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Trump defenestra al director del FBI por intereses personales

Se trata de un golpe de Estado propio de una república bananera y síntoma de la agonía delirante de la democracia de EE. UU. Con la destitución fulminante del director del FBI, James Comey, poco antes de las seis de la tarde del martes 9 de mayo, Donald Trump se quitaba de en medio al promotor de la investigación abierta en julio de 2016 sobre su posible confabulación con los rusos durante la campaña de las presidenciales. Semejante golpe grotesco recuerda a la famosa “masacre del sábado por la noche”, tal y como se conoce a la orden que dio Nixon, el 20 de octubre de 1973, para que se despidiese al fiscal Archibald Cox, a quien el Departamento de Justicia había encomendado investigar el robo cometido en las oficinas del Partido Demócrata, en el edificio del Watergate de Washington.

Si bien este abuso de poder confirma la inmersión del régimen en una autocracia desbocada, pone sobre todo de manifiesto la terrible vulnerabilidad de las instituciones de Estados Unidos, menos protegidas actualmente que en tiempos de Richard Nixon.

James Comey, que el martes por la tarde se encontraba de visita en Los Ángeles, se enteró de su destitución al ver la noticia sobreimpresa en la pantalla de un televisor al que habían quitado el volumen, mientras se dirigía al personal del organismo destacado en California. El primer poli de Estados Unidos, nombrado en 2013, para un periodo reglamentario de 10 años, al frente de una Policía Federal integrada por 30.000 agentes, primero pensó que se trataba de un bulo antes de que uno de sus guardaespaldas le mostrara una copia impresa de la carta de despido, firmada por el presidente: en ese nuevo movimiento del surrealismo trumpiano, el agitador del Despacho Oval agradece sin ambages a Comey que “le haya recordado en tres ocasiones que no estaba siendo investigado por su servicio”, para espetarle que “no era capaz de dirigir el FBI con eficacia”.

Por más que Trump ha tratado de seguir los consejos de su ministro de Justicia, Jeff Sessions, y del adjunto de éste, Rod Rosenstein, su deseo irrefrenable –patente en sus tuits– por demostrar su inocencia, frente a los tejemanejes con el régimen de Putin, termina por incriminarlo y a demostrar con ello la tesis evidente del despido de un funcionario que resultaba molesto y peligroso. Pero ¿por qué ahora? Porque Trump por fin tiene una excusa, por falsa que sea, supuestamente válida a ojos de sus adversarios.

Recordemos que James Comey, aunque fue nombrado por Barack Obama, tampoco era santo de la devoción de los demócratas. El jefe del FBI, responsable de la investigación del uso ilegal de un servidor de correo privado que hizo Hillary Clinton cuando era ministra de Asuntos Exteriores, renunció públicamente el 5 de julio a iniciar actuaciones judiciales por esta negligencia, pero causó estupor el 28 de octubre de 2016 cuando hizo público, diez días antes de las elecciones, la apertura de una nueva investigación por nuevos correos de Hillary Clinton, hallados en el ordenador de su adjunta Huma Abedin. Analizados a contrarreloj en el FBI, durante sesiones maratonianas extenuantes, esos miles de mensajes no revelaron nada nuevo o ilegal, pero el episodio bastó para acabar con la ventaja de 10 puntos que aventajaba la candidata a Trump y contribuyó a su derrota lo mismo que el ensañamiento de los hackers rusos y sus imperdonables errores de campaña.

Comey, cuya metedura de pata –o exceso de celo– ha comparado Tim Kayne, en las listas de Hillary Clinton, con “las escuchas telefónicas de J. Edgar Hoover a Martin Luther King”, contaba con cierta tolerancia por parte de los demócratas desde el 8 de noviembre por el simple hecho de que dirigía personalmente la investigación sobre los vínculos de Putin y la campaña de Trump. Por esa razón comparecía por segunda vez, el 3 de mayo, ante la Comisión de Inteligencia de la Cámara de los Representantes del Congreso. Allí, interrogado nuevamente, a pesar de que el motivo de la audiencia era otro, sobre los correos de Hillary, a Comey le pareció bien decir “que sentía náuseas sólo de pensar que podía haber contribuido a su derrota”, antes de justificar su investigación de octubre por motivos absurdos y para algunos inexactos. El jefe del FBI aludió entonces a “cientos de miles de correos, que pueden contener informaciones clasificadas”, por lo que tuvo que presentar en los días siguientes un desmentido plagado de excusas.

Esta metedura de pata es la que Trump, en un gesto infantiloide, esgrime ahora ante la prensa como la razón principal de la destitución de Comey.

El pretexto es todavía más cómico por una razón: Trump elogió al menos en cuatro ocasiones, en sus mítines de campaña, la “sabia decisión del director del FBI” de reabrir el caso de los correos de Clinton, mientras sus simpatizantes gritaban “al trullo, al trullo”, y saludó a Comey como a un compañero de filas el día después de su investidura en la Casa Blanca. La manipulación es tan evidente que se ve venir ya la desbandada o el vuelco de los republicanos en el Congreso. El senador Jeff Flek (Arizona) confiesa en un comunicado haber pasado horas, en vano, buscando una explicación racional al despido del director del FBI. Richard Burr, senador por Carolina del Norte, se pregunta “por el calendario y la justificación de esta decisión”. En cuanto a John McCain, crítico desde el primer momento, insta a acabar con las tergiversaciones y a “abrir una comisión sobre la interferencia rusa en las elecciones. La decisión del presidente sólo confirma la necesidad y la urgencia de la misma”.

Trump acaba de traicionar a sus miedos porque el círculo se cierra. El lunes 8 de mayo, en vísperas de la destitución de Comey, Salley Yates, ministro de Justicia en funciones hasta el nombramiento de Jeff Sessions, recordó ante la Comisión del Congreso que había advertido personalmente a la Administración Trump, una semana después de la investidura del 20 de enero, de que Michael Flynn, primer consejero de seguridad nacional de Trump, estaba implicado en relaciones ilícitas con Moscú, había hablado con el embajador de Rusia del posible levantamiento de sanciones contra Moscú durante el periodo de transición posterior a las elecciones y llegó a recibir 45.000 dólares por participar en la gala de RT, órgano de propaganda internacional de Putin.

El testimonio de Yates también ha confirmado lo evidente: han hecho falta 18 días para que Trump se decidiese a apartar a este personaje decisivo para la Seguridad Nacional, no sin antes hacer que esté presente en una conversación telefónica con Putin en el Despacho Oval. Además, hemos sabido, el mismo día de la salida de Comey, que las primera reuniones ante un jurado de acusación eran enviadas desde hace semanas a colegas de Michael Flynn, en respuesta a contactos no declarados de su empresa de lobby con potencias extranjeras como Turquía o Rusia. Al mismo tiempo, Johan Cage, uno de los primeros acólitos de Donald Trump, objetivo de escuchas telefónicas y de vigilancia judicial durante el verano de 2016, está a punto de recibir las primeras notificaciones por los cargos presentados en su contra.

La Justicia ha puesto en marcha la maquinaria y sus primeros chirrido oficiales, después de meses de filtraciones y especulaciones, hacen prever el momento en que los republicanos de las comisiones del Congreso tendrán que concluir con las maniobras dilatorias y las distracciones y admitir públicamente las sospechas de confabulación entre Trump y Putin.

A día de hoy ¿cuáles son las alternativas posibles?

En la historia de EE. UU., sólo un jefe del FBI ha sido despedido de este modo: William Sessions, en 1994, por orden de Bill Clinton, que no tuvo problemas en justificar ante ambos partidos presentes en el Congreso la salida de un alto funcionario desacreditado por incurrir en gastos suntuosos y malversación de fondos públicos. Mientras da con un sustituto más dócil, o quizás que trabaje con menos celo y que sea menos competente que Comey, Trump ahora no puede esperar que el caso se limite al FBI o en al Departamento de Justicia. Su ministro Jeff Sessions está tan comprometido por sus propios contactos con el embajador ruso, en la convención republicana del verano de 2016, que ha debido apartarse de la investigación. Falta su adjunto Rod Rosenstein, que no es otro que el coautor de las justificaciones falaces del despido de James Comey. Éste no puede supervisar decentemente la investigación en contra del entorno de Donald Trump. “Su integridad y la de su Departamento de Justicia al completo están en juego”, repite el senador de Vermont, Patrick Leahy. No hay otra opción que nombrar a un fiscal especial, independiente. Este puesto se creó durante el Watergate, a raíz del despido fulminante, ordenado por Nixon, del magistrado encargado de instruir el caso que incriminaba al presidente norteamericano. Electrones libres del poder judicial, que no están sometidos al control del Congreso ni al del Ejecutivo, estos investigadores independientes a veces se han pasado de la raya. El ensañamiento del fiscal Ken Starr contra Bill Clinton en el Monicagate disuadió a los electos de votar, en 1999, a la hora de prorrogar la ley que autoriza puestos semejantes. Los republicanos, mayoritarios en el Congreso, ahora tendrían que encargarse de abrir la caja de Pandora y votar una ley que permita a una tríada de jueces nombrar al potencial verdugo de Donald Trump. Y exponerse a la insurrección de sus compañeros de filas.

Desde 1999, el Departamento de Justicia puede nombrar special counsels, sometidos a supervisión supuestamente lejana del Ejecutivo. Después del despido de Comey, nadie puede apostar por la equidad y el juego limpio de la Administración Trump.

Queda la idea de una comisión independiente reclamada, según el modelo del comité encargado de la investigación del 11-S, por varios senadores republicanos próximos a John McCain. Ésta podría recabar testimonios y denunciar el escándalo, pero no tendría capacidad alguna de inculpación y terminaría en un informe.

44 años después, el Watergate, Trump se atreve con su apuesta más descabellada: la de la confirmación de la decadencia de las instituciones de EE. UU. Traducción: Mariola Moreno

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