Luces Rojas

La pesadilla valenciana

La pesadilla valenciana

Justo Serna

Canal Nou

Nunca hubo una caja B, ni dinero negro que sirviera para lucrarse, ni financiación ilegal de la organización. El Partido Popular de la Comunidad Valenciana ha sido ejemplo de líderes probos y de gestiones honestas, de apego a la tierra, de identificación con sus gentes, unidas por señas comunes y por grandes propósitos. La visita del papa a Valencia benefició a sus habitantes, unidos en una fiesta de celebración. El Partido Popular no tiene a nadie imputado, a nadie cesado o dimitido. Nadie ha sido condenado.

No hubo campañas electorales irregularmente financiadas. No hubo proyectos costosos con presupuestos doblados. No hubo obras innecesarias, sino eventos y construcciones con diseños vanguardistas que provocan el asombro: la Ciudad de las Artes y las Ciencias, Terra Mítica, la Ciudad de la Luz, la Copa del América, el Gran Premio de Fórmula 1, el Aeropuerto de Castellón. No hubo gastos rumbosos. No existieron los casos Orange Market, Gürtel, Brugal, Emarsa, Cooperación, Taroncher, Fabra, Nóos. No existió contabilidad en negro. No existió dinero oculto, excedente: público o privado que se empleara para obsequiar a afines, a amigos, a socios, a clientes. Nada.

Nada ha ocurrido y nada de lo que publican los periódicos hostiles es cierto: todo es falso salvo alguna cosa. Alguna cosa es nada y nadie tiene que avergonzarse de nada. El comportamiento de los dirigentes del Partido Popular de la Comunidad Valenciana ha sido honesto, de una honradez sin tacha. Nadie podrá probar que no son inocentes.

La farsa valenciana

Hace décadas, Valencia era emblema de la pequeña fábrica, de la gente activa e imaginativa que tenía mundos y proyectos en la cabeza. La capital se asociaba a las Fallas, y la fantasía local era fértil. Desde la agricultura a la pequeña industria, los naturales se esforzaban por comercializar sus géneros. De hecho, este antiguo reino había sido una productiva región productiva, con plazas mercantiles de mucho tráfico.

En fechas recientes, las cosas cambiaron. Valencia aparecía como la tierra prometida que el Partido Popular predicó, una utopía provincial, de tres provincias. O, si se prefiere, una quimera convincente para gentes ricas, para gentes que creían ser ricas o para gentes que esperaban ser ricas gracias al suelo.

¿Suelo? El resultado es desolador. Valencia aparece ahora como la tierra que han saqueado políticos venales y especuladores: tipos avispados, muy mundanos (con mucho mundo, vaya) que han sabido qué hacer para enriquecerse y de paso para edificar y socavar una Comunidad histórica. Hasta hace poco, los valencianos eran el ejemplo de la prosperidad edilicia, de la intuición. Hoy, quienes prometieron aquel ensueño nos han dejado un mundo en ruinas. Al menos en parte: lujos cuarteados con brillos opacos.

En La farsa valenciana trato de estas cosas. Es un libro sobre la corrupción, sobre el clientelismo, sobre los usos y abusos del poder. Del poder local. O no tanto: el caso valenciano es ejemplar y, gracias a los eventos, universal. Por las páginas del libro desfilan personajes impensables, una parada de monstruos. Pero para poder soportar tamaña desvergüenza he debido combinar análisis y guasa, humor negro y drama. El volumen no es un examen pericial del despilfarro. Es un análisis de la herida valenciana. Y es un estudio de caracteres, esos personajes y sus trapisondas. Me valgo de la antropología, de la psiquiatría. Y de la historia, claro. Son disciplinas forenses que examinan lo pasado, lo remoto, lo muerto.

La Valencia del delirio

Hacia 2009, todo parecía posible en la Valencia del delirio. Cualquier cosa inimaginable estaba al alcance de la mano. Por un lado, la política iba a la deriva, con instituciones trituradas. Pero los principales responsables debían aparentar dominio, ostentación: gente con desenvoltura.

Mientras Valencia era una juerga de despilfarro (“serà per diners?”), Francisco Camps, president de la Generalitat, y Rita Barberá, alcaldesa de la capital, se colaban en la fiesta que la escudería Ferrari había organizado en el circuito Ricardo Tormo de Cheste. No se colaban, claro. Habían sido invitados. Estábamos en noviembre de 2009. La crisis financiera ya había estallado, el mundo andaba encogido y comenzaban los primeros atisbos de lo que se impondría: la austeridad y los recortes.

Ese día, Francisco Camps está exultante. El entonces president se dispone a pilotar un Ferrari California descapotable. No tiene el preceptivo rojo de la marca, pero justamente por eso llamaba más la atención: es de color azul claro. Rita Barberá es la acompañante. La serie fotográfica, la galería de instantáneas que la vuelta procuró hablan de la ceguera política. O, mejor, del derroche como símbolo.

¿En qué se había basado esa ostentación, tan frecuente en la capital, pero también en Alicante y Castellón? Durante dos décadas, desde principios de los noventa, los dirigentes locales del Partido Popular controlaron las principales instituciones políticas, control reafirmado con el voto mayoritario. Y dominaron el medio televisivo autonómico, un ente de producción de realidad virtual y vistosa y una máquina de manipulación o de negación de lo evidente y perjudicial. Los dirigentes se dejaban grabar o retratar inaugurando gigantescos edificios, estrechando manos y prometiendo un país de Jauja. El crédito fluía, fluía en todos los sentidos. La deuda crecía ("serà per diners?") y la confianza que esos dirigentes despertaban parecía sólida. ¿Cómo fue posible?

El clientelismo

"Porque el que gana las elecciones coloca a un sinfín de gente. Y toda esa gente es un voto cautivo. Ese es un voto cautivo. Supone mucho poder en un ayuntamiento, en una diputación. Yo no sé la cantidad de gente que habré colocado en doce años, no lo sé. Pero entre Penyeta, Hospital, Instituto de Promoción Cerámica, Escuela Taurina, la diputación, el puerto... ni sé. Tonterías... Madre que quiere entrar en el colegio de la Consolación de Burriana... que está muy difícil... y esa señora es un voto agradecido. Por lo tanto, no hace falta que me extienda mucho más".

Estas palabras pertenecen a Carlos Fabra, presidente de la Diputación Provincial de Castellón durante muchos años y miembro de un linaje político que arranca del Tío Pantorrilles a finales del siglo XIX. Un rasgo común de la dinastía es el ejercicio del patronazgo. El patronazgo tiene una contrapartida: el clientelismo.

¿Qué es? Es un sistema de relaciones recíprocas establecidas entre patronos y clientes. ¿Qué debemos entender por patrono? Aquella persona que emplea su influencia, su posición social o su dominio político para proporcionar beneficios a otras personas: para asistir y proteger a otros individuos, para conceder favores. O al menos para que la sociedad los vea como tales y por ellos le este agradecida.

Ésta es la razón por la que dichos individuos, subordinados, se convierten en clientes. A cambio de esa asistencia o protección, el cliente proporciona a su vez ciertos servicios a su patrono, que espera lealtad del subalterno. El clientelismo no está reconocido en el sistema formal de gobierno o autoridad. Es, por el contrario, una jerarquía informal, una red de amistades instrumentales basadas en la influencia y en la lealtad personales; es una reciprocidad directa y desigual. El Partido Popular de Castellón, Valencia y Alicante ha hecho del clientelismo su principal recurso político.

Yo te doy para que tú me des. Te proporciono un empleo, yo te coloco. Siempre me estarás agradecido y en deuda, por tanto. Y me deberás respeto. La confusión entre público y privado es prácticamente total. Magnates que reparten a manos llenas, políticos que captan y redistribuyen dinero negro, estómagos agradecidos, deudas insaldables; lealtades personales.

La servidumbre voluntaria

"Gracias a Bernie Ecclestone por la confianza y el cariño que me ha mostrado todos estos años, por decir estas cosas tan preciosas, como es vincular el Gran Premio de F-1 a que yo continúe siendo presidente de la Generalitat", dijo Francisco Camps en 2007. "Yo le puedo asegurar que en los próximos días voy a intentar con mi esfuerzo ganar estas elecciones", apostilló.

El empresario propietario de los derechos hacía depender la firma final del contrato de una condición democráticamente inaceptable: que las inmediatas elecciones autonómicas las ganase el señor Camps, o sea, el PP. El mandamás de la Fórmula 1 podía decir lo que juzgase oportuno, incluso aunque nos molestase o lo consideráramos un chantaje. Aquello que resultaba inaudito era la actitud servil del señor Camps.

Lejos de quitarse importancia o de protestar por tan insólita cláusula, el President de la Generalitat asentía complacido ante esa exigencia de un empresario privado, agradeciendo las generosas palabras de confianza que –según él– suponían.

La corrupción

En el siglo XIX, cuando el parlamentarismo aún no había impuesto sus normas, cuando el mundo liberal era tan reciente que las cosas y los delitos públicos carecían de nombre y la democracia continental estaba por implantarse, la redistribución de los recursos en la esfera local solía hacerse mediante ese clientelismo del que antes hablaba, mediante una lealtad ganada con favores, mediante los conocimientos y las relaciones informales. Insisto: yo te doy para que tú me des, ésa era la fórmula de intercambio político, una fórmula en la que el voto sólo era una función anexa a la influencia y en la que el asentimiento se lograba a través de las amistades instrumentales.

Frente a la incertidumbre del mercado o frente a la liza institucional, este mecanismo prepolítico de regalo, o de prestación y de contraprestación, no era una mala cosa: sus beneficiarios intentaban crear un dominio que les fuera favorable, pero sobre todo trataban de erigir un ámbito público estable, justamente en un momento en que por Europa soplaban vientos revolucionarios y levantiscos.

¿Podemos llamar corrupción a aquellas granjerías? Para que exista corrupción no basta con que se incumplan ciertas normas. Para poder hablar de corrupción debemos operar en un marco en el que habiendo distinguido lo público de lo privado nos desenvolvamos con confusión y mixtura: por un lado, la esfera de la publicidad, ese lugar en el que los actos se emprenden a vista de todos; y, por otro, la reserva de lo privado, ese espacio en el que se dan el secreto, lo íntimo, pero también el acuerdo entre particulares, igualmente sometidos a reglas. El corrupto traslada hábitos privados a la esfera de lo público y sobre todo actúa con la lógica del regalo.

En principio, donar presentes es gratuito: en el sentido de que regalamos porque se nos antoja. Más aún, quien recibe la dádiva no nos abona en metálico una suma con la que hacer frente a ese dispendio. ¿Pero es realmente gratuito el presente que se nos ofrece? Decía Marcel Mauss que el obsequio establece en realidad un servicio obligatorio. Cuando regalamos a alguien y éste consiente, entonces se forja entre nosotros una red invisible, pero real, de deberes, un sistema de obligaciones, de prestaciones y contraprestaciones, basado en la lógica de la devolución proporcionada. La mafia reparte servicios como si de obsequios se tratara con el propósito de usurpar el papel del Estado, de suplirlo, atrapando a los agraciados en el favor criminal y desgraciado.

Si no restituyéramos el valor de aquel presente o si simplemente obsequiamos con algún bien de desigual importe a quien previamente nos retribuyó con derroche, entonces seríamos unos aprovechados o unos desagradecidos. Cometeríamos una descortesía roñosa, la tacañería del mezquino, o, más simplemente, decretaríamos una guerra personal, un hostigamiento. En fin, repito: el agraciado, el parroquiano, no recibe gratuitamente y, como indicara Mauss al hablar de los dones, queda enredado en un sistema de obligaciones que ha de corresponder o de devolver para así saldar la deuda contraída. Si esto se da en el ámbito de lo público, entonces el don corrompe y, justamente por eso, el político acaba cumpliendo las reglas que figuran en cualquier breviario de podredumbre.

No le busquen los tres pies al gato, el gato ha cazado ratones durante dos décadas y su fundamento es ése: subordinación, expectativa, sujeción, recompensa. Ahora, el Partido Popular parece a la deriva. Como está a la deriva un País Valenciano que admitió un discurso y un poder de exaltación y ostentación con recompensa. Una pesadilla.

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Justo Serna es Profesor de Historia en la Universidad de Valencia. Autor de numerosos trabajos académicos sobre historial cultural, también escribe con asiduidad en prensa. Su último libro es La farsa valenciana (Foca, 2013).

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