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Trump, el fanfarrón militarista de Oriente Medio

Manifestantes de la asociación 'Stop The War coalition' protestan este viernes en Londres contra los ataques estadounidenses.

“Nunca, desde hace varias décadas, el mundo había tenido que hacer frente a un periodo tan peligroso. La multiplicación brutal de las guerras, la crisis de los refugiados, la propagación del terrorismo y nuestra incapacidad colectiva para resolver los conflictos han dado lugar a nuevas amenazas y a nuevas urgencias”, constataba a principios de enero el diplomático francés Jean-Marie Guéhenno, quien fuera, de 2000 a 2008, secretario general adjunto de Naciones Unidas, responsable de las operaciones de mantenimiento de la paz y actual presidente del think thank International Crisis Group.

Y añadía: “Incluso en las sociedades pacíficas, la política del miedo conduce a grados peligrosos de polarización y de demagogia. Y Donald Trump ha resultado elegido con este telón de fondo. Ya se ha dicho todo sobre las incógnitas que rodean a la política extranjera de Trump, pero hay una cosa que sí sabemos y es que esta incertidumbre, en sí misma, puede ser profundamente desestabilizadora, sobre todo cuando concierne al actor más poderoso del planeta. En estos momentos, desde Europa hasta Asia oriental, aliados presas del pánico analizan sus tuits y sus ataques de ira. ¿Alcanzará un acuerdo con los rusos pasando por alto a los europeos? ¿Va a tratar de destruir el acuerdo nuclear con Irán? ¿Piensa seriamente en iniciar una nueva carrera armamentística?

Algo más de dos meses después de la llegada de Trump a la Casa Blanca, ninguno de estos proyectos se ha llevado a la práctica. Pero el modo de Gobierno de clanes y familiar del presidente norteamericano, lo mismo que sus primeras decisiones llevadas a la práctica, a veces desconcertantes, en política extranjera, confirman que Estados Unidos ha entrado en un periodo de incertidumbre, de improvisación, incluso de irracionalidad diplomática que no puede por menos que inquietar al resto del mundo.

Después de haberse burlado, durante la campaña, de la indecisión y de la cobardía de Barack Obama frente al peligro yihadista y tras poner en práctica una retórica de fanfarrón militarista que contribuyó, y mucho, a su victoria, Trump ahora parece haberse resignado a la continuidad que dicta una realidad más compleja de lo prevista. Eso sí, sin renunciar a sus acciones y giros imprevistos de multimillonario narcisista y caprichoso. Y todo ello sin incluir sus cambios de opinión, con respecto a la Administración anterior, en una perspectiva diplomática o estratégica clara. Como si el rechazo de las posiciones “inútilmente moralizadoras” o las “torpezas sermoneadoras” de Obama bastasen para fundar una línea diplomática.

Ni Rex Tillerson, ni la embajadora de EE. UU. ante la ONU, Nikki Haley, han explicado porqué Trump, contrariamente a Obama, decidió, el pasado 30 de marzo, aceptar que se mantuviese en el poder, en Siria, el dictador Bashar al Assad. El primero se contentó con señalar que la “suerte del presidente Assad, a largo plazo, la decidiría el pueblo sirio”. Y la segunda explicó que “hay que elegir las batallas”. “Cuando ves la situación, hay que cambiar las prioridades y nuestra prioridad ya no es permanecer allí, concentrándonos en la salida de Assad”. El ataque químico de la localidad rebelde de Khan Cheikhoun, al noroeste del país –que causó más de 87 muertos el pasado 3 de abril– ni siquiera en un primer momento preocupó a los responsables del Ejecutivo norteamericano. Fue necesario esperar a que la indignación y la emoción provocadas por este crimen de guerra desbordasen los círculos diplomáticos para que Trump admitiese que este ataque había “cambiado su punto de vista sobre Bashar Al Assad” y amenazaba con pasar a la acción [como ocurrió el jueves] ante esta “afrenta a la humanidad”.

Palabras que no son mucho más tranquilizadoras que la tolerancia de la que hacía gala, la víspera, para con el dictador sirio... porque este nuevo giro, que confirma la versatilidad y la falta de lucidez preocupantes del exconductor de talk show, no deja lugar a dudas sobre sus proyectos y los medios que pretende poner en marcha. En Siria y en otros lugares del mundo.

Cuando dijo, hace una semana, que se conformaba con Bashar Al Assad, en el momento en que se retomaban áridas negociaciones en Ginebra, Trump ¿eligió deliberadamente desestabilizar las conversaciones y asestar un duro golpe a la oposición siria? ¿O hay que atribuir esta maniobra al amateurismo alarmanteamateurismo de sus asesores?

La decisión ¿se explicaba sólo por la prioridad que Trump pretende dar a combatir el Estado Islámico –dijo que tener un plan secreto contra la organización– sobre la caída del régimen de Damasco? ¿Estaba influido por Rusia, aliada de Bashar al Assad y estrategia del respiro relativo del que goza actualmente el régimen? ¿Por Turquía que había terminado por considerar a Assad como el mal menor, sobre todo en comparación con los kurdos, sospechosos de querer explotar el hundimiento del régimen sirio para reivindicar los territorios autónomos? Misterio. Pero fue después del encuentro mantenido en Ankara con el presidente Recep Tayyip Erdogan y su homólogo turco Mevlut Cavusoglu cuando Rex Tillerson anunció que se ponía fin a la estrategia de Obama y se apostaba por mantener al dictador en el poder.

Resulta difícil saber también si la llegada con una semana de retraso a Ginebra del enviado especial norteamericano para Siria, Michael Ratney, formaba parte del desentendimiento diplomático de la nueva Administración o del desorden que reina en el Ejecutivo norteamericano desde la llegada al Gobierno del equipo de Trump. Según un análisis realizado hace dos semanas por un organismo independiente que estudia la transición, sólo 43 de los 553 puestos principales del Ejecutivo ya tienen titular. En el Departamento de Estado, son diplomáticos de carrera nombrados con Obama quienes han preparado las visitas a Washington de los primeros ministros del Reino Unido, de Japón y de Canadá y organizado el viaje a Israel del enviado especial del presidente, Jason Greenblatt o la visita a Turquía del secretario de Estado.

Trump no lo había ocultado durante su campaña: en Irak, en Siria, en Yemen, incluso en otros puntos del planeta, la intención era dar prioridad a la intervención militar a la hora de resolver las crisis en curso, es decir, acabar con los yihadistas. Y las fuerzas norteamericanas, a sus órdenes, en lo sucesivo iban a “luchar para vencer”. Sus primeras decisiones, que prevén golpes importantes en el presupuesto de la diplomacia, muestran sin lugar a dudas una voluntad de aumentar, sobre todo en Oriente Medio, la implicación militar de EE. UU. Directamente con el despliegue de refuerzos o indirectamente reforzando los Ejércitos de Estados amigos o formando o dirigiendo fuerzas aliadas.

Pero estas decisiones, según un exespecialista del Departamento de Estado, ahora en un centro de estudios privado, también revelan una total falta de preparación política y diplomática. “No se ha iniciado ninguna reflexión estratégica específica, no hay ninguna planificación en curso para el día después de la eventual victoria y no se ha definido ninguna visión global del papel de Estados Unidos, más allá de una retórica simplista sobre la potencia y la grandeur de EE. UU. que conviene restablecer”. Mientras, 400 marines se embarcaban para Afganistán y otros 400 ponían rumbo a Siria para unirse al millar de militares de las fuerzas especiales que preparan, con las fuerzas locales árabes y kurdas, la ofensiva en Raqqa, la aviación multiplicaba sobre todos los teatros de operaciones los ataques aéreos de apoyo a las operaciones de la coalición, aumentando simultáneamente los daños colaterales, es decir las pérdidas civiles.

El general Joseph Votel, responsable de las fuerzas americanas en Oriente Medio, admitía el 29 de marzo que “nuevos procedimientos permitían a los mandos, desplegados sobre el terreno, conseguir con mucha mayor facilidad ataques aéreos de apoyo sin tener que atender la luz verde de sus superiores”. Estos cambios en las normas no son imputables, es cierto, a la Administración Trump. Las negociaciones habían comenzando en el mes de noviembre, con la intención de aligerar la cadena de mando y los plazos de intervención de la aviación, mientras que las fuerzas de la coalición se disponían a concentrar sus ofensivas sobre Mosul y Raqqa. Para responder a las condiciones particulares de la guerrilla urbana, donde los desplazamientos del enemigo son cortos y los tiempos de reacción muy breves, los oficiales sobre el terreno habían pedido estos cambios ya en vigor.

Lo que, por el contrario, si es achacable a la nueva Administración es la intensidad de los ataques. Sobre todo los que se efectúan con drones. Mientras que Obama, durante sus dos mandatos de cuatro años, aprobó 542 ataques, es decir uno cada 5,4 días, Trump ya ha aprobado desde que llegó a la Casa Blanca, hace dos meses, 37, es decir, uno casa 1,8 días. En Yemen, la aviación norteamericana lanzó más ataques en marzo que durante todo 2016. Y esta intensificación va acompañada de un debilitamiento de las condiciones de entrega del material militar a los aliados en la región, es decir, a las monarquías del Golfo.

Muy críticos con la manera en que Riyad y sus aliados llevan esta guerra y del coste humano muy elevado (más de 10.000 muertos), para un balance mediocre, Barack Obama había interrumpido la entrega de bombas guiadas a la coalición dirigida por Arabia Saudí, que interviene en Yemen, aduciendo el elevado número de civiles entre las víctimas. Trump acaba de levantar estas restricciones y ha reanudado las entregas. Lo que ha encantado a los monarcas del Golfo que acusaban a Obama de sacrificarlos en pro de su política de apertura a Irán. Lo que ha satisfecho, también, a la mayoría republicana en el Senado. Uno de sus pilares, el senador Bob Corker, de Tennessee, declaró que “las ventas de armas deben decidirse en función de los intereses estratégicos de Estados Unidos y no confudirse con presiones sobre los aliados para incitarlos a cambiar su comportamiento a domicilio”.

En aplicación de esta nueva doctrina, el secretario de Estado Rex Tillerson, que conoce ya a la mayoría de los jefes de Estado de la región por su pasado como dirigente de ExxonMobil, acaba de autorizar la venta de 19 aviones de combate F-16, por importe de 2.800 millones de dólares, al Reino de Bahrein donde una monarquía sunita impone su férula a una población mayoritariamente chiíta, pero donde se encuentra la base de la 5ª Flota de la US Navy.

Siempre en nombre de la prioridad que se da a los intereses estratégicos de Estados Unidos por encima del respecto de los derechos humanos, Donald Trump acaba de acoger y de tratar de amigo, en Washington, al general presidente de Egipto Abdel Fattah Al Sissi, a quien Obama rechazó invitar por las condiciones brutales en que ascendió al poder y por el carácter dictatorial de su régimen. “Si Egipto puede ser un socio en la batalla contra el terrorismo internacional es más importante en los cálculos de Trump que las inquietudes que despierta la represión brutal de la oposición interior”, destaca The New York Times. “El presidente Sissi ha hecho un trabajo fantástico en una situación muy difícil. Estamos con él y el pueblo egipcio”, proclamó Donald Trump, antes de asegurar a su huésped que “Estados Unidos tiene los medios para apoyarle, créame. Y le daremos un apoyo muy sólido”.

La misma prioridad concedida a los intereses comerciales de Estados Unidos y a la seguridad regional en Asia, en relación a los derechos humanos y la democracia en China, caracteriza también la visita del presidente chino Xi Jinping, invitado a Mar-a-Lago, la residencia privada de Trump en Florida. Visita tan importante, en opinión del presidente, que la ha preparado su propio yerno y asesor Jared Kushner. El presidente no parece más preocupado que su mujer, Ivanka, por los conflictos que pueden surgir entre sus funciones en la Casa Blanca y sus intereses inmobiliarios y financieros personales.

El único asunto de Oriente Próximo al que, de momento, Donald Trump concede evidente prioridad a la negociación sobre la intervención militar es a la cuestión palestina. Después de haber repetido durante la campaña que debía su fortuna a sus excepcionales cualidades de negociador y que lo demostraría consiguiendo “la negociación de las negociaciones”, es decir, la paz entre israelíes y palestinos, el presidente norteamericano se encuentra ante un desafío mayor. No lo ha abordado en la mejor de las condiciones al encargar la cuestión a varias de personas de su entorno, todos judíos, varios de los cuales contribuyen muy activamente a la financiación de la colonización de Israel en Cisjordania.

Es el caso del nuevo embajador en Israel, David Friedman, abogado especialista en bancarrotas, que preside la asociación de Amigos Americanos de la Yeshiva de Bet El, colonia conocida por su oposición radical al proceso de paz. Es el caso también de su yerno y asesor especial, Jared Kushner, joven y brillante magnate inmobiliario, pero también director de una fundación que financia una yeshiva ultraortodoxayeshiva de la misma colonia de Bet El. En cuanto al tercer hombre, Jason Greenblatt, exresponsable jurídico de la Organización Trump, educado en Nueva York, en un instituto talmúdico antes de continuar con su formación religiosa y de iniciar su preparación militar en la yeshiva especializada Har Ezion, de la colonia de Alon Shvut, en Cisjordania.

Después de haber recibido con gran boato y calidez a “su amigo” Benjamin Netanyahu en Washington, y de haberle recordado que Estados Unidos era aliado y protector de israel para siempre, Donald Trump le aconsejó no construir nuevas colonias para no hacer obstáculo a una eventual reiniciación del proceso de paz.

A la luz de este apoyo esperado desde hace tiempo, tras ocho años de relaciones cada vez más tormentosas con Obama, Netanyahu, olvidando el consejo de su nuevo amigo, se ha dado prisa en anunciar la creación, por primera vez en 20 años, de una nueva colonia, en Cisjordania, destinada a acoger a los habitantes de la colonia de Amona. A esta iniciativa, que ha provocado la indignación de los palestinos e indignado a la ONU y a la UE y que París ha calificado de “extremadamente preocupante”, la Casa Blanca ha respondido que si bien es verdad que la existencia de colonias no es “en sí un obstáculo a la paz, su expansión incontrolada no ayuda a hacerla progresas”. Lo que no implica tener ni una audacia espectacular ni una imaginación diplomática desbordante.

Mientras, Jason Greenblatt debutó en su nuevo cargo entrevistándose, en Jerusalén, con Netanyahu y en Ramallah con Mahmud Abás. A éste último le trasladó una invitación de Donald Trump y una propuesta para retomar el diálogo, que Mahmud Abbas aceptó. Con condiciones. Conversaciones, por tanto. Pero para la “negociación de las negociaciones”, Donald Trump corre el riesgo de tener que esperar.

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Traducción: Mariola Moreno

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