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Los diablos azules

¿El novelista de qué?

El escritor Rafael Chirbes.

Alfons Cervera

“La Transición no fue tan dulce, ni tan tranquila, ni tan admirable como se empeña en contar la versión oficial de una memoria que continúa partida en dos mitades”. Así de claro habla Yo no voy a olvidar porque otros quieran (Montesinos, 2017), el nuevo libro de ensayos de Alfons Cervera en el que emprende “un acercamiento crítico a una memoria que ha arrinconado en el lado oscuro de la historia la dignidad de la II República y de quienes la defendieron y la siguen defendiendo a contracorriente y a contratodo”. Entre ellos estaba el novelista Rafael Chirbes, autor de Rafael ChirbesCrematorio y En la orilla, sobre cuyo compromiso literario escribió Cervera en El correo de Euclides (Fundación Max Aub, 2016) . Publicamos ese texto, recogido ahora en el libro.

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entonces, a la orilla

del anchuroso mundo me quedo solo y pienso

hasta que amor y fama se abisman en la nada

John Keats

La escritura fuerte, abrupta a ratos porque no hay daño que pueda saldarse con caricias como al lomo de un gato, se alimenta de lo que despreciamos. Al enemigo ni agua. Norma de conducta para que no nos engañen con la razón de las emociones. Las emociones muchas veces, demasiadas veces, son pura trampa. Puentes que interrumpen en vez de comunicar una parte y otra del conflicto. Porque la escritura es un conflicto. O eso o es otra cosa: hacer llorar, por ejemplo. Quien lee, también demasiadas veces, quiere eso mismo: soltar lágrimas como si se tratara de soltar lastre en vez de enfrentarte sin miedo a lo que lees. Hablo de Rafael Chirbes, de su escritura, de lo que esa escritura y su vida tenían de común. O de divergencia vivida a degüello. Él mismo lo decía de Cervantes. Con qué ganas odiaba a su Quijote. “Nunca, en anteriores ocasiones en que lo había leído, me había dado tanta sensación de desprecio del autor hacia su personaje: un narrador agrio, malhumorado con su protagonista al que considera peligroso payaso”. Lo escribe en unos fragmentos de sus Diarios publicados en la revista turolense Turia.

Pues eso. Si leemos bien (o regular, pero nunca mal) a Chirbes nos daremos cuenta de que no le gustan los personajes (casi todos los personajes) que salen en sus libros. Aunque él mismo diga que se identifica con los peores. No le hagan mucho caso, al menos en eso. Precisamente los sacaba en sus páginas para mostrárnoslos como Cervantes a Alonso Quijano: haced con ellos lo que queráis, como hacían los próceres romanos con los primeros cristianos en los circos de leones. Pero él se guardaba el desprecio público para quienes han convertido el mundo en un estercolero. No hablo del estercolero de la crisis que nos agota desde hace unos años. Hago aquí un inciso: me entra una risa rabiosa cuando leo eso de que Rafael Chirbes es el novelista de la crisis. Quien dice eso es que no lo ha leído nunca hasta Crematorio y En la orilla. Menudo bagaje lector. Por escaso. Por ridículo. Por hablar sin saber, que por otra parte es una manera muy extendida de intervenir actualmente sobre las cosas. La crisis en sus relatos está desde el principio. Ya en aquella excelente Mimoun la contaba. La huida, dejar atrás “el olor a estiércol”, alejarse de los sitios con la cabezonería de quien considera que el destino es algo inevitable: “Como si no hubiese estado nunca en ninguna parte y, por eso, estuviera condenado a seguir viviendo”.

A veces parecía su escritura una escritura de ciencia ficción. Y eso que siempre fue considerado un escritor realista. No sé qué es eso. Las etiquetas no las necesita quien escribe, obedecen seguramente a otras necesidades que no son las suyas. Digo ciencia ficción de la misma manera que podría decir salvando algunos detalles propios de una y otro Franz Kafka. La capacidad de adivinar lo que vendría luego y el augurio de que a lo mejor era para siempre. Como rozarte con un ramito de perejil la palma de la mano y saber la mujer experta que tu vida iba a ser esto o aquello y que no te rieras porque entonces el hechizo se desbarataba. Escribir de lo que todavía no existe, como si en vez de la pluma o el ordenador usaras una rama de perejil para no fallar en las predicciones. “El poeta más grande… se coloca allí donde el futuro se vuelve presente”, escribía Walt Whitman. Lo leía Chirbes, al poeta máximo. Lo leía todo este escritor que aprendía de los otros lo mejor para lo suyo. Leía y escribía. Sin parar, una cosa y la otra. Y en el medio de los dos oficios, otro igual de raro: el de recomendar lo que había leído. Para quien no lo sepa: recomendaba Chirbes un libro, le hacías caso porque nunca te estafaba, y a los pocos días (a los muy pocos días) te sometía a un examen de lectura. La energía de la buena escritura para contar lo que ni siquiera sabe quien escribe. Por eso, entre otras mil razones, admiraba a Galdós: “Ésa es la literatura buena, la que te está contando su tiempo (el del autor) y a la vez lo que está pasando hoy”.

Había para él mucha buena literatura. Pero la más era la de Galdós. El XIX de muchos sitios, no sólo el español. El francés. El ruso. De ahí salen él y lo que escribe. Y lo va haciendo a su manera, sin que esa fijación suponga un obstáculo a la hora de convertir en suyo lo que descubrió en otros mucho tiempo después. Por eso lo que decía al principio acerca de la crisis: lo de Chirbes sucede después, nunca antes ni en el instante mismo en que está sucediendo. Eso lo distingue del resto, de ese realismo a ratos vergonzante, de esa prosa plana, sin raspaduras, que prolifera por el territorio de las modas. Digo que lo leía todo. Pero casi nadie habla de los libros que de muy joven lo alimentaban y lo iban convirtiendo en el lector compulsivo que luego sería. Las novelas baratas que se vendían en los quioscos de su pueblo, las que se cambiaban por otras cuando ya las habías leído, esas cien páginas escritas por auténticos trabajadores a destajo de la literatura. No hace mucho encontré en una de Silver Kane, algo que me llevó al mundo literario de Chirbes: “Esa historia tiene muchas cosas malas, y la más mala de todas es que es cierta”. ¿Les suena? Lo escribió Silver Kane en una novelita del Oeste: La noche de los ahorcados.

Las historias de Chirbes. Las que no presentan ninguna hendidura por la que escapar, como el protagonista de Mimoun escapa de las llamas en que se han convertido las casas que no eran refugio de sus habitantes sino abismo al que se precipitan sin remedio. Las primeras novelas, eso sí, tenían un cierto gusto a poesía. Hay quien habla de que algunas de esas novelas son en realidad largos poemas en prosa, como está hecha mucha de la poesía imprescindible. Pero a Chirbes no le gustaba el lirismo en las novelas, él era más de la escuela hard boiled, de la de no dar respiro, de la de bregar con las sombras más que con la luminosidad de los paisajes de dentro y de fuera de los personajes. Miren si no en qué se convierte esa luz mediterránea que “brilla” en Crematorio y En la orilla: la ciénaga que llena el alma corrupta de un tiempo devastado por la corrupción. A qué huele lo que se pudre. A qué sabe. Y al lado de esto mismo, la mayor de las corrupciones en las que toda su obra insiste, sin que falte en una sola de sus páginas: las traiciones. Aquí la mayor presencia entre las muchas que llenan sus novelas. El mayor daño, el dolor insoportable: la conversión de la lealtad en un pastoso grumo de carroña. No sé si hay alguna de sus novelas donde no aparezca la traición. Lo que fuimos y lo que somos, en lo que nos convierte la codicia, el acomodo a los tiempos de la euforia, la nobleza hecha jirones de desfachatez y de insolencia en la mirada y los gestos de quienes han cambiado los sueños por el engorde —como si fueran cerdos— de sus cuentas corrientes.

¡Cuántos ejemplos! Lo repito ahora, otra vez: el escritor de la crisis: ¿de qué crisis? La capacidad para traicionar lo que antes amamos, lo que fuimos en un momento de nuestras vidas: ahí, por otro ejemplo y muy antiguo, La buena letra, una de sus novelas que más quiero. El preso republicano condenado a muerte en primera instancia que se hace rico cuando sale de la cárcel, que se junta con quien golpeó desde el falangismo victorioso a su propia familia. La traición de Antonio con la ayuda de una femme fatale que parece surgida, precisamente, de una de aquellas hard boiled que antes les contaba. Y las reflexiones de Ana, la mujer rota que se niega a claudicar: “Esos recuerdos eran como los ladrillos de la casa que nos habíamos esforzado en construir y que, ahora, de repente, se desmoronaba dejándonos otra vez a la intemperie”. La intemperie. Otra característica de la obra narrativa de Rafael Chirbes. Sin concesiones a la galería. Sin la inútil poesía de las emociones. Un artefacto que te deja sin el aire que necesitas para respirar. Sin cobijo. Sólo la borrasca que te espera cuando sales del libro. Nada en calma. Y Ana, la esposa Ana, la madre Ana, la cuñada Ana, haciendo verdad —con su relato mostrado como excepción y anomalía— lo que escribía el propio Chirbes de Galdós: “Los pobres no tienen historia en las historias contadas por los ricos”. Porque ésa es otra: en la parte de acá de las traiciones sigue pugnando en su lucha por la memoria de quienes lo perdieron todo, la guerra y todo, el compromiso de no claudicar, de seguir en la brecha del recuerdo, de no negar que aunque “la derrota es un hecho” como escribía Max Aub en Campo de los almendros y Chirbes lo cuenta en El novelista perplejo lo que nos queda de aquella derrota de todas las derrotas es la necesidad de seguir escribiendo, de seguir contando historias. Y también, como él mismo escribía en sus Diarios, “seguir contándole la vida a alguien”. La vida, aunque sea sin colores. Lo que llena las novelas y los otros libros de Rafael Chirbes. La cosa aquella del poeta grande a que aludía Whitman. “La literatura buena”, que Chirbes veía en Galdós y en tantos otros de sus escritores necesarios. Hay que leer a Chirbes, el novelista de la crisis.

¿El novelista de qué...?

*Alfons Cervera es escritor y periodista. Su último libro, Alfons CerveraYo no voy a olvidar porque otros quieran (Montesinos, 2017)

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