El drama de la emigración

La mayoría de mujeres son víctimas de agresiones sexuales en su camino al exilio

La policía organiza las colas formadas por refugiados para subir al tren en Gevgelija, Macedonia.

Las posibilidades de escapar son pocas, por no decir ninguna. Los ataques que sufren las mujeres, en algún momento del camino hacia el exilio, son diversos y omnipresentes. Chantaje, agresiones, explotación sexual, matrimonios forzosos, violaciones: los hombres que se cruzan en su camino –ya sean pertenecientes a las mafias, policías, agentes de seguridad o refugiados– representan un peligro potencial constante. Un peligro que se revela inevitable puesto que no someterse a estos abusos puede poner en riesgo el viaje.

Pese a todo, aumenta el número de madres de familia y las jóvenes que se enfrentan a los peligros que acarrea el exilio: las mujeres representan el 48% de los 232 millones de migrantes internacionales, es decir de las personas que viven fuera de su país natal, según la Organización de Naciones Unidas. En el éxodo sin precedentes de refugiados que recibe Europa (más de un millón en 2015), principalmente formado por ciudadanos sirios, afganos e iraquíes, ellas son cada vez más numerosas (han pasado de representar el 27% en junio de 2015 a ser el 55% en enero de 2016, según el Alto Comisariado de Naciones Unidas para los Refugiados). Las que van solas o acompañadas de menores son las más vulnerables a ojos de los depredadores sexuales, pero las mujeres casadas tampoco están a salvo. Aunque no es una situación nueva. Al tratarse de una cuestión que apenas se aborda en los medios de comunicación, la respuesta que se ofrecen a este problema es muy limitada, por no decir inexistente, por parte de los poderes públicos, como si cierta forma de indiferencia rodease a estas mujeres migrantes.

Marthe –con la que hablamos en la Oficina de Coordinación de Familias Demandantes de Asilo (CAFDA, por sus siglas en francés), que gestiona en París el Centro de Acción Social Protestante (CASP)– es una camerunesa francófona de 23 años, oriunda de Yaoundé, que huyó de su país en 2011, tras un drama familiar. Después de matar a su padre, su tío llegó dispuesto a adueñarse del domicilio conyugal. “Vino a nuestra casa y dijo: 'Ahora el hombre de la familia soy yo'. Pese a la resistencia de mi madre, se instaló. En un primer momento, trató de violarme, después organizó mi boda con un hombre viejo. Iba a ser su segunda esposa, me negué, pero me obligó. Ni mi madre ni yo nos sentíamos ya seguras. Le propusimos que se quedara con la casa, pero no le bastaba. Decidimos marcharnos lejos. Nos dijo que, allá donde nos fuésemos, daría con nosotras”. Abandonaron el país con el dinero que habían conseguido ahorrar. Con ellas iban las hermanas y hermanos de Marthe, así como su primer hijo, que por entonces tenía año y medio. A lo largo del camino, tras un traficante llegaba otro, con el consiguiente desembolso de unos cientos de euros. Entre Nigeria y Níger, comenzaron los problemas. Atravesaron la maleza y los campos en motos. La joven estuvo a punto de ser violada. En Tamanraset, en Argelia, vuelta a empezar. “Al llegar, hombres del desierto empezaron a girar a nuestro alrededor. Decían que querían secuestrarnos, de lo contrario, nos violarían. Nos tiraban piedras. Nos defendimos. En un momento determinado, me encontré sola, tuvimos que separarnos, pasé mucho miedo, después encontré a mi madre. Nos pidieron dinero”.

Las dos mujeres y los niños prosiguieron su camino, en dirección norte, hasta la frontera entre Argelia y Marruecos. Un “coche-mafia” las condujo hasta Nador, ciudad portuaria en el Mediterráneo. “Íbamos completamente apelotonados en el coche. Había gente incluso en el maletero”, recuerda. La familia se bajó en un bosque donde malvivían cientos de personas en un campo de plásticos y tiendas. Horrorizada ante la perspectiva de vivir expuesta a la intemperie, Marthe se tranquilizó pensando que no permanecería allí más que una semana o dos. Pero al no tener dinero, el paso a Europa se retrasaba una y otra vez. Tuvo que pasar un año hasta poder dejar atrás ese infierno. “Era el primer invierno de mi vida. Pasé mucho frío en la tienda. Fue horrible. No nos quedaba dinero, íbamos a pedir a los mercados. Se formaban parejas en el bosque. Algunas mujeres eran violadas por marroquíes. Un hombre me ofreció dinero por acostarme con él. Hubo gente que pereció allí. Pasaron demasiadas cosas. Para sobrevivir, nos organizamos las mujeres, intercambiábamos las ollas y los cubiertos, colaborábamos. Pero necesitábamos un hombre para ir a sacar agua con las garrafas de 10 litros, a una distancia de una o dos horas a pie. Necesitábamos a alguien que nos protegiese. Mi madre y yo teníamos cada una un amigo que nos ayudaba. No teníamos otra opción”. Asegura que nunca las atacaron otros refugiados. “Al contrario, nos protegían”. Por el contrario, los connection men, migrantes reconvertidos en traficantes, representaban un peligro: les proponían a las mujeres que se acostaran con ellos a cambio de viajar gratis (en lugar de pagar los entre 1.000 y 1.500 euros de rigor).

En esta etapa de penurias en Marruecos, marcadas por las irrupciones de los policías, Marthe se dio cuenta de que estaba embarazada. Cuando llegaron las contracciones que anunciaban el parto, llamó a una ambulancia que se negó a ir a recogerla a esta “jungla”. Tras 40 minutos caminando, llegó al hospital. Cuando ya no se lo esperaba, se programó el viaje a Europa. Se realizó en dos tiempos; primero viajó su madre y los niños y después ella con el recién nacido. El trayecto lo realizó en una zodiac atestada; atravesó el Mediterráneo rezando, pensaba que había llegado su hora. Después de llegar a España, rápidamente consiguió reunirse con su madre en Francia, que se encontraba en el país desde hacía un mes. Desde febrero de 2014, ningún hombre le ha dado problemas, afirma. Pidió asilo inmediatamente, pero la Oficina Francesa de Protección de los Refugiados y Apátridas (OFPRA) la hizo esperar todo un año. El tiempo se le hizo eterno. En la entrevista mantenida, prevista para el 1 de febrero, tenía que indicar las razones que le habían llevado a huir de su país. Confiaba que Francia le reconociese por fin la violencia de la que su madre y ella habían sido objeto.

Fátima todavía no se ha entrevistado con los agentes de protección, pese a que esta nigeriana, anglófona de 28 años, llegó hace seis años a París. Formaba parte de una red de prostitución dirigida por compatriotas suyos. Sin embargo, diferentes imprevistos han demorado el estudio de su caso en la OFPRA y retrasan la llegada del momento de ponerse a salvo. Tras dejar su país, sin dinero, en 2007, para evitar la mutilación genital, llegó a Madrid donde fue consciente –sólo entonces– de que tendría que reembolsar el importe del viaje trabajando como prostituta. Un total de 40.000 euros, según le dijo su “jefe”. “Lloré cuando comprendí lo que me estaba diciendo”, cuenta. Todavía no da crédito. ¿Cómo pudo reclamarle semejante suma si estuvo a punto de morir al cruzar el desierto del Teneré y de ser violada en los bosques de Melilla? Tras ejercer la prostitución durante cinco meses en la ciudad autónoma, reembolsó lo que pudo –3.000 euros– y escapó a la vigilancia del que era su proxeneta. La llegada a Francia no puso punto y final a sus problemas. Durante los tres años en que permaneció en las redes de la comunidad nigeriana del Château-Rouge, en París, ejerció la prostitución en las inmediaciones del parking del barrio. El nacimiento de su hijo, hace dos años, la llevó a dejar la calle. Abandona al padre de su hijo. “No me pegaba, pero no me dejaba comer cuando nos peleábamos”. Ahora el Samu social le ha proporcionado un sitio donde vivir y sale adelante gracias a lo que recibe de las asociaciones. “Me gustaría tener papeles, pero por encima de todo, me gustaría encontrar a un hombre que me quiera por lo que soy”, señala.

Lo que estas mujeres han padecido ejemplifica la situación a la que deben hacer frente todas o casi todas las migrantes. Los ataques son la norma, no la excepción. Lo dice Omar Guerrero, psicólogo clínico en el centro parisino Primo-Levi, donde en los últimos diez años se ha atendido a miles de refugiadas. “En algunos países, las agresiones sexuales se consideran un arma para destruir no sólo a una persona, sino también a una familia, incluso a un pueblo. La violación conlleva el destierro. Como en una irradiación, los efectos se hacen sentir durante mucho tiempo”. En primer lugar, se producen durante el trayecto. “Los traficantes se sirven. Los cuerpos de las mujeres sirven de moneda de cambio”, observa. Le vienen a la memoria dos casos, el de una mujer de Eritrea a quien llegaron a decirle que su “disponibilidad” permitiría pagar el viaje, y el de una mujer de Tchad, obligada a acostarse con un hombre si no quería ver cómo echaba a su hijo por la borda. Una vez en Europa, el calvario no ha acabado para estas mujeres migrantes. “Cuando llegan, al no saber dónde están, son especialmente vulnerables. Sobre todo si ya han sido víctimas. Sus defensas naturales son vulnerables”.

“No causar molestias”

El desplazamiento poblacional masivo, consecuencia de los conflictos en Oriente Próximo y en Oriente Medio, no escapa a la regla. El camino del exilio está sembrado de agresiones. Para las mujeres, los ataques comienzan en Líbano, tal y como recoge el informe de Amnistía Internacional publicado el 2 de febrero. “Muchos inmigrantes, sobre todo las que llevan el hogar, se encuentran expuestas al acoso, a la explotación y a las violaciones de los derechos humanos, en el trabajo y en la calle”, indica la ONG. Los alrededor de 40 testimonios recogidos en Alemania y en Noruega son igualmente alarmantes. “Muchas han señalado que, en casi todos los países por los que han pasado, han sufrido agresiones físicas y explotación financiera, han sufrido tocamientos indebidos o sufrido presiones para que mantengan relaciones sexuales con los traficantes, los empleados responsables de la seguridad o con otros refugiados”, puede leerse en el documento publicado el 18 de enero de 2016.

A lo largo del trayecto que transcurre por los Balcanes, la obligación de dormir en campamentos al lado de cientos de hombres, refugiados como ellas, se torna en pesadilla. “Las tiendas eran todas mixtas y he sido testigo de agresiones [...]”, asegura una siria de 20 años. “Me sentía más segura cuando iba de un lado para otro, especialmente en el autobús, el único sitio donde podía cerrar los ojos y dormir. En los campamentos existe mucho riesgo de padecer tocamientos y las mujeres no pueden quejarse y no quieren causar problemas que perturben el viaje”.

También se han denunciado ataques cometidos por policías, sobre todo en Hungría y en Grecia. En este país, una siria de 16 años declaró a Amnistía Internacional haber sido apaleada. “Me golpearon en los brazos. También a los niños. A todo el mundo le pegaban en la cabeza. Me mareé y me caí al suelo, la gente pasó por encima de mí, lloraba y me separaron de mi madre. Dijeron mi nombre y la encontré. Les enseñé mi brazo y un policía lo vio y se rio, pedí que me viera un médico y nos dijeron a ambas que nos marchásemos”. Estas acusaciones han sido comprobadas por Human Rights Watch que, en un informe del 21 de septiembre, denuncia los abusos cometidos contra las mujeres en el centro de registro para migrantes de Gazi Baba, en Macedonia, en las inmediaciones de la frontera griega, también por el ACNUR que ha constado que se celebran matrimonios de conveniencia en las rutas migratorias. 

También en París se han registrado hechos graves. El director de la ONG Francia Tierra de Asilo, Piere Henry, es tajante: “Se han cometido violaciones en Pajol”. Ninguna de las mujeres denunció.

En Calais, en la jungla donde viven entre cuatro mil y cinco mil personas a la espera de poder dirigirse a Reino Unido, Aurélie Denoual, coordinadora de Médicos del Mundo, advierte: “Hay violaciones y prostitución. La cuestión es saber lo que podemos hacer para ayudar a las mujeres y no complicarles la vida”.

Otras veces, los abusos son invisibles porque se los infligen sus propios maridos, incluso otras mujeres. “La violencia en el seno familiar existe como en todas partes, pero quizás con mayor intensidad en las rutas de la migración por el cambio cultural que conllevan los desplazamientos”, dice Marie Paindorge, responsable del área de asilo del CASP, que acogió a 2.392 familias en París en 2015. “El cambio es tan brutal entre el estilo de vida del país de origen y las costumbres del país de acogida que algunas parejas se sienten desconcertadas”, explica y recuerda el caso de una mujer chechena cuyo marido no soportó que se desprendiera del velo al llegar a Francia. “Con la mutación genital el peligro es sobre todo femenino. A menudo, las tías o las abuelas son las que someten a la operación”, dice.

“Maridos, amigos y otros protectores”

Las organizaciones en contacto con las migrantes se plantean la misma cuestión: ¿cómo pueden establecer vínculos con las mujeres para ayudarlas a salir adelante? Médicos del Mundo se dio cuenta de que había un problema: “En un primer momento, los médicos eran todos hombres. Muchos migrantes acudían a las consultas, pero las mujeres apenas representaban el 5%; no teníamos franjas horarias exclusivas para ellas, la sala de espera era mixta. Algunas debieron de dudar a la hora de venir por esas razones”, apunta Aurélie Denoual. “En las consultas establecimos una norma: los maridos, amigos y otros protectores se quedaban en la puerta para garantizar un mínimo de confidencialidad a las pacientes”.

La asociación Ginecología sin Fronteras (GSF) está presente en cinco campamentos de Nord-Pas-de-Calais [norte de Francia] desde el 15 de noviembre, pero tuvo dificultades para hacerse un hueco. “Franquear las puertas de una consulta de ginecología supone un estigma”, dice Richard Matis, ginecólogo obstetra y vicepresidente de la asociación. “Las reticencias son fuertes, ya que la gente piensa que las mujeres acuden a abortar –y efectivamente puede ser así–, por lo que tenemos que ser visibles y discretos”. En las 110 consultas atendidas en un mes, se han detectado una cuarentena de embarazos. “Les acompañamos a sus citas al hospital, lo que crea a veces tensión con los traficantes que les desaconsejan que se den a conocer ante la Administración francesa y les amenazan con irse sin ellas si se ausentan demasiado tiempo”.

Para evitar las agresiones, las mujeres desatendidas no esperan a los voluntarios a la hora de organizarse. En Calais, aquéllas que están más aisladas, principalmente eritreas y sudanesas, han conformado su propia red solidaria en torno a cocinas comunitarias donde se reúnen para preparar y compartir la comida. Intercambian conocimientos a la hora de guarecerse de la lluvia, calentarse y cuidarse; cuando tienen algo que hacer fuera de las chabolas, se desplazan en grupo; como los hombres, tratan de llegar a Inglaterra por la noche, pero la mayoría no tiene los 5.000-6000 euros que cuesta el paso seguro (los esporádicos ingresos que obtienen con la prostitución apenas les dan para sobrevivir), lo que explica que recurran a técnicas habituales como subir en los remolques de los camiones. Sin éxito, la mayoría de las veces.

Los esfuerzos que realiza la Administración son tardíos e insuficientes. Decenas de mujeres migrantes siguen durmiendo en la calle cada noche. Más allá de las agresiones sufridas a manos de los hombres, el político parisino Bernard Jomier denuncia la violencia institucional consistente en dejar en la calle a mujeres en situación de extrema precariedad. “Cuando estas mujeres cruzan la puerta del hospital, a menudo es demasiado tarde, su estado físico y mental es muy malo”. En los campamentos de Pas-de-Calais hay mujeres dan a luz en plena calle. Si son hospitalizadas, pocos días después reciben el alta.

También el responsable de GSF denuncia la falta de apoyo financiero por parte de las instituciones públicas. “Para nuestras actividades en el campo de refugiados de Zaatari, en Jordania, recibimos fondos del Ministerio de Asuntos Exteriores. Desde que trabajamos en Calais, no hemos tenido ninguna respuesta a las peticiones de subvenciones municipales, regionales y nacionales”, dice Richard Matis. En cuanto a la acción de las fuerzas del orden, también es perjudicial. “En caso de sufrir una agresión, instamos a las mujeres a denunciar, pero todavía hace falta que se les tome en serio cuando llegan a la comisaría”, subraya Marie Paindorge.

En unas semanas va a abrir sus puertas un establecimiento, puesto en marcha con la colaboración del Ayuntamiento de París y el Estado, dirigido a migrantes embarazadas o con menores a su cargo. Apenas dispone de medio centenar de plazas. ¿Qué pasará cuando se llene? No se ha previsto nada para las mujeres sin hijos, que también son víctimas de las presiones de los proxenetas. ¿Cómo explicar algo así en Francia? Para justificar la lentitud de las acciones públicas, se destaca que las víctimas tienen dificultades para confiar en alguien. Sin embargo, es más que probable que la existencia de respuestas institucionales adecuadas animase a las mujeres a hablar y a defender sus derechos.

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__________Traducción: Mariola Moreno

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