Europeo. Pero estos avances son demasiado modestos –basta con recordar las tasas de participación en las elecciones europeas–, cuando se observa, simultáneamente, la autoridad del Banco Central Europeo, hiperpoderoso, pero todavía muy opaco.

“Europa se halla inmersa en la lógica propia de un gestor. La Comisión Europea ha perdido el sentido político que hace que se convierta en legítima una decisión tomada”, lamenta Frédéric Esposito. Y por si fuese poco, la crisis del euro, y las decisiones cruciales tomadas desde 2010 en Bruselas y en Fráncfort, ha hecho de este planteamiento de la legitimidad democrática una cuestión aún más candente, si cabe. “La exigencia de legitimidad democrática no puede ser la misma según se trate de una simple instancia de regulación del mercado del carbón y del acero o de una Unión política dotada de competencias que le permitan influir sobre las decisiones democráticas en el ámbito social, medioambiental o económico”, resume Nicolas Levrat en un breve ensayo titulado La construction européenne est-elle démocrátique? [¿Es democrática la construcción europea?].

Con la crisis, cada proyecto de referéndum se convierte en un poco más explosivo, alimentando el fantasma de la deconstrucción de la Unión Europea. “Para responder a la crisis del euro y a la crisis de las deudas soberanas, la Unión Europea ha impuesto (a través del Consejo Europeo) una cura de austeridad a determinados Estados (sobre todo, a Grecia) sin tener competencia o legitimidad para hacerlo. Los Gobiernos concernidos pidieron a sus respectivos Parlamentos que adoptasen dichas medidas conforme a los procedimientos democráticos nacionales afín de conferirles una validez formal, pero las decisiones de fondo ya se habían tomado”, escribe Nicolas Levrat.

Así las cosas, el referéndum griego del domingo tiene ciertos aires revanchistas, habida cuenta de las recientes imposiciones, de la llegada de la troika a los países al borde de la quiebra, la ratificación exprés del Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza, el minitratado que quería Angela Merkel para reforzar la integración de la eurozona (ratificado en 2012). Estamos ante el efecto bumerán de cinco años de gestión caótica y autoritaria de la crisis griega por parte de unos dirigentes europeos que no eran los más adecuados.

Algunos, sobre todo entre los más ardientes defensores de la construcción europea, percibirán que la decisión de Tsipras de convocar un referéndum reactiva otras cuestiones, más teóricas, para el futuro de Europa. En particular sobre el modo de tomar una decisión “legítima” en el seno de la zona euro (dotada de 19 parlamentos nacionales que pueden contradecirse entre sí) o en el seno de la UE (de 28). Desde este punto de vista, la reflexión todavía está en mantillas.

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Defensora de una zona euro más integrada, la eurodiputada de UDI-Modem [Demócratas e Independientes] Sylvie Goulard explicaba el pasado mes de marzo en un artículo publicado en L'Humanité: "Las consecuencias de la entrada en la eurozona se han minimizado de forma sistemática y continúan siéndolo. La interdependencia política es infinitamente superior a lo que los hombres políticos nacionales, incluidos los que deben ser proeuropeos, quieren admitir. Si los pueblos tienen el sentimiento de que el poder se les escapa, es precisamente por esta negación”. Y concluía, no sin provocación: “No es Europa la que frena la soberanía de los pueblos y demuele la democracia, sino la ingenuidad o el cinismo con el que los hombres políticos nacionales limitan su horizonte en el marco nacional, haciendo como si Europa no existiese”. Alexis Tsipras lo agradecerá. Traducción: Mariola Moreno

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