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Trump desafía a los manifestantes y no cede en sus políticas migratorias

Personas junto con integrantes del Senado y la Cámara de EEUU en una manifestación en oposición a la prohibición de inmigración del presidente de EEUU.

Philippe Coste (Mediapart)

Si alguien hubiera querido sondear en la conciencia de Donald Trump, este último fin de semana de enero, cuando las manifestaciones bloqueaban la entrada de cinco de los principales aeropuertos de EEUU, sólo tenía que poner la Fox News para escuchar a su acólito de siempre, el exalcalde justiciero de Nueva York Rudy Giuliani, “explicar toda la historia”.

“El presidente había hablado de la expulsión de los musulmanes”, recordó, “así que me llamó para pedirme que montase un comité encargado de legalizar todo eso”, recuerda. Dicho y hecho. Un grupo de expertos del ámbito político y judicial –entre ellos Michael Mukasey, exministro de Justicia de George W. Bush, y autor de toda la argumentación jurídica republicana contra Hillary Clinton durante la campaña, Michael McCaul, representante republicano de Texas y su colega Peter King, del mismo partido electo por Nueva York– trabajaron durante cinco días en el decreto firmado el viernes 27 de enero por Donald Trump.

Para dar forma a este sorprendente primer golpe en las buenas costumbres internacionales y a la jurisprudencia de la inmigración, el trío sólo ha tenido que limitar la prohibición de entrada a los ciudadanos de seis países, que ya se encontraban en el punto de mira de la administración Obama. Yemen, Siria, Sudán, Somalia, Siria e Irán, sujetos con carácter previo a escrupulosas restricciones a la hora de conseguir los visados, ahora se ven totalmente excluidos por mor de una decisión aplicada de forma precipitada, y con una violencia deliberada, a los pasajeros que contaban con permisos de entrada o de residencia, muchos de ellos conseguidos tras años de trámites y de investigación por parte de los servicios consulares. Hasta ahí en lo que se refiere a legalidad, basada en el poder discrecional del Ejecutivo a la hora de medir el “interés nacional” de la suspensión del visado.

Por lo demás... Trump echa el telón de acero sobre la Convención de Ginebra al prohibir la entrada de refugiados en territorio estadounidense durante tres meses y reducir a la mitad las cuotas de visados y acompañando este golpe de fuerza de excepciones que confirman la discriminación antimusulmana admitida hipócritamente por Rudy Giuliani. Sólo los miembros de minorías religiosas víctimas de persecuciones podrán presentar las correspondientes solicitudes en las embajadas de EEUU Beneficiando, eso sí, considerablemente a los inmigrantes cristianos. La movilización histérica de los movimientos evangélicos favorables a Trump, durante los 18 meses de campaña, tienen su recompensa. Poco importa la realidad y, sobre todo, el hecho de que Estados Unidos haya admitido en los últimos diez años a tantos musulmanes como cristianos en su territorio.

Ha llegado el momento de los conjuros de la derecha, de la conversión exacta de las arengas de las tribunas apocalípticas en decisiones políticas pensadas a medida para el electorado del nuevo presidente. Valga como ejemplo, el secreto de Estado que ha rodeado la preparación de las directivas: ni el Departamento de Estado, al frente de la red de embajadas, ni el Departamento de Justicia, ni el de Seguridad Nacional, del que dependen todos los agentes destacados en las puertas de entrada del país, habían sido informados de las decisiones en marcha, que se aplicarían mientras varios cientos de ciudadanos extranjeros volaban con destino a Estados Unidos.

El tropismo político de la nueva Administración se hacía patente el sábado. Mientras los primeros grupos de manifestantes tomaban al asalto el AirTrain, que conecta con las terminales del aeropuerto Kennedy, Kellyanne Conway, estratega de Trump, avivaba la contraofensiva populista con un tuit con cierto aire de llamada a las barricadas: “Este presidente actúa rápido con el fin de cumplir sus promesas. Esto es sólo el principio”.

 

Tras una noche de movilizaciones contra Trump en los aeropuertos norteamericanos y ante las verjas de la Casa Blanca, Reince Priebus, durante un tiempo considerado clave en el Gobierno por su conocimiento de Washington, parecía saborear el caos, dejando caer en dos emisiones políticas dominicales que la lista de los país afectados por la prohibición podría “ampliarse pronto”, para situar acto seguido a Pakistán entre los posibles objetivos.

Sus palabras no se dirigían a la mitad del electorado de EEUU, horrorizada por la guerra relámpago presidencial, y aún menos al establishment y a la prensa. Trump, que, el viernes, consiguió el reto de participar en la conmemoración del holocausto sin pronunciar una sola vez la palabra “judío”, sólo tiene ojos para su público y para su público extremista, aliados esenciales en las luchas que intuye ya en el Congreso.

Baste como ejemplo el putsch del fin de semana, el nombramiento de Steve Bannon, su asesor ideólogo, exdirigente de Breitbart News, en el Consejo de Seguridad Nacional. Su papel está claro. Incluso en este departamento que dirige el virulento Michael Flynn, alter ego de Trump en materia de defensa antiterrorista, Bannon debe desterrar hasta las menciones más insignificantes de las consecuencias diplomáticas de los actos presidenciales y sobre todo pulir los mensajes del Ejecutivo en función de las expectativas de la Norteamérica de Trump.

Como muestra de que los “duros” han recuperado el control, Stephen Miller, adjunto de Bannon y guardián de la ortodoxia derechista en los discursos de Trump, el primero, el sábado por la noche, antes incluso del primer comunicado oficial del departamento de Seguridad Nacional, recordaba que ningún recurso jurídico podía modificar los decretos presidenciales del viernes. Según la CNN, el mismo Steve Bannon en persona ordenó a los agentes de seguridad interior que no eximieran automáticamente a los titulares de tarjetas verdes, residentes legales en Estados Unidos, de la prohibición de acceder al país. Dejó a los agentes que decidiesen sobre casos concretos. Nadie puede dudar de que este decreto dirigido a generar ansiedad y desorden en los aeropuertos americanos y a atizar el combate mediático que entusiasma a la franja extremista del movimiento Trump.

Llegados en masa al aeropuerto JFK el sábado, abogados voluntarios del ACLU, American Civil Liberties Union, algunos provistos de impresoras conectadas deprisa y corriendo a los enchufes del vestíbulo, consiguieron bloquear varias decenas de expulsiones y la paralización de las detenciones gracias a la excepción confirmada por Ann Donnelly, una jueza federal de guardia en el distrito de Brooklyn: las consecuencias irreparables, para un refugiado o titular de visado, del regreso forzoso a sus respectivos países de origen.

Por suerte, su primer cliente no era otro que Hamid Darweesh, traductor iraquí desde hace diez años del Ejército americano, esposado inútilmente por los agentes del JFK tras cruzar inmigración. Recibió el apoyo de dos representantes de la Cámara de Representantes tras los correos y las llamadas de una asociación de antiguos combatientes de Irak. El hecho de que se tratase de un caso tan concreto, sus lágrimas en la televisión poco después de la salida de la zona internacional del aeropuerto, le habían convertido en todo un símbolo antes incluso de conocerse la decisión del tribunal de Brooklyn.

La prohibición sigue vigente y el trabajo de los agentes de inmigración lo llevan a cabo ya las compañías aéreas y las policías fronterizas de los países de origen. La Administración Trump no cede y el último tuit de Kellyanne Conway en el que advierte de que la jueza de Brooklyn fue nombrada por Obama constituye un ataque en toda regla contra las instituciones americanas, acusadas de reacciones partidistas contra el nuevo Gobierno.

Diez mil manifestantes en el Battery Park de Nueva York, con la Estatua de la Libertad de fondo, la excepcional movilización de cientos de manifestantes en los aeropuertos, muchos presentes en el movimiento Occupy Wall Street, no hacen sino confirmar al pueblo de Trump la peligrosa rebelión de una nación enemiga.

Cierto es que el Congreso comienza a despertar, para descubrir su relativa impotencia. A Chuck Schumer, senador por Nueva York y presidente de la minoría demócrata, sólo le faltó romper a llorar frente a los micrófonos en la rueda de prensa del sábado. Trump se burló de la emoción del senador: “No sé donde acude a clases de arte dramático; lo conozco y no es de lágrima fácil”. Los republicanos John McCain et Lyndsey Graham, templados, la voz de la razón en el Congreso, se hicieron eco de las palabras de Dick Cheney, exvicepresidente de Bush que criticó una medida contraria a los valores norteamericanos.

Si bien los demócratas y sus pocos aliados republicanos llegaban este lunes un acuerdo a la hora de ocupar los peldaños del Congreso, en Washington, no tienen ante sí una tarea fácil: frente al decreto de Trump, que se basa en uno de los pocos aspectos discrecionales de la Presidencia, sólo pueden trabajar en una ley que prohíba la discriminación religiosa a la hora de permitir la entrada en territorio americano. El recurso, contra la medida del Ejecutivo, puede llevar meses, el tiempo que Trump avive las divisiones nacionales para remobilizar a sus bases y ahogar su imagen de defensor de la patria, que en medio de la confusión, de momento se ha visto limitada a su electorado más fiel.

Curiosamente, la ofensiva de seguridad interior ha coincidido este fin de semana con el ataque llevado a cabo por los comandos Navy Seals en un campamento de AlQaeda en Yemen. La operación, que se ha saldado con la muerte de un militar norteamericano, no ha supuesto un triunfo suficiente como para tapar el caos de estos últimos días. Pero estamos al comienzo de la era Trumpera Trump.

Una asesora de Trump se refiere a una "masacre" inexistente para defender el veto a inmigrantes

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Traducción: Mariola Moreno

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