El rincón de los lectores

‘El malestar en la cultura’, de Sigmund Freud

Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, en 1922.

Sergio Hinojosa

El malestar en la cultura (Amorrortu), de Sigmund Freud, no está dirigida a los especialistas, ni trata de precisar la técnica psicoanalítica o perfilar sus conceptos; sin embargo, su interés teórico y la reflexión ofrecida sobre lo que nos aflige son estimables. La prologa Jacques André para la clásica Amorrortu, un psicoanalista de la Asociación Psicoanalítica de Francia, director del Centro de estudios en psicopatología y psicoanálisis (Paris VII) y de la Petit Bibliothèque de Psychanalyse en Les Presses universitaires de France (PUF). Su participación en la revista ALTER promociona la investigación y las traducciones inéditas de psicoanálisis. Su trabajo en este texto subraya la necesidad de conectar el psicoanálisis con los problemas actuales que se presentan en el campo de las ciencias sociales.

Freud entregó el manuscrito una semana después del 29 de octubre de 1929, el “Martes negro”. Aquel día se hundió la bolsa neoyorquina, provocando una suerte de hundimiento del mundo. Un mes antes había muerto un hombre clave para la posible unión entre Austria y Alemania: Gustav Stresemann. Pese a que el Tratado de Versalles (1919) prohibió la añorada anexión (Anschluss), Stresemann había conseguido en 1926 el Premio Novel de la Paz, generando expectativas nuevas sobre el acercamiento. Pero su muerte dejó al Volkspartei (Partido del Pueblo) en manos de la derecha más recalcitrante, lo que supuso una fragmentación en el parlamento, que acabó por debilitar mortalmente la maltrecha República de Weimar.

No es casual que comience esta obra con el análisis de una expresión de Romain Rolland. El afamado escritor había recibido de Freud, como cortesía, el manuscrito que le implicaba. Y Rolland respondió con una opinión no muy favorable. A esto se sumó el envío ese verano de los detalles de las biografías que fraguaba Stefan Zweig. La suya —la de Freud— entraba en serie con la de Mesmer y con la de alguien menos honorable, la de Mary Baker-Eddy, una furibunda iluminada que andaba por América y Europa predicando la Christian Science para aglutinar adeptos. Para colmo, Friderike Zweig, la compañera del escritor, seguía con intensidad las campañas del “apóstol de la paz”, mientras algunos fieles seguidores iban y venían en busca del Nobel para Freud. Premio este concedido precisamente a Rolland en 1915 “como tributo al elevado idealismo de su producción literaria y a la simpatía y el amor por la verdad con el cual ha descrito diversos tipos de seres humanos”. En fin, un premio a la prédica del “apóstol de la paz” por la unión, la paz y el amor.

Si a esto sumamos la experiencia de la Gran Guerra, Freud tenía motivos para pensar el lazo social y en las consecuencias de su ruptura. Ruptura, disolución o destrucción vienen de la mano de Thanatos. Aquí propone tres fuentes para ese efecto de “malestar”: el cuerpo, el mundo y la relación con los otros. Esta como fuente principal, e incluso como “destino ineludible”.

Efectivamente, es la dialéctica de la relación con el otro la que alimenta el malestar en la cultura. Pero “en la cultura” no remite a un particular marco histórico, ni siquiera a los cuerpos retorcidos, al hundimiento del mundo o a la aniquilación de todo lazo provocado por la última guerra. Remite a los aspectos transhistóricos, que convierten al “malestar” en un sufrimiento de desencuentro, de inadecuación estructural. Freud resume aquí gran parte de su teoría en línea con Tótem y tabú y El porvenir de una ilusión, en donde ya había tratado los aspectos subjetivos de la religión como forma de apaciguamiento de esta infelicidad consustancial.

Pero El malestar es una obra más radical y su análisis más demoledor. Es interesante observar que, pese a la efervescencia de la extrema derecha —nazis, Stahlhelm, Jungdo etc.—, la desesperanza de la izquierda y el callejón sin salida de la inadecuación del hombre a “la cultura”; pese a todo este carácter trágico, su escrito no se presenta en modo alguno como conformismo o nihilismo. La vida hay aceptarla en sus goces y en sus sombras, al margen de la utopía y de toda idealización de lo humano. Pero no por ello, hay que consentir con la injusticia concreta. Se trata pues, de una visión fragmentaria y de una incompletud plenamente actual, reflejada en este importante texto, escrito en un tiempo de incertidumbre cercano a la pesadumbre que invade al nuestro.

Al hilo de la experiencia cuasi mística de Rolland, en donde habla de fusión y de “sentimiento oceánico”, Freud se plantea una cuestión política de fondo, aunque en el espacioso marco de antropología: ¿cómo es posible la cohesión de masas, y qué fuerzas se oponen a esta “unión” para destruirla y sumir a los individuos en un malestar sin solución?

La expresión “sentimiento oceánico” venía a ser el origen de la necesidad que tiene el hombre de una dimensión religiosa. Freud desmonta esa ficción y vuelve sobre los pasos, para preguntarse por el origen del pensamiento religioso. No hay tal sustrato sentimental, pero sí una cierta economía libidinal, cuya sede la encuentra en lo que él denomina “Yo del placer” (Lust Ich). Ese sentimiento “oceánico” y esa fusión con el todo, esas ideas sobre la eternidad y la infinitud no son otra cosa que ideaciones hiperbólicas propias de una proyección narcisista de ese estadio. La realidad idealizada se funde con lo que place al sujeto, lo displacentero es rechazado como exterior hostil.

Freud no cree que el yo sea la instancia evolutiva e independiente, soldada a una conciencia libre postulada por el humanismo, sino algo más coriáceo, algo del orden de la imagen (ideal) que captura al sujeto alienándolo en series sucesivas de capas de identificaciones. Identificaciones que lo comprometen y lo ligan a los otros; y precisamente, a través de ellas, se vehicula (en cada caso de manera particular) lo que está a la base del malestar: la pulsión de muerte.

Entonces, hay un determinado lazo social —basado en esta economía narcisista— que une a los individuos y expulsa el objeto a destruir. Pero, ¿cómo? La respuesta era aparentemente simple: la cultura, entendida como la formación de construcciones e instituciones al servicio del programa de mantenimiento del principio del placer, se soporta sobre la base de estas “potentes identificaciones”. Léase religiones, ejército, movimientos liderados o partidos políticos. Eros, capturado en el espejo de Narciso, construye e instituye así lazos afectivos, que sirven a la causa de esta necesaria cohesión social.

Kant ya había planteado el problema en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres: los animales tienen el instinto para cumplir su programa de satisfacción de la necesidad, pero el hombre está dotado de pensamiento y eso complica las cosas. Cuando Kant plantea el problema de la cultura, mira al cielo buscando el sentido último de ese don celestial. Borra con ello la peculiaridad deseante de cada sujeto. El sujeto, en su relación con los otros, se entiende desde lo universal, en línea con un programa ético perseguidor de fines últimos. Ignora así la dimensión que aporta el lenguaje en ese particular encadenamiento del sujeto a la repetición de ser, fantasmáticamente... criatura de lenguaje: forofo “partidario”, “skin head” o autoinmolable “muyahidín”.

Darwin bajó la escala del cielo kantiano a la filogénesis de la especie, y puso otra vez al hombre genérico en la trayectoria animal. Pero Freud ve ahí un hiato, un salto del animal al humano. Ese salto no lo podía explicar la descripción evolutiva darviniana y mucho menos la metafísica. Esto le lleva más en su análisis: ¿por qué el hombre tuvo necesidad de crear la cultura como medio para mantener esa economía del principio del placer? ¿Por qué la búsqueda del placer y la evitación del dolor lleva al hombre a esa otra “evolución” descomunal que es la civilización? El tratamiento de esta cuestión le conduce —con paradas interesantes en el erotismo anal— al análisis de la formación del yo, y a la configuración inicial de los instintos: Eros y Thanatos.

Freud, adherido a la evolución, la entiende como la conquista por parte de los instintos de nuevos modos para su satisfacción. Pero en esta conquista, han de contar con una resistencia: la inercia al abandono de las viejas formas de descarga. Sobre este modelo evolutivo trata de explicar lo que observa más nítidamente en su consulta: las transformaciones de la pulsión de muerte. Esta es la guía fundamental que encontró en 1920 para la práctica clínica: su localización mediante la palabra y el silencio; y por oposición, las barreras que construye Eros (más frágil y débil) para contenerla. Es mediante Eros que nos distanciamos de la repetición inercial de la muerte y nos elevamos a relaciones cada vez más complejas de la palabra.

Eros y Thanatos son para Freud una exigencia teórica necesaria para entender la economía y la dinámica del aparato psíquico. Eros imbricado con Thanatos, Eros interponiendo defensas contra la eclosión de Thanatos. Parece un mito milenario. Pero si nos quedamos ahí, no entendemos a Freud.

Pues bien, la primera barrera que la cultura antepone a la pulsión de muerte es la prohibición del incesto. Una primera detracción de libido a la vida sexual por parte de la cultura. Una prohibición que separa evolutivamente la “horda primitiva” de la primera institución del “Derecho” y de la “Ley”: el totemismo. Freud creía esta versión de la antropología, la que entonces existía. Sin embargo, considera que el peso de la ley, en su forma más elaborada, sólo llega con el monoteísmo, con el judaísmo.

Las religiones monoteístas introdujeron la dimensión del padre con todo su peso simbólico e imaginario. Simbólico por lo que tiene de deuda, de sometimiento a la ley... De servidumbre voluntaria y obediencia al super-yo. Una instancia psíquica que encuentra su soporte real en las instituciones. Esta obediencia “interna” a la ley sólo es posible con el desenlace del Edipo. La ley marca los límites a la satisfacción, tanto en su transgresión, como en la prohibición, que permite acceder a un terreno libre de tensiones, autorizado. Pero hay un resquicio en este desenlace mediante el cual la pulsión no puede localizar en el exterior un destino para su descarga, sino en el interior a la manera de irredenta culpabilidad y castigo. La neurosis obsesiva da cuenta de este destino para la pulsión thatánica.

En cuanto al padre imaginario, es la sumisión a lo que Freud llama “autoridad exterior” (äussere Autorität). Se trata de un mandato que funciona sólo en tanto hay una “autoridad exterior”. Aparece como “presencia” que nos intimida y nos recuerda, que si no cumplimos el deseo del Otro, el mandato, vendrá “la retirada del amor”.

Al afecto que produce el temor a dicho elemento externo, que obliga cuando somos niños pero también cuando se hace presente el padre terrible (no se puede leer el deseo del Otro) lo llama “soziale Angst”. De manera que hay presencia amenazante, directa o indirecta, y con ella, ajuste al mandato. Pero si tal presencia no existe, la prohibición falla, y el sujeto no tiene porqué abandonar el modo de satisfacción adquirido. Evidentemente, el sujeto no tiene consciencia de esta dependencia de la demanda del Otro en la escalada cultural (la de la madre, del maestro o del padre, etc.).

Fenomenológicamente el padre imaginario puede aparecer de múltiples formas, pero no hay un punto “0” de partida del deseo así constreñido, sino un juego de miradas, de ilusión mediante el cual, el sujeto encuentra el camino para incluirse en la demanda de un otro que le captura fantasmáticamente.

Este análisis de la dependencia del Lust Ich, del yo primitivo del placer, que sólo reconoce la amenaza exterior y por eso se somete, lleva a Freud al análisis de la unidad imaginaria en las formaciones de masas. Si no hay ley interiorizada, si no hay Super-Yo, no hay individuo, hay autoridad externa e identificación al significante común por miedo a la “pérdida de amor”. La pérdida de amor es la pérdida de lazo, de “masa” para soportar la entrada en el desamparo (Hilflosigkeit).

La identificación imaginaria al semejante permite no sólo sostenerse como ser deseante en el juego de miradas, en la reflexión de imágenes en espejo, sino que brinda a la pulsión de muerte una localización fuera del “nosotros”, en el exterior en donde se arroja lo displacentero. Un exterior marcado como causa de todo mal, que el discurso localiza: “los gentiles” para la comunidad cristiana a partir de San Pablo, “los judíos” para los nazis o “los extranjeros” para el actual ultranacionalismo. Freud analiza cómo solucionan el malestar este tipo de agrupaciones, cohesionadas por identificaciones especulares: simplemente sitúan la pulsión de muerte fuera del campo propio, en esa extimidad tan cercana inconscientemente (el extranjero), pero tan ajena para la conciencia.

Estas identificaciones imaginarias abren cauces a una economía libidinal sostenida por el narcisismo. Se construye barreras, instituciones, ejércitos atrincherando la satisfacción erótico-narcisista en el campo de “los nuestros”, mientras se eyecta la agresividad (un modo de la pulsión de muerte) contra “los otros”. Y si llega el caso que, por efecto de la rivalidad o el odio, ocurra algo reprochable para los propios, siempre podrá deslizarse la pulsión hacia el otro, tachándole de causante, incitador, o peor aún, de traidor. En definitiva, como en el transitivismo infantil: el otro se convierte en culpable y merecedor del castigo que entraña el acto del propio o los propios. Hay un ejemplo que conocemos bien los españoles: es el “y tú más”. Así, tal como demostraron las pasadas elecciones por ejemplo, el sujeto plenamente identificado a ese significante (las siglas de su partido) en el que se ha alienado, es impermeable a toda crítica. Su consistencia depende de lo excluido. Nada malo le atañe, ni la propia corrupción, pues “lo hacen los otros”, así que nada hay que le interrogue. Cuanto peor para el otro, mejor. Ha exorcizado el malestar. Por tanto, habrá encontrado una causa externa sobre la cargar las tintas.

*Sergio Hinojosa es profesor de Filosofía.

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