Análisis

La respuesta contra la ofensiva terrorista en Europa: más democracia y tolerancia

François Hollande asiste a la misa homenaje por el sacerdote asesinado en una iglesia de Normandía

Ya se ha dicho, escrito y sentido, e incluso revivido o reformulado, desde hace más de un siglo, todo lo relativo a la cuestión de la violencia grupuscular programada para fragmentar la vida de la ciudad. En estas condiciones, ¿es posible una pedagogía del terrorismo? No, a tenor del actual estado psicológico colectivo de Francia. O supuesto, al menos. Un sentimiento compartido de angustia. Que entraña en realidad una construcción mediática perversa, orquestada por dicho terrorismo, como no podía ser de otro modo, a través de los canales de información 24 horas absortos por el horror, ciudadanos volcados en las redes sociales, editorialistas que soplan a las brasas y políticos que caen en la exageración demagógica. Unos y otros tocan, conscientemente o por defender su dignidad, las cajas de resonancia del terror.

Terror. Esa palabra, que comenzó a utilizarse en francés en el siglo XIV para referirse al miedo violento que se sufre, tiene su origen en la raíz indoeuropea, trem, que en latín dio lugar a terrere (aterrorizar) y a tremere (temblar). Temor, angustias, pánico y similares, coronados, en 1794, por el término “terrorismo”, por mor de Robespierre. Y que debía dar paso con la Reacción de Termidor, a su corolario: la palabra “antiterrorista”...

El terror hace alusión, en primer lugar, a lo que asustaba verticalmente, de arriba hacia abajo: Montesquieu denominaba así al “principio gubernamental del despotismo”, en 1748, en su obra El Espíritu de las leyes. Después, el terror llegó a significar lo que se difunde y se propaga, horizontalmente, en la sociedad, por los atentados concebidos como olas sangrientas y profanadoras.

El terrorismo practica un arte, un dominio, una cultura, una ciencia de las mediaciones, que nos dejan patidifusos, receptivos y vulnerables; nosotros que cometimos el error de creernos invencibles porque somos superiores.

Así que ahora vemos que hemos caído en la trampa, en un universo digno de Samuel Beckett, entre el “no hay nada que hacer” (las primeras palabras de Esperando a Godott) y la letanía desesperada de Rumbo a peor: “Aún. Decir aún. Sea dicho aún. Tan mal que peor aún”.

Porque el terrorismo no se conforma con manipular la opinión pública, se trata, como si fuese un espejo, de nuestras neurosis nacionales, un chivato de nuestras debilidades democráticas, un síntoma de las aspiraciones nocivas de una juventud pervertida. El terrorismo se percibe y se impone, en la opinión general golpeada de semejante manera, como un presagio, un enfado, un castigo, capaz de despertar los miedos milenaristas de un Occidente acechado por la fiebre obsidional.

“Un espectro recorre el mundo, que ha adoptado la forma de un espectáculo; además de daño, el “terrorismo genera un mensaje. Estamos ante la propaganda de los hechos o la pedagogía mediante el homicidio. Nos encontramos ante la proclamación visual dirigida, por su puesta en escena, a impresionar. De ahí, una escenografía, una retórica, una economía de los signos, una estrategia de la imagen”. Eso es lo que planteaban en 2002 Les Cahiers de médiologie, disciplina cofundada por Régis Debray, que sigue las interferencias entre la técnica y la cultura, a través de los efectos simbólicos resultantes de tales tensiones.

Ahora bien, el terrorismo moderno nace con el motor de explosión. Así lo pone de relieve la ola de atentados anarquistas sobrevenidos a finales del siglo XIX. Lo mismo que a principios de este siglo XXI, la época estaba entonces en plena transformación, en un trasfondo de globalización y de increíbles metamorfosis técnicas –generalización del ferrocarril y aparición de la electricidad, del teléfono, del automóvil y, muy pronto, del avión.

El choque frontal entre la promesa de una nueva era y el sentimiento sucio de vivir un crepúsculo decadente alimenta un nihilismo devastador. Que toma de un mesianismo eruptivo, desencadenado, inflamable. Y maldito. Mentira por homicidio...

En cada época hemos asistido a la comisión de un delito y a su correspondiente efecto amplificador. Cuando el periódico impreso alcanzó su punto álgido, los anarquistas elegían a los principales personajes del mundo: el presidente Sadi Carnot cayó a manos de Sante Caserio en 1894; el presidente del Consejo español de Ministros Antonio Cánovas, fue asesinado por Michel Angiolillo en 1897; la emperatriz Sissi era apiolada por Luigi Lucheni en 1898 y el rey Humberto I de Italia, fue asesinado por Gaetano Brecci en 1900. Son algunas de las víctimas de la “propaganda de hechos”, una especialidad italiana; en nombre de la revolución libertaria.

Cuando la televisión se impuso en todo el mundo, apareció la modalidad de la OLP: el secuestro de aviones destinados a liberar a los pueblos. Ahora, con el reinado –sin parangón– de la Red, la ferocidad que se atribuye el islamismo nos infringe sus convenciones delirantes. Misticismos y bandolerismo. En virtud de una pseudo-causa religioso, los kamikazes se inmolan: la sangre corre en una confusión espaciotemporal propia a los cerebros sobrecalentados por la propaganda guerrera.

Redes inexorables

Y esa sangre corre a intervalos regulares, abrumando a pueblos enteros de la vieja Europa, que se siente presa en redes inexorables: contagio de la fuerza y fuerza del contagio. Impresión de mayor potencia, que parecer reafirmar cada vez, en este teatro de la crueldad planetaria que representa el atentado del que se habla de inmediato, un ritual de humillación repetitivo, con horribles variaciones (niños aplastados, viejo cura degollado...).

El contagio de las opiniones es tal que a las víctimas ya no se les teme por lo que son –simples vidas destrozadas–, sino por lo que representan según los criminales: pérdidas infringidas a un mundo de dominación, que no hará sino revelar su naturaleza represiva al declarar “la guerra al terrorismo”. Una rivalidad mimética tal, como anhela el terrorismo, convertirá al Estado –que da respuesta– en todavía más aborrecible. Hasta el punto de suscitar vocaciones entre los que se han quedado por el camino, que pasarán del lado oscuro de la debilidad; creerán que se hallan inmersos en una toma de conciencia de los oprimidos salpicada de guerras de religión.

Dilema de las democracias europeas: no reaccionar a la tremenda frustra a los electores; bajar la cabeza estimula en su seno una violencia de choque. El terrorismo se alimenta de las ideologías de masa, que se desencadene es cuestión pura y simplemente de comunicación. El terrorismo tiene un efecto mariposa, organiza la matanza conforme a su propaganda.

En Francia, tras los atentados de 1982 (bomba del Capitol y el ataque en la calle Rosiers), 1985-1986 (calle Rennes), después en 1995 (tren RER Saint-Michel), “el terrorismo y los medios de comunicación se han convertido en socios indisociables: los coproductores de uno de los grandes géneros discursivos contemporáneos: yo cometo el acto, vosotros lo comentáis”. De forma tan gráfica resumía el investigador Daniel Dayan semejante división del trabajo al día siguiente de los atentados del 13 de noviembre de 2015. Y el antropólogo especialista en imágenes ponía el dedo en la llaga y añadía que esta guerra alternativa, asimétrica, del débil al fuerte, hace tiempo que ha encontrado en Francia voces que la justificantes, en la izquierda: “Todos los tipos de discursos disolvían el terrorismo, lo relativizaban o lo negaban [...] mediante una forma de aprobación implícita, que llevaba por ejemplo a calificar a los terroristas de militantes, resistentes, héroes de una nueva causa. [...] A menudo descrito como la única forma de dejarse oír, el terrorismo era abogado o embajador de una causa inaudible: la voz de los que no tienen voz”. Y Daniel Dayan hace suyas “las palabras de Julien Coupat, para quien apoyar el terrorismo es fruto del antiterrorismo”.

En este verano de 2016, semejante complacencia ya no tiene cabida. Vivimos bajo cierto caos, a medida que se acumulan los ataques más o menos aislados, más o menos mortales. ¿Cómo no ceder a los impulsos regresivos que provoca la amenaza arcaica de verse aniquilado? ¿Cómo reflexionar colectivamente en lugar de responder en manada? ¿Cómo rechazar la lógica de la guerra –siempre relámpago– cuando se trata de declarar en el vértigo pulsional es amanía de las represalias y de la ley del Talión? ¿Cómo encauzar, contener, desecar, detener, en lugar de aplastar, exterminar, abatir? ¿Cómo representar la fuerza tranquila mientras la malicia terrorista golpea en el interior de la iglesia, es decir, en el corazón de lo que decoraba el cartel de la propaganda imaginada por Mitterrand hace 35 años.

Desde luego, no hay que vivir como objetivos andantes. Quizás haga falta elegir el modelo correcto. El Reino Unido que resiste al pánico bajo el bombardeo, sobre todo a Israel, que reprime (y rechaza) la amenaza palestina. La defensa y la ilustración de un proyecto común en lugar de la huida al subterfugio quimérico por el contragolpe. La deliberación pública de ciudadanos solidarios y no el abandono al culto de un jefe henchido de valores marciales. Hacer la política, en lugar de renunciar a ella.

En resumen, se trata de seguir la estela del primer ministro noruego Jens Stoltelberg, quien después de la matanza de Utoya de 2011, declaró: “Vamos a responder al terror con más democracia, más apertura y tolerancia”. Y no caer acto seguido en el sofisma –sobre todo con los ataques cometidos al otro lado del Rin–: todos los terroristas islamistas son criminales; el autor del nuevo atentado es un criminal, luego el autor del nuevo atentado es un islamista...

La vía entre la negación y el pánico es estrecha. Tratemos de permanecer en alerta, en las dos acepciones del término, vigilantes, pero dispuestos a quedarnos con lo útil y lo saludable. Sepamos conciliar el miedo y la confianza para evitar la disolución de nuestras sociedades democráticas frente a los terroristas islamistas y a sus mejores aliados: los partidos de ultraderecha y la guerra civil en Europa. “El miedo es una muerte a cada instante”, (Cioran, Lágrimas y santos).

Al contrario que –a veces sucede en la cúpula del Estado– aquellos que pretenden ponerse manos e la masa, luchemos por imponer otros retos, otra temporalización. Es hora de la reflexión, del discernimiento, de la especulación (intelectual) frente a lo que Les Cahiers de médiologie, en 2002, ya apuntaban como “paradoja de las violencias políticas futuras: proliferar en todas partes, no triunfar en ninguna y renacer en todas partes”.

Stéphane Mallarmé lo comprendió antes que nadie. En Divagaciones (1897), en su último libro de una modernidad sorprendente, que vio la luz un año antes de su muerte, incluyó un último apartado titulado "Grandes sucesos" que comprendía este capítulo definitivo: "Salvaguarda". El poeta nos transmite en él esa orden de Vidente que sabe hacer frente: “Enfrentémonos al atentado futuro”.

Los terroristas recurren a métodos cada vez más alarmantes para sembrar el pánico

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Traducción: Mariola Moreno

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