Francia

El drama de ser migrante en Calais

Haydée Sabéran | Calais (Mediapart)

Por el día, se dejan ver por Calais. Por la noche, intentan llegar a Inglaterra. ¿Qué opinan sus habitantes de los migrantes? En esta ciudad portuaria [del norte de Francia] de 75.000 habitantes, comunista hasta 2008 y actualmente en manos de la derecha, estos viajeros se han convertido en un problema, pero casi todos desconocen la situación por la que atraviesan realmente los alrededor de 6.000 exiliados en tránsito, confinados en asentamientos enfangados, en una zona denominada jungle [jungla], apartados de la ciudad.

En la carretera que conduce a Gravelines, a varios cientos de metros de la new jungle, el asentamiento de exiliados de Calais, Ghislaine aparca a las puertas de su casa blanca. ¿Los migrantes? “No tenemos ningún problema con ellos”, asegura esta jubilada, ex cuidadora a domicilio. Años atrás, les dio “ropa, agua, calzado, comida”. Ningún problema, pero no quiere dejar que su nieta vaya en autobús a la escuela, porque en la línea que va del asentamiento al túnel, “pululan extranjeros”.

Su marido Robert, exdirectivo en una empresa siderúrgica, había constatado que delante del seto de su casa, algunas noches, se detenía mucha gente. Todos con la cabeza gacha, mirando al smartphone. “Al final caí en la cuenta de que estaban usando mi conexión wifi. No me molesta, pero hablan muy alto. Así que la apago y terminan por irse”, dice, algo molesto. Ghislaine tiene la impresión de estar “a favor y en contra” de los migrantes al mismo tiempo. Como sucede con muchos otros de sus conciudadanos, le invaden las contradicciones. Se declara “en contra del sistema que no encuentra una solución”, aunque también opina que los migrantes “se piensan que están en su casa”. Y pone como ejemplo “cuando toquetean al pan”, en el Lidl de la calle Molien. Entonces, se gira hacia Robert. “¿Cómo se llama su país, ése en el que están en guerra?” “¿Siria?”, responde el hombre. “Sí, Siria. Tendrían que quedarse allí. Los hombres tienen que empuñar las armas, que no dejen que el país se venga abajo”.

Son sudaneses, eritreos, afganos, sirios, iraníes. Los ciudadanos de Calais los perciben a lo lejos. Desde la autopista, se ven las tiendas de plástico azul y las vallas de cuatro metros de alto, rematadas con concertinas, en los accesos a la circunvalación y al puerto y que le confieren cierto aire de campamento. Se cruzan con los que caminan por los arcenes o con aquéllos que circulan en bicicleta por la ciudad. Ven las noticias en la televisión o en las redes sociales, camiones asaltados en la circunvalación, migrantes trasportados en un camión con un oso polar, peleas en la jungle.

No faltan los rumores de agresiones y de robos, y luego la letanía de los que fallecen al tratar de cruzar, como un velo de calamidades sobre la ciudad. El 15 de octubre, fue una siria de 26 años, Nawal, según informó Le Monde, la que murió atropellada en la A16, por un taxi que se dio a la fuga. Al día siguiente, un afgano de 16 años fue arrollado por un tren de mercancías en las proximidades del eurotúnel. En total, ya son 19 las personas fallecidas en 2015, tres de ellas mujeres y cuatro menores. Vidas segadas aquí por nuestros trenes; personas ahogadas en nuestros puertos y aplastadas por nuestros camiones, pero cuanto más se amplía la lista, más deshumanizados parecen.

Algo más alejado se encuentra Jean-Charles, carnicero temporal, que viste ropa de faena, ocupado en echar arena en la puerta, bajo un intenso aguacero. Mañana y tarde los ve pasar por decenas, en dirección al eurotúnel y a la vuelta. Se los cruza cuando va a pescar, cerca de la zona infantil Jules Ferry, que ha pasado a ser un lugar donde comer, darse una ducha, donde se presta parte de la atención sanitaria que reciben los migrantes, donde se puede cargar el móvil o donde se alojan algunas de las mujeres. “No molestan”, dice Jean-Charles ufano. “Digo hola, ellos dicen hola”. Sin embargo, no los comprende. “Van andando por mitad de la calle, somos nosotros los que tenemos que apartarnos. Incluso cuando van en bici, son peligrosos. Si nos los llevamos por delante, ¿de quién será la culpa? Nuestra. Algunos cruzan incluso la autopista”.

Cruzan para ir al eurotúnel, acortando por las zonas verdes entre las vías. Sabe que se ha hallado el cadáver de un marroquí en el mar, en Gravelines. “Lo leí en el periódico”. Estuvo a la deriva hasta que se ahogó en el puerto de Calais. Trataba de alcanzar el ferry a nado. Jean-Charles no da crédito. “¿Saltar al agua con este tiempo, a 6-7 grados? Te quedas paralizado. Suelo ir a pescar gambas y no me meto en el agua si no voy bien equipado”.

Como muchos otros, culpa de todos esos dramas a las mafias que trafican con personas. “Venden sueños. Hacen creer que se puede ir a Inglaterra como el que echa una carta al buzón. [Los migrantes] pagan por morir”. Pero los que se lanzan al agua o a los trenes se han quedado sin dinero para las mafias. “Están hacinados ahí dentro, con niños”. Señala en dirección a la jungle, detrás del puente. “No soy racista, pero no es un sitio para niños”. Una vez, una adolescente fue “agredida” en la parada del autobús. Eran cuatro o cinco, habían bebido. “Se fue corriendo. La cosa quedó ahí, afortunadamente”. Suele dejar palets y sillas a las puertas de su casa para que los cojan los exiliados. “No me gusta que los cojan sin más. Algunos llaman, preguntan. En ese caso, les digo que sí”. Cuando estaba reformando la fachada de ladrillo blanco, algunos le felicitaban. “Me decían good, good”. Y levanta el pulgar.

Tercera ciudad del área de Calais

En la ciudad, son prácticamente invisibles. Carole, comerciante, apenas los ve en su tienda de Calais-Nord, uno de los dos centros urbanos con que cuenta Calais. Salvo durante las manifestaciones. “Es el único problema. Ha habido bastantes. Bloquean la ciudad, nos impide trabajar”. También regala ropa, zapatos. Y palets, para las tiendas del asentamiento. Aunque dice: “Son demasiados. Estamos desbordados”.

También se encuentran superados por la imagen que Calais transmite al mundo. “Los periodistas presentan una imagen muy negativa. Este verano, han venido menos turistas y eso nos perjudica”. Un fin de semana, en los Países Bajos, le llegaron a decir: “¿Calais? ¡Uf, las cosas que estará acostumbrada a ver por allí!” Suspira. “¡Como si la ciudad fuese peligrosa! Es verdad que cuando se ve a los antidisturbios, los migrantes, los camiones, la gente cree que la ciudad está en guerra”. Echa un ojo a la calle, nadie, sólo las ráfagas de viento que sacuden el letrero. Su facturación ha caído un 30%.

Mireille se encuentra en una situación parecida. También tiene un comercio. No se queja. Habla de los migrantes con ternura. Piensa que los exiliados son “buena gente”. Les dice “hola” cuando va en coche, cuando se los cruza y disfruta al ver cómo sonríen. “Cuando la gente se queja les digo que se pongan en su lugar”. No entiende que se destruyese el antiguo hospital de Calais, en el centro urbano, donde podría haber habido “realojamientos”. Claude, también comerciante, tampoco tiene nada contra los migrantes –“la situación por la que pasan es inhumana”–, pero sí contra “las mafias que se llenan los bolsillos”. Lo que le preocupa es sobre todo la gente de Calais. “Éramos de izquierdas, comunistas durante años, y ahora el FN estuvo a punto de ganarle un cantón a la derecha, faltó un puñado de votos, y con una candidata desconocida, sin carisma”.

En el barrio popular de Beau Marais, antiguo bastión comunista, el barrio más pobre del departamento, según las estadísticas del Insee, el FN se impuso en las departamentales, con hasta el 65% de los votos en algunos colegios. En el cantón de Calais 2, el FN obtuvo el 54,8% de los sufragios frente al candidato socialista. En el cantón de Calais 3, el FN estuvo a punto de vencer, con el 49,5% de los votos. El paro alcanza el 16,5%.

En la parada de autobús de Beau Marais, dos “amas de casa” se enervan cuando se les pregunta por los migrantes. “Nos molestan”, dice la de más edad. ¿Cómo? “Nos miran de arriba a abajo”. Y también “cuando van a la Poste, sacan 200 euros mientras que nosotros hacemos la compra mirando el céntimo. Empujan carritos llenos de cerveza y nosotros nos las vemos y nos las deseamos para dar de comer a los niños”. La comida y la cerveza de los carritos que empujan hasta la jungle están destinados a la venta en los diferentes tenderetes que instalan.

La jungle ahora es una pequeña ciudadjungle. No faltan los lugares de culto, los restaurantes, las escuelas, una biblioteca, incluso hay discotecas. El número de migrantes de las chabolas ha aumentado hasta superar los 5.000-6.000, según las cifras facilitadas por la prefectura, recogidas por Reuters. Esto convierte a la jungle, según el periódico  La Voix du Nord, en la tercera ciudad de Calais.

Para combatir los prejuicios y los rumores, el fotógrafo Julien Saison organizó, en noviembre de 2014, un encuentro, en la biblioteca universitaria de Calais, con estudiantes y sudaneses de Darfur, afganos, eritreos. Cuenta que “los estudiantes eran la viva imagen espontánea, inocente, de lo que piensan sus padres. Por ejemplo, preguntaron “por qué perciben 80 euros por persona y día”. Hubo que explicarles que los exiliados de Calais no reciben nada. Pero también que venden todas sus pertenencias para venir a Europa o que se endeudan. Y que solo los demandantes de asilo reciben algo menos de 12 euros al día.

Los migrantes expusieron las razones que les llevaron a dejar sus respectivos países, los compañeros de viaje muertos de sed en Libia, su vida anterior. Los jóvenes hablaron de las agresiones, los robos, de los que no habían sido testigos, pero de los que habían oído hablar. El fotógrafo anotó la respuesta de un exiliado: “Entre nosotros, algunos beben demasiado alcohol y se ponen agresivos, pero también he visto a jóvenes franceses pelearse a la salida de un bar”. “Al final los jóvenes terminaron por desearles buena suerte y les dijeron que les entendían”, concluye el fotógrafo.

¿Cómo hacer que unos y otros entren en contacto? “Nos gustaría informar a la gente, aclarar algunos aspectos”, dice Coline, de la asociación Le Réveil voyageur. “No sabemos por dónde empezar. Pensamos en celebrar encuentros, organizar un debate, poner algo para picar y, a continuación, lo que sea...” . Le Réveil voyageur llegó a instalar un puesto el día de mercado, en una ocasión. Ofrecían té y madalenas, pero no funcionó. “Fue un día gris y frío y eso no ayudó”.

El ambiente se enrareció hace dos años. En octubre de 2013, unos 350 migrantes vivían en los asentamientos de la ciudad, es decir, 17 veces menos que a día de hoy. La alcaldesa de Calais publicó en Facebook un mensaje en el que instaba a denunciar “cualquier asentamiento” y se habilitó para ello una dirección de correo específica.

Philippe Wannesson, bloguero, que presidía por aquel entonces la asociación La marmite aux idées, respondió al día siguiente en su blog que la “delación” entre los vecinos ya existía: “Los casos de personas [...] que acogen en su casa a exiliados son múltiples, desencadenan actuaciones policiales en el vecindario, a veces de manera repetitiva e insistente”. Esta senadora y alcaldesa de derechas (Los Republicanos) logró que el Senado y la Asamblea aprobara por unanimidad una proposición de ley contra los asentamientos que puso fin al plazo de 48 horas más allá de las cuales no se podía hablar de flagrante delito a la hora de expulsar a los ocupantes de estos asentamientos.

En el otoño de 2013 se produjo otra novedad, el nacimiento del grupo de extrema derecha Sauvons Calais [Salvemos Calais], dirigido por Kevin Rèche, que tiene a Alexandre Gabriac (fundador de las juventudes nacionalistas, expulsado del FN después de aparecer en una foto haciendo el saludo nazi) en la lista de sus “ídolos” y se ha tatuado una cruz gamada en el pecho. En febrero, el colectivo arrastró con ellos a algunos habitantes de Coulogne, cerca de Calais, y creó un grupo que se presenta como “ribereños enfadados”. Varios cabezas rapadas realizaron destrozos en el “asentamiento de migrantes” que se había instalado en una casa abandonada.

No había ningún migrante, sino dos franceses y un británico, según el periódico Nord Littoral. Unas 70 personas lanzaron amenazas, insultos, tiraron piedras. La verja de la casa fue forzada, los cristales rotos. En la página de Facebook de Sauvons Calais, se podía leer: “Por cada kosovar muerto, una caja de cartuchos de regalo”. (A finales de los 90, los primeros migrantes que huían de la guerra procedían de Kosovo). La granja fue incendiada. Los okupas se fueron. Surgió otro grupo en respuesta, Calais, apertura y humanidad.

El momento de gloria de Sauvons Calais se produjo el 7 de septiembre de 2014, con una manifestación. Protestaban delante del ayuntamiento con los brazos en alto. El fiscal de Boulogne-sur-Mer abrió una investigación por incitación al odio racial. Ahora ha nacido otro colectivo, Calaisiens en colère, Ciudadanos de Calais enfadados, entre los que se encuentran algunos ribereños de la jungle. Tienen por lemas: “Calais para sus habitantes”, “Francia para los franceses”, “Estamos en nuestra casa”.

Al mes siguiente, agentes de policía se manifestaban y denunciaban lo que calificaban de “nuevos comportamientos por parte de los migrantes” para reclamar efectivos suplementarios. Hace un año, en la ciudad hubo varias denuncias por agresión sexual y robo de teléfonos móviles. Las víctimas apuntaban a los migrantes. Una novedad, que puede explicarse ante la proliferación del número de exiliados. Los migrantes eran entonces más de 2.000 en la ciudad. La dueña de una peluquería explicó que cinco migrantes le robaron un centenar de euros y champús. Uno de los hombres empujó a la vendedora, que cayó al suelo.

La mujer dijo en un programa televisivo: “Como ya no debe de quedarles nada, empiezan a robar. No voy a decir que les comprendo, porque no es normal, pero no puedo estar en contra de ellos porque es muy triste ver a gente deambular así por las calles, sin nada”. A día de hoy añade: “Creo que lo de entonces fue cosa de un grupo de mala gente”.

François Guennoc, de la asociación el Auberge des migrants, le quita importancia: “El grueso de robos y de agresiones se ha producido en la jungle, entre refugiados. Robos de papeles, robos de calzado y chantajes. Pueden pedirle 200 euros a alguien para devolverle los papeles”. Y casos de violencia contra las mujeres, difíciles de evaluar. En la región de Calais hay 1.300 agentes de Policía y de la Gendarmería, algunos de los cuales patrullan en la jungle. La alcaldesa, Natacha Bouchart, reclamó el pasado 19 de octubre la presencia del ejército. “No estaría fuera de lugar que el ejército pudiese venir a vigilar, tranquilizar, quizás a desmantelar algunas redes”. Y por la noche, en un comunicado, pedía “la votación y aplicación lo antes posible de una ley en el Senado que obligue a la identificación de los migrantes, con fotografías o mediante las huellas digitales”.

Una “riqueza cultural”

En junio, tres personas, dos hombres y una mujer, que iban en un coche negro, agredieron a al menos nueve africanos, según Libération. Uno de ellos quedó inconsciente. Siete presentaron una denuncia. La investigación policial no avanza. Gilles Debove, secretario del FO Police de Calais, se muestra molesto: “Las víctimas no responden a las llamadas. Parece que tienen miedo a que se les tomen las huellas. ¿Se les toman las huellas a los denunciantes? ¿Nadie se lo ha explicado?”

François Guennoc recuerda haber intentado en vano de convencer a las víctimas. “Les dijimos que no corrían riesgo alguno, insistimos, no hubo nada que hacer”. Otras víctimas aceptaron testificar. En junio de 2014, Frédéric D., vigilante jurado, disparó con una escopeta de aire comprimido, alcanzó a un sudanés y a un eritreo, que resultaron heridos. Fue condenado a seis meses de prisión firme.

En estos últimos meses, se han repetido las manifestaciones, a las que han acudido de 300 a 400 personas, sirios, iraníes, afganos, sudaneses. Reclamar poder dirigirse a Inglaterra sin arriesgar sus vidas y sin enriquecer a las mafias. En la Plaza de Armas, en el puerto, ante el ayuntamiento, a veces los sábados coincidiendo con la celebración de alguna boda, lo que exaspera a la alcaldía. Habla de “alteración del orden público”, acusan a los activistas de No Border de manipular a los migrantes. “Las manifestaciones empiezan siempre por iniciativa de un grupo de exiliados. Los activistas imprimen folletos y convocan a los demás exiliados”, dice una mujer de la asociación Le Réveil voyageur y próxima a los No Border. “Hacer creer que los exiliados no piensan por ellos mismo es querer restarles crédito”.

El ayuntamiento no quiere darle la razón a ninguna de las partes, No Border, por un lado, y Sauvons Calais y Calaisiens en colère, por el otro, por lo que prohíbe todas las manifestaciones. Al mismo tiempo, Natacha Bouchart (cabeza de lista LR en las regionales por Pas-de-Calais), multiplica las declaraciones contra el FN y repite que los migrantes son una “riqueza cultural excepcional” para la ciudad.

Es lo mismo que logró el Estado, desplazar a los migrantes fuera de la ciudad, a un antiguo vertedero al lado de tres fábricas químicas activas, cerca de una zona infantil de juegos Jules Ferry, a la salida de la ciudad, en marzo de 2015. A finales de marzo, el subprefecto en persona recorrió los asentamientos e hizo saber a los exiliados que no podrían permanecer allí. A pesar de las voces de alarma de las asociaciones que venían reclamando desde hacía tiempo “pequeñas unidades, gestionadas por las organizaciones tipo Acnur”, la new jungle se ha convertido en la jungla oficial. Una extensión de arena y de dunas azotadas por el viento, que se encharca cuando llueve.

En este tiempo, por las noches la temperatura baja hasta los 5 grados. Mientras, las asociaciones humanitarias calculan que a diario cruzan entre 15 y 100 migrantes con dirección a Inglaterra y que a la jungla llegan entre 100 y 200. Al estrecharse las medidas de seguridad, las tarifas han subido, de 1000 a 1.500 euros si el paso el clásico, pero ronda los 6.000 euros si el camión está bien equipado y cuenta con la complicidad del conductor.

Los exiliados de la región de Calais esperan poder cruzar. Con sus dolores, en un sitio que lo único que hace es agravarlos. Lou Einhorn, psicólogo de Médicos del Mundo, atiende entre 20 y 25 migrantes en el asentamiento. Atiende los traumas recientes –la guerra y las torturas en el país de origen, pero también las torturas sufridas el camino, sobre todo en las cárceles libias– y los traumas más antiguos que reviven en Calais –violencia policial, expulsión de amigos hacia Sudán–. Acompaña a los afectados cada vez que se produce una muerte. En el frío y el barro, a decenas de kilómetros del punto de destino. “Es extraño atender a gente en un cámping, en una zona de chabolas y saber que los problemas psicológicos son en parte debidos a las condiciones de vida en que se encuentran en estas mismas chabolas”. Tan cerca de Calais y tan lejos.

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