Turquía

Las claves de la doble ofensiva de Erdogan

El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, durante un mitin en Eskisehir, este 5 de junio de 2015.

¿Qué llevó la semana pasada al presidente turco Recep Tayyip Erdogan a cambiar de estrategia de un día para otro con relación al conflicto sirio? ¿Por qué, cuando hasta la fecha daba prioridad a la caída del régimen sirio en su lucha contra el Estado Islámico –hasta el punto de que los aliados occidentales sospechaban de su acercamiento, por no hablar de connivencia con el autoproclamado califato de Abu Bakr al-Baghdadi– envió sus aviones y lanzó la artillería contra las posiciones del Estado Islámico, al norte de Siria?

¿Por qué, si hasta la fecha se oponía, ha autorizado a los aviones de la coalición occidental antiBachar el Asad (sobre todo norteamericanos y británicos) a utilizar la base áerea de Incirlik, pero también en caso de urgencia las de Malatya, Diyarbakir o Batman, todas ellas al sureste de Turquía, a menos de 30 minutos de vuelo de sus objetivos sirios? ¿Y por qué ha decidido lanzar simultáneamente una ofensiva paralela contra los rebeldes kurdos de Turquía, aunque ponga en riesgo la tregua en vigor desde hace dos años?

A simple vista, este viraje con respecto al Estado Islámico es la consecuencia inmediata del atentado perpetrado el 20 de julio por un joven terrorista suicida, que hizo estallar una mochila bomba cuando se encontraba entre la multitud, congregada en el centro cultural de la pequeña localidad turca de Suruç, en la frontera con Siria. Ese día, estudiantes en su mayoría kurdos procedentes de todo el país se habían dado cita en Suruç para debatir sobre su participación en la reconstrucción de Kobané, aldea siria vecina que cayó en manos del EI en septiembre de 2014 y recuperada por los combatientes kurdos el 26 de enero de 2015 con la intervención de los aviones norteamericanos, tras cuatro meses de combates sin cuartel.

El primer ministro turco, Ahmet Davutoglu atribuyó el atentado, que dejó 32 muertos y un centenar de heridos, a Daesh, denominación árabe del EI. Tres días después, los primeros aviones de combate F-16 del Ejército del Aire despegaban para atacar, en plena noche, las posiciones yihadistas en Siria. “La operación contra el EI ha logrado su objetivo y no se detendrá”, declaraba Recep Tayyip Erdogan. Y decía bien. Los ataques habían de proseguir y vendrían acompañados de cientos de arrestos, en Turquía, de integrantes y de simpatizantes del EI.

Pero estos ataques, al igual que las redadas policiales, cuyo balance arroja ya más de un millar de detenidos, no se dirigían solo contra yihadistas. Las bombas de los F-16 turcos también cayeron sobre posiciones controladas, en Irak, por el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK). Y los arrestos, en realidad, se centran fundamentalmente en militantes kurdos, sobre todo del PKK y miembros de las organizaciones de extrema izquierda.

El PKK, una formación histórica de independentistas kurdos de Turquía, libra desde 1984 una larga batalla contra el Estado turco que se ha cobrado ya más de 40.000 vidas. Pero tras el inicio de las conversaciones, en otoño de 2012, con el presidente del partido, Abdullah Öcalan, se alcanzó un alto el fuego en marzo de 2013, que permitió el comienzo de las negociaciones de paz. Sin gran éxito, pero tampoco culminaron en ruptura. Por su parte, los combatientes kurdos del Partido de la Unión Democrática (PUD), denominación que recibe el PKK en Siria, colaboraron sobre el terreno con sus camaradas turcos, de los más resueltos y eficaces en la lucha contra el EI. Y, sin lugar a dudas, se han revelado los mejores socios militares de la coalición occidental.

Seis meses después de recuperar Kobané de manos de los islamistas, el 26 de junio, los kurdos expulsaban al EI del puesto fronterizo de Tall Abyad, importante punto de tránsito entre Turquía y Siria para el paso de combatientes y de armas. Extraña racionalidad estratégica por tanto la del régimen turco, que le llevar a pasar a la ofensiva, de un día para otro, contra el EI y también contra los que eran sin lugar a dudas los peores enemigos de los yihadistas, en Turquía y en Siria...

También en esta ocasión, al menos en apariencia, un atentado desencadenó las represalias y el cambio de estrategia brutal del régimen de Ankara. El 22 de julio, dos días después de la matanza de Suruç, el PKK reivindicaba el asesinado de dos policías turcos hallados muertos en su domicilio de Ceylanpinar, al sureste del país. Para los rebeldes turcos, este ataque estaba dirigido a “castigar” a las fuerzas de seguridad turcas, incapaces –pese al espectacular despliegue– de proteger de forma eficaz la reunión de Suruç. Del mismo modo, el atentado con coche bomba del 25 de julio, que mató a dos soldados turcos en la provincia de mayoría turca de Diyarbakir, fue reivindicado por el PKK, en respuesta a los bombardeos de la aviación turca sobre las bases de operaciones kurdas, ofensiva esta considerada como una “agresión” y una “ruptura de las condiciones del alto el fuego” entre combatientes y el Ejército turco.

Efectivamente, estos hechos desencadenantes, aunque hayan puesto en marcha un engranaje de provocaciones y de represalias difíciles de controlar, parece que desempeñaron un papel muy secundario en el brutal cambio de estrategia del Gobierno turco. Sin el atentado de Suruç, el viraje, que múltiples factores permitían prever, se habría producido sin duda. Suruç ha sido el pretexto político perfecto. Hasta el punto de que algunos militantes kurdos, adictos a la teoría del complot, mal endémico en Turquía, sospechan que los servicios de seguridad turcos han, sino fomentado, al menos dejado que el atentado se perpetre.

Tal y como pusieron de manifiesto, apenas unos días después del estallido de la ofensiva turca, las declaraciones convergentes de Ankara y de Washington, los dirigentes turcos prevían desde hacía semanas una revisión de su estrategia, para responder a las demandas acuciantes de Estados Unidos, pero también por razones, locales o regionales.

Ankara contra Teherán

Washington hace tiempo que esperaba de Ankara, miembro destacado de la OTAN, un compromiso claro en la ofensiva contra el Estado Islámico. Una demanda que el régimen turco rechazaba tanto por sus relaciones con algunas monarquías árabes —vinculadas con la aparición y el desarrollo de los grupos armados yihadistas–, pero también por la prioridad que, en su opinión suponía, la caída del régimen de Bachar el Asad. Los dirigentes de Ankara, poco o nada preocupados por las cuestiones humanitarias o por los derechos humanos, gozan de una posición privilegiada para constatar que el EI se había convertido, en el seno de la rebelión siria, en el movimiento armado más poderoso y el más temido. También gozan de una posición privilegiada para facilitar –o no oponerse– a la entrada en Siria de las armas y los combatientes extranjeros reclutados por el EI. Una postura que Washington juzgaba poco compatible con la ayuda que se espera de un aliado.

De no haberse alcanzado el acuerdo sobre la cuestión nuclear iraní el pasado 14 de julio en Viena, sin duda Ankara habría persistido algún tiempo en esa actitud, pese al enfado norteamericano y pese al riesgo de desestabilización que la actividad de los islamistas del EI representaba para Turquía. Este acuerdo, que debe permitir, a largo plazo, levantar las sanciones internacionales contra Teherán, está llamado a alterar el juego diplomático y estratégico regional y a devolver a Irán la influencia perdida. Presente, y actor decisivo en los conflictos de Siria e Irak, por no hablar de la guerra civil yemenita, Teherán tiene aspiraciones de convertirse en un socio importante de las grandes potencias –incluso del antiguo Gran Satán norteamericano– a la hora de buscar soluciones a los problemas de la región. Perspectiva ésta ante la que Ankara no podía permanecer pasivo.

De ahí este viraje repentino y esta ofensiva contra el EI, que se completó con el visto bueno de Erdogan a Estados Unidos para utilizar cuatro bases aéreas del sureste de Turquía. Lo que ofrece a los aviones de combate y a los drones de la coalición una ventaja táctica y logística decisiva: en lugar de recorrer 2.000 km, desde el Golfo o las cubiertas de vuelo de los portaaviones en el Mediterráneo, los aparatos estarán a cientos de kilómetros, es decir, a menos de 30 minutos de vuelo de sus objetivos.

De ahí esta importante iniciativa estratégica, en opinión de los turcos, la creación, que Washington ha aceptado, de una “zona de seguridad” de un centenar de kilómetros de longitud y de unos cuarenta kilómetros de profundidad, a lo largo de la frontera sirio turca, aunque en territorio sirio. Esta “zona de seguridad”, situada entre las ciudades sirias de Marea y de Jarabulus y que los militares turcos querían impedir que se pudiera sobrevolar –disposición rechazada por Washington– quedará bajo protección del Ejército turco y de las fuerzas aéreas de la coalición occidental.

Debería aislar, en una región muy sensible, el campo de batalla sirio del territorio turco, cortar varias carreteras de abastecimiento del EI y permitir la reinstalación, al menos en parte, de 1,7 millones de refugiados sirios, actualmente en una veintena de campos de Turquía. Para Ankara, esta “zona de seguridad” también tendría el mérito de alejar de la frontera a buena parte de los combatientes kurdos de Siria.

Los dirigentes turcos, visiblemente incapaces de idear una solución pacífica sostenible y negociada a la cuestión kurda, están preocupados, sobre todo después del éxito militar de los kurdos de Siria y de Irak, ante la eventual creación en una Siria desmantelada, de un kurdistán sirio, que disponga de cierta autonomía, que se añadiría al del kurdistán autónomo de Irak y que reforzaría las reivindicaciones autonomistas de los kurdos de Turquía. Ankara, para matar dos pájaros de un tiro, se ha aprovechado de la acquiescencia de Washington –que sigue considerando el PKK un movimiento terrorista– para rodear de un discurso estratégico y de seguridad una operación destinada a debilitar al PKK, de nuevo presentado como un movimiento armado, hostil a la democracia y enemigo del Estado turco.

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Pero la voluntad de debilitar a un interlocutor difícil, quizás apoyado por el caos regional en su deseo de autonomía, no es la única razón de la brutal ofensiva turca contra el PKK. El presidente Erdogan y su partido, el AKP, sufrieron su primera derrota en las elecciones del 7 de junio de 2015, el primer revés desde 2002, mientras que el primer ministro, Ahmet Davutoglu, apenas dispone de un mes para formar un Gobierno de coalición, sin el cual los turcos tendrán que volver a las urnas. Por lo que no se puede descartar la hipótesis de que el régimen de Ankara haya buscado volver a ganar los votos perdidos en junio entre los nacionalistas, golpeando para ello al PKK, acusado hoy como ayer de urdir un complot contra la unidad de Turquía.

De este modo, se explicaría la conjunción de dos ofensivas antiEstado Islámico y antiPKK que, desde el simple punto de vista estratégico, carece de sentido. Por más que se entienda que los imperativos geopolíticos regionales e internaciones han incitado Ankara a abandonar al EI y a unirse a la ofensiva de la coalición antiyihadista, las razones que han llevado a Ankara a interrumpir un proceso de negociaciones alentada y respaldada por sus aliados siguen siendo una incógnita. Salvo para el portavoz de Recep Tayyip Erdogan, Ibrahim Kalin quien, sin preocuparse en exceso de la coherencia y la verosimilitud, declaró en el diario Sabah que el EI y el PKK “comparten la misma táctica y los mismos objetivos”. Que mejor que una nueva “guerra contra el terrorismo” interior y exterior, para volver a movilizar el electorado volátil.

____________Traducción: Mariola Moreno

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