Los diablos azules

Las cosas que perdimos en el fuego

La escritora Mariana Enriquez.

Mariana Enriquez

Mariana Enriquez (Buenos Aires, Argentina, 1973) acaba de hacerse un nombre en el mundo editorial español. Que, en ese sentido, llega tarde: la autora ha publicado en su país dos novelas, varios libros de relatos y un perfil de la escritora Silvina Ocampo ('La hermana menor', 2014). Andrés Neuman ha definido su estilo como "un prodigioso cruce entre la reescritura de ciertas tradiciones y esa lucidez atroz que llamamos mirada propia". infoLibre publica uno de los 11 cuentos de 'Las cosas que perdimos en el fuego' (Anagrama, 2016), en el que la autora exhibe su particular uso del terror que, para la periodista Leila Guerriero, "se desliza como un jadeo de agua negra sobre baldosas al sol. Como algo imposible que, sin embargo, podría suceder". Lee aquí la reseña de 'Las cosas que perdimos en el fuego' firmada por Sara Vítores.'Las cosas que perdimos en el fuego'Leila Guerriero

aquí Sara Vítores

Las cosas que perdimos en el fuego

La primera fue la chica del subte. Había quien lo discutía o, al menos, discutía su alcance, su poder, su capacidad para desatar las hogueras por sí sola. Eso era cierto: la chica del subte sólo predicaba en las seis líneas de tren subterráneo de la ciudad y nadie la acompañaba. Pero resultaba inolvidable. Tenía la cara y los brazos completamente desfigurados por una quemadura extensa, completa y profunda; ella explicaba cuánto tiempo le había costado recuperarse, los meses de infecciones, hospital y dolor, con su boca sin labios y una nariz pésimamente reconstruida; le quedaba un solo ojo, el otro era un hueco de piel, y la cara toda, la cabeza, el cuello, una máscara marrón recorrida por telarañas. En la nuca conservaba un mechón de pelo largo, lo que acrecentaba el efecto máscara: era la única parte de la cabeza que el fuego no había alcanzado. Tampoco había alcanzado las manos, que eran morenas y siempre estaban un poco sucias de manipular el dinero que mendigaba.

Su método era audaz: subía al vagón y saludaba a los pasajeros con un beso si no eran muchos, si la mayoría viajaba sentada. Algunos apartaban la cara con disgusto, hasta con un grito ahogado; algunos aceptaban el beso sintiéndose bien consigo mismos; algunos apenas dejaban que el asco les erizara la piel de los brazos, y si ella lo notaba, en verano, cuando podía verles la piel al aire, acariciaba con los dedos mugrientos los pelitos asustados y sonreía con su boca que era un tajo. Incluso había quienes se bajaban del vagón cuando la veían subir: los que ya conocían el método y no querían el beso de esa cara horrible.

La chica del subte, además, se vestía con jeans ajustados, blusas transparentes, incluso sandalias con tacos cuando hacía calor. Llevaba pulseras y cadenitas colgando del cuello. Que su cuerpo fuera sensual resultaba inexplicablemente ofensivo.

Cuando pedía dinero lo dejaba muy en claro: no estaba juntando para cirugías plásticas, no tenían sentido, nunca volvería a su cara normal, lo sabía. Pedía para sus gastos, para el alquiler, la comida –nadie le daba trabajo con la cara así, ni siquiera en puestos donde no hiciera falta verla–. Y siempre, cuando terminaba de contar sus días de hospital, nombraba al hombre que la había quemado: Juan Martín Pozzi, su marido. Llevaba tres años casada con él. No tenían hijos. Él creía que ella lo engañaba y tenía razón: estaba por abandonarlo. Para evitar eso, él la arruinó, que no fuera de nadie más, entonces. Mientras dormía, le echó alcohol en la cara y le acercó el encendedor. Cuando ella no podía hablar, cuando estaba en el hospital y todos esperaban que muriera, Pozzi dijo que se había quemado sola, se había derramado el alcohol en medio de una pelea y había querido fumar un cigarrillo todavía mojada. 

–Y le creyeron –sonreía la chica del subte con su boca sin labios, su boca de reptil–. Hasta mi papá le creyó.

Ni bien pudo hablar, en el hospital, contó la verdad. Ahora él estaba preso.

Cuando se iba del vagón, la gente no hablaba de la chica quemada, pero el silencio en que quedaba el tren, roto por las sacudidas sobre los rieles, decía qué asco, qué miedo, no voy a olvidarme más de ella, cómo se puede vivir así.

A lo mejor no había sido la chica del subte la desencadenante de todo, pero ella había introducido la idea en su familia, creía Silvina. Fue una tarde de domingo, volvían con su madre del cine –una excursión rara, casi nunca salían juntas–. La chica del subte dio sus besos y contó su historia en el vagón; cuando terminó, agradeció y se bajó en la estación siguiente. No le siguió a su partida el habitual silencio incómodo y avergonzado. Un chico, no podía tener más de veinte años, empezó a decir qué manipuladora, qué asquerosa, qué necesidad; también hacía chistes. Silvina recordaba que su madre, alta y con el pelo corto y gris, todo su aspecto de autoridad y potencia, había cruzado el pasillo del vagón hasta donde estaba el chico, casi sin tambalearse –aunque el vagón se sacudía como siempre–, y le había dado un puñetazo en la nariz, un golpe decidido y profesional, que lo hizo sangrar y gritar y vieja hija de puta qué te pasa, pero su madre no respondió, ni al chico que lloraba de dolor ni a los pasajeros que dudaban entre insultarla o ayudar. Silvina recordaba la mirada rápida, la orden silenciosa de sus ojos y cómo las dos habían salido corriendo no bien las puertas se abrieron y habían seguido corriendo por las escaleras a pesar de que Silvina estaba poco entrenada y se cansaba enseguida –correr le daba tos–, y su madre ya tenía más de sesenta años. Nadie las había seguido, pero eso no lo supieron hasta estar en la calle, en la esquina transitadísima de Corrientes y Pueyrredón; se metieron entre la gente para evitar y despistar a algún guarda, o incluso a la policía. Después de doscientos metros se dieron cuenta de que estaban a salvo. Silvina no podía olvidar la carcajada alegre, aliviada, de su madre; hacía años que no la veía tan feliz.

Hicieron falta Lucila y la epidemia que desató, sin embargo, para que llegaran las hogueras. Lucila era una modelo y era muy hermosa, pero, sobre todo, era encantadora. En las entrevistas de la televisión parecía distraída e ingenua, pero tenía respuestas inteligentes y audaces y por eso también se hizo famosa. Medio famosa. Famosa del todo se hizo cuando anunció su noviazgo con Mario Ponte, el 7 de Unidos de Córdoba, un club de segunda división que había llegado heroicamente a primera y se había mantenido entre los mejores durante dos torneos gracias a un gran equipo, pero, sobre todo, gracias a Mario, que era un jugador extraordinario que había rechazado ofertas de clubes europeos de puro leal –aunque algunos especialistas decían que, a los treinta y dos y con el nivel de competencia de los campeonatos europeos, era mejor para Mario convertirse en una leyenda local que en un fracaso transatlántico–. Lucila parecía enamorada y, aunque la pareja tenía mucha cobertura en los medios, no se le prestaba demasiada atención; era perfecta y feliz, y sencillamente faltaba drama. Ella consiguió mejores contratos para publicidades y cerraba todos los desfiles; él se compró un auto carísimo.

El drama llegó una madrugada cuando sacaron a Lucila en camilla del departamento que compartía con Mario Ponte: tenía el 70 % del cuerpo quemado y dijeron que no iba a sobrevivir. Sobrevivió una semana.

Silvina recordaba apenas los informes en los noticieros, las charlas en la oficina; él la había quemado durante una pelea. Igual que a la chica del subte, le había vaciado una botella de alcohol sobre el cuerpo –ella estaba en la cama– y, después, había echado un fósforo encendido sobre el cuerpo desnudo. La dejó arder unos minutos y la cubrió con la colcha. Después llamó a la ambulancia. Dijo, como el marido de la chica del subte, que había sido ella.

Por eso, cuando de verdad las mujeres empezaron a quemarse, nadie les creyó, pensaba Silvina mientras esperaba el colectivo –no usaba su propio auto cuando visitaba a su madre: la podían seguir–. Creían que estaban protegiendo a sus hombres, que todavía les tenían miedo, que estaban shockeadas y no podían decir la verdad; costó mucho concebir las hogueras.

Ahora que había una hoguera por semana, todavía nadie sabía ni qué decir ni cómo detenerlas, salvo con lo de siempre: controles, policía, vigilancia. Eso no servía. Una vez le había dicho una amiga anoréxica a Silvina: no pueden obligarte a comer. Sí pueden, le había contestado Silvina, te pueden poner suero, una sonda. Sí, pero no pueden controlarte todo el tiempo. Cortás la sonda. Cortás el suero. Nadie puede vigilarte veinticuatro horas al día, la gente duerme. Era cierto. Esa compañera de colegio se había muerto, finalmente. Silvina se sentó con la mochila sobre las piernas. Se alegró de no tener que viajar parada. Siempre temía que alguien abriera la mochila y se diera cuenta de lo que cargaba.

Hicieron falta muchas mujeres quemadas para que empezaran las hogueras. Es contagio, explicaban los expertos en violencia de género en diarios y revistas y radios y televisión y donde pudieran hablar; era tan complejo informar, decían, porque por un lado había que alertar sobre los feminicidios y por otro se provocaban esos efectos, parecidos a lo que ocurre con los suicidios entre adolescentes. Hombres quemaban a sus novias, esposas, amantes, por todo el país. Con alcohol la mayoría de las veces, como Ponte (por lo demás el héroe de muchos), pero también con ácido, y en un caso particularmente horrible la mujer había sido arrojada sobre neumáticos que ardían en medio de una ruta por alguna protesta de trabajadores. Pero Silvina y su madre recién se movilizaron –sin consultarlo entre ellas– cuando pasó lo de Lorena Pérez y su hija, las últimas asesinadas antes de la primera hoguera. El padre, antes de suicidarse, les había pegado fuego a madre e hija con el ya clásico método de la botella de alcohol. No las conocían, pero Silvina y su madre fueron al hospital para tratar de visitarlas o, por lo menos, protestar en la puerta; ahí se encontraron. Y ahí estaba también la chica del subte.

Pero ya no estaba sola. La acompañaba un grupo de mujeres de distintas edades, ninguna de ellas quemada. Cuando llegaron las cámaras, la chica del subte y sus compañeras se acercaron a la luz. Ella contó su historia, las otras asentían y aplaudían. La chica del subte dijo algo impresionante, brutal:

–Si siguen así, los hombres se van a tener que acostumbrar. La mayoría de las mujeres van a ser como yo, si no se mueren. Estaría bueno, ¿no? Una belleza nueva.

La mamá de Silvina se acercó a la chica del subte y a sus compañeras cuando se retiraron las cámaras. Había varias mujeres de más de sesenta años; a Silvina la sorprendió verlas dispuestas a pasar la noche en la calle, acampar en la vereda y pintar sus carteles que pedían BASTA BASTA DE QUEMARNOS. Ella también se quedó y, por la mañana, fue a la oficina sin dormir. Sus compañeros ni estaban enterados de la quema de la madre y la niña. Se están acostumbrando, pensó Silvina. Lo de la niñita les da un poco más de impresión, pero sólo eso, un poco. Estuvo toda la tarde mandándole mensajes a su madre, que no le contestó ninguno. Era bastante mala para los mensajes de texto, así que Silvina no se alarmó. Por la noche, la llamó a la casa y tampoco la encontró. ¿Seguiría en la puerta del hospital? Fue a buscarla, pero las mujeres habían abandonado el campamento. Quedaban apenas unos fibrones tirados y paquetes vacíos de galletitas, que el viento arremolinaba. Venía una tormenta y Silvina volvió lo más rápido que pudo hasta su casa porque había dejado las ventanas abiertas.

La niña y su madre habían muerto durante la noche.

Silvina participó de su primera hoguera en un campo sobre la ruta 3. Las medidas de seguridad todavía eran muy elementales; las de las autoridades y las de las Mujeres Ardientes. Todavía la incredulidad era alta; sí, lo de aquella mujer que se había incendiado dentro de su propio auto, en el desierto patagónico, había sido bien extraño: las primeras investigaciones indicaron que había rociado con nafta el vehículo, se había sentado dentro, frente al volante, y que ella misma había dado el chasquido al encendedor. Nadie más: no había rastros de otro auto –eso era imposible de ocultar en el desierto–, y nadie hubiera podido irse a pie. Un suicidio, decían, un suicidio muy extraño, la pobre mujer estaba sugestionada por todas esas quemas de mujeres, no entendemos por qué ocurren en Argentina, estas cosas son de países árabes, de la India.

–Serán hijos de puta; Silvinita, sentate –le dijo María Helena, la amiga de su madre, que dirigía el hospital clandestino de quemadas ahí, lejos de la ciudad, en el casco de la vieja estancia de su familia, rodeada de vacas y soja–. Yo no sé por qué esta muchacha, en vez de contactar con nosotras, hizo lo que hizo, pero bueno: a lo mejor se quería morir. Era su derecho. Pero que estos hijos de puta digan que las quemas son de los árabes, de los indios...

María Helena se secó las manos –estaba pelando duraznos para una torta– y miró a Silvina a los ojos.

–Las quemas las hacen los hombres, chiquita. Siempre nos quemaron. Ahora nos quemamos nosotras. Pero no nos vamos a morir: vamos a mostrar nuestras cicatrices.

La torta era para festejar a una de las Mujeres Ardientes, que había sobrevivido a su primer año de quemada. Algunas de las que iban a la hoguera preferían recuperarse en hospitales, pero muchas elegían centros clandestinos como el de María Helena. Había otros, Silvina no estaba segura de cuántos.

–El problema es que no nos creen. Les decimos que nos quemamos porque queremos y no nos creen. Por supuesto, no podemos hacer que hablen las chicas que están internadas acá, podríamos ir presas.

–Podemos filmar una ceremonia –dijo Silvina.

–Ya lo pensamos, pero sería invadir la privacidad de las chicas.

–De acuerdo, ¿pero si alguna quiere que la vean? Y podemos pedirle que vaya hacia la hoguera con, no sé, una máscara, un antifaz, si quiere taparse la cara.

–¿Y si distinguen dónde queda el lugar?

–Ay, María, la pampa es toda igual. Si la ceremonia se hace en el campo, ¿cómo van a saber dónde queda?

Así, casi sin pensarlo, Silvina decidió hacerse cargo de la filmación cuando alguna chica quisiera que su Quema fuera difundida. María Helena contactó con ella menos de un mes después del ofrecimiento. Sería la única autorizada, en la ceremonia, a estar con un equipo electrónico. Silvina llegó en auto: entonces todavía era bastante seguro usarlo. La ruta 3 estaba casi vacía, apenas la cruzaban algunos camiones; podía escuchar música y tratar de no pensar. En su madre, jefa de otro hospital clandestino, ubicado en una casa enorme del sur de la ciudad de Buenos Aires; su madre, siempre arriesgada y atrevida, tanto más que ella, que seguía trabajando en la oficina y no se animaba a unirse a las mujeres. En su padre, muerto cuando ella era chica, un hombre bueno y algo torpe («Ni se te ocurra pensar que hago esto por culpa de tu padre», le había dicho su madre una vez, en el patio de la casa-hospital, durante un descanso, mientras inspeccionaba los antibióticos que Silvina le había traído, «tu padre era un hombre delicioso, jamás me hizo sufrir»). En su ex novio, a quien había abandonado al mismo tiempo que supo definitiva la radicalización de su madre, porque él las pondría en peligro, lo sabía, era inevitable. En si debía traicionarlas ella misma, desbaratar la locura desde adentro. ¿Desde cuándo era un derecho quemarse viva? ¿Por qué tenía que respetarlas?

La ceremonia fue al atardecer. Silvina usó la función video de una cámara de fotos: los teléfonos estaban prohibidos y ella no tenía una cámara mejor, y tampoco quería comprar una por si la rastreaban. Filmó todo: las mujeres preparando la pira, con enormes ramas secas de los árboles del campo, el fuego alimentado con diarios y nafta hasta que alcanzó más de un metro de altura. Estaban campo adentro –una arboleda y la casa ocultaban la ceremonia de la ruta–. El otro camino, a la derecha, quedaba demasiado lejos. No había vecinos ni peones. Ya no, a esa hora. Cuando cayó el sol, la mujer elegida caminó hacia el fuego. Lentamente. Silvina pensó que la chica iba a arrepentirse, porque lloraba. Había elegido una canción para su ceremonia, que las demás –unas diez, pocas– cantaban: «Ahí va tu cuerpo al fuego, ahí va. / Lo consume pronto, lo acaba sin tocarlo.» Pero no se arrepintió. La mujer entró en el fuego como en una pileta de natación, se zambulló, dispuesta a sumergirse: no había duda de que lo hacía por su propia voluntad; una voluntad supersticiosa o incitada, pero propia. Ardió apenas veinte segundos. Cumplido ese plazo, dos mujeres protegidas por amianto la sacaron de entre las llamas y la llevaron corriendo al hospital clandestino. Silvina detuvo la filmación antes de que pudiera verse el edificio.

Esa noche subió el video a internet. Al día siguiente, millones de personas lo habían visto.

Silvina tomó el colectivo. Su madre ya no era la jefa del hospital clandestino del sur; había tenido que mudarse cuando los padres enfurecidos de una mujer –que gritaban «¡tiene hijos, tiene hijos!»– descubrieron qué se escondía detrás de esa casa de piedra, centenaria, que alguna vez había sido una residencia para ancianos. Su madre había logrado escapar del allanamiento –la vecina de la casa era una colaboradora de las Mujeres Ardientes, activa y, al mismo tiempo, distante, como Silvina– y la habían reubicado como enfermera en un hospital clandestino de Belgrano: después de un año entero de allanamientos, creían que la ciudad era más segura que los parajes alejados. También había caído el hospital de María Helena, aunque nunca descubrieron que la estancia había sido escenario de hogueras, porque, en el campo, no hay nada más común que quemar pastizales y hojas, siempre iban a encontrar pasto y suelo quemado. Los jueces expedían órdenes de allanamiento con mucha facilidad, y, a pesar de las protestas, las mujeres sin familia o que sencillamente andaban solas por la calle caían bajo sospecha: la policía les hacía abrir el bolso, la mochila, el baúl del auto cuando ellos lo deseaban, en cualquier momento, en cualquier lugar. El acoso había sido peor: de una hoguera cada cinco meses –registrada: con mujeres que acudían a los hospitales normales– se pasó al estado actual, de una por semana.

Y, tal como esa compañera de colegio le había dicho a Silvina, las mujeres se las arreglaban para escapar de la vigilancia más que bien. Los campos seguían siendo enormes y no se podían revisar con satélite constantemente; además todo el mundo tiene un precio; si podían ingresar al país toneladas de drogas, ¿cómo no iban a dejar pasar autos con más bidones de nafta de lo razonable? Eso era todo lo necesario, porque las ramas para las hogueras estaban ahí, en cada lugar. Y el deseo las mujeres lo llevaban consigo.

No se va a detener, había dicho la chica del subte en un programa de entrevistas por televisión. Vean el lado bueno, decía, y se reía con su boca de reptil. Por lo menos ya no hay trata de mujeres, porque nadie quiere a un monstruo quemado y tampoco quieren a estas locas argentinas que un día van y se prenden fuego –y capaz que le pegan fuego al cliente también.

Una noche, mientras esperaba el llamado de su madre, que le había encargado antibióticos –Silvina los conseguía haciendo ronda por los hospitales de la ciudad donde trabajaban colaboradoras de las Mujeres Ardientes–, tuvo ganas de hablar con su ex novio. Tenía la boca llena de whisky y la nariz de humo de cigarrillo y del olor a la gasa furacinada, la que se usa para las quemaduras, que no se iba nunca, como no se iba el de la carne humana quemada, muy difícil de describir, sobre todo porque, más que nada, olía a nafta, aunque detrás había algo más, inolvidable y extrañamente cálido. Pero Silvina se contuvo. Lo había visto en la calle, con otra chica. Eso, ahora, no significaba nada. Muchas mujeres trataban de no estar solas en público para no ser molestadas por la policía. Todo era distinto desde las hogueras. Hacía apenas semanas, las primeras mujeres sobrevivientes habían empezado a mostrarse. A tomar colectivos. A comprar en el supermercado. A tomar taxis y subterráneos, a abrir cuentas de banco y disfrutar de un café en las veredas de los bares, con las horribles caras iluminadas por el sol de la tarde, con los dedos, a veces sin algunas falanges, sosteniendo la taza. ¿Les darían trabajo? ¿Cuándo llegaría el mundo ideal de hombres y monstruas?

Silvina visitó a María Helena en la cárcel. Al principio, ella y su madre habían temido que las otras reclusas la atacaran, pero no, la trataban inusitadamente bien. «Es que yo hablo con las chicas. Les cuento que a nosotras las mujeres siempre nos quemaron, ¡que nos quemaron durante cuatro siglos! No lo pueden creer, no sabían nada de los juicios a las brujas, ¿se dan cuenta? La educación en este país se fue a la mierda. Pero tienen interés, pobrecitas, quieren saber.»

–¿Qué quieren saber? –preguntó Silvina.

–Y, quieren saber cuándo van a parar las hogueras.

–¿Y cuándo van a parar?

–Ay, qué sé yo, hija, ¡por mí que no paren nunca!

La sala de visitas de la cárcel era un galpón con varias mesas y tres sillas alrededor de cada una: una para la presa, dos para las visitas. María Helena hablaba en voz baja: no confiaba en las guardias.

–Algunas chicas dicen que van a parar cuando lleguen al número de la caza de brujas de la Inquisición.

–Eso es mucho –dijo Silvina.

–Depende –intervino su madre–. Hay historiadores que hablan de cientos de miles, otros de cuarenta mil.

–Cuarenta mil es un montón –murmuró Silvina.

–En cuatro siglos no es tanto –siguió su madre.

La curiosidad de Leila Guerriero

La curiosidad de Leila Guerriero

–Había poca gente en Europa hace seis siglos, mamá.

Silvina sentía que la furia le llenaba los ojos de lágrimas. María Helena abrió la boca y dijo algo más, pero Silvina no la escuchó y su madre siguió y las dos mujeres conversaron en la luz enferma de la sala de visitas de la cárcel, y Silvina solamente escuchó que ellas estaban demasiado viejas, que no sobrevivirían a una quema, la infección se las llevaba en un segundo, pero Silvinita, ah, cuándo se decidirá Silvinita, sería una quemada hermosa, una verdadera flor de fuego.

Más sobre este tema
stats