Luces Rojas

Algo de perspectiva

Algo de perspectiva

Lucas Duplá

Tras cinco años de Gran Recesión, durante los que la degradación de la economía española aumentaba y aumentaba sin fin, y tras haber tocado fondo hace pocos meses, la actividad económica en España entra en una nueva fase, que podríamos comparar con una larga travesía por el desierto, caracterizada por la insuficiente creación de empleo, en su gran mayoría precario.

Contamos con una cierta cantidad de información relativa a las causas de la crisis financiera que arrasó el mundo en 2007: la desregulación financiera mundial –que aumentó sin pausa desde los años 80– tuvo un papel primordial; en el caso de España, la entrada en el euro en 1999 exacerbó la capacidad de destrozo de una eventual crisis financiera, ya que la divisa común provocó un abaratamiento sin precedentes de los costes de financiación. Ello llevó al sector privado español, fundamentalmente a las grandes empresas, aunque también a pymes y particulares, a endeudarse enormemente con el exterior.

Como es sabido, el sector estrella de este proceso –aunque desde luego no el único– fue el de la construcción, y la necesaria correa de transmisión fue el sector bancario, cuyas carteras crediticias se expandieron a una velocidad completamente insostenible, expansión financiada con deuda procedente del exterior, fundamentalmente del norte de Europa.

Todo ello ante la pasividad absoluta del Banco de España (cuyo gobernador del momento, Jaime Caruana, ignoró en reiteradas ocasiones las quejas y advertencias de sus propios inspectores), y del inisterio de Economía. Este endeudamiento exterior colocó a la economía española en una posición de enorme vulnerabilidad ante un posible empeoramiento de las condiciones de los mercados financieros.

Una vez comenzado el tsunami financiero, tras la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008, el Tesoro de EE.UU. rescató, a lo largo de un año y medio, la friolera de 734 instituciones financieras por un importe total de 200,000 millones de dólares. Entre ellas figuraban los principales bancos de inversión, como Citigroup, Merril Lynch, Bank of America, JP Morgan Chase, Morgan Stanley o Goldman Sachs. En Reino Unido sucedió algo similar, siendo nacionalizados bancos del tamaño de Lloyds o Royal Bank of Scotland. También se produjeron importantes rescates bancarios en Holanda, Bélgica, Francia y Alemania.

En España, con un sector bancario igual de degradado (o más) que los anteriores, aunque aquejado de males distintos, se mareó la perdiz durante dos (preciosos) años. El gobernador del Banco de España de aquel momento, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, en lugar de aprovechar la todavía buena situación de España en los mercados para hacer una limpieza a fondo del sistema financiero, ignoró su mandato y sorprendentemente dedicó todas sus energías a solicitar al gobierno, con insistencia, que realizase sucesivas reformas laborales y, en general, que debilitase el Estado de bienestar de diversas maneras.

El propio gobierno, a su vez, tenía una idea muy equivocada de la solvencia del sistema bancario español. La estrategia del establishment patrio se redujo a cruzar los dedos para ver si las cosas, una vez más, se solucionaban solas. Como es bien sabido, no fue así, y el detonante del drama español fue el fraude en la contabilidad nacional griega, detectado por Eurostat tras una auditoría entre noviembre de 2009 y enero de 2010.

A partir de ese momento, la mitad sur de Europa junto con Irlanda pasó a ser considerada un apestado en los mercados de crédito internacionales y comenzó el verdadero desastre para España: fue en ese momento cuando los defectos de diseño del euro se hicieron manifiestamente visibles.

Atados de pies y manos

A partir de 2010, el grifo del crédito se cerró drásticamente en España: a miles de empresas les resultó literalmente imposible financiarse, independientemente –y esto es lo más grave– de si eran viables o no. En esta crisis, además de las quiebras de empresas sobreendeudadas o no rentables, ha sido tristemente frecuente que empresas perfectamente operativas, y con pedidos para, pongamos, los próximos dos años, quebrasen por no poder pagar a sus proveedores, simplemente porque el banco no les adelantaba el circulante necesario. Esta es una de las características que diferencian una depresión económica de una recesión.

Hasta junio de 2012, el BCE abandonó prácticamente a su suerte a los países débiles de la eurozona, comportándose como si solamente fuera el banco central de los países acreedores. Simultáneamente, la Comisión Europea, el gobierno alemán y el BCE impusieron en tándem a todos los países periféricos una única salida: recorte de gasto público –fundamentalmente gasto social– y devaluación interna, es decir una bajada muy importante de los salarios de los trabajadores, cargando de este modo todo el coste del ajuste en los más desfavorecidos.

En algunos casos, como en Grecia o en Italia, la imposición fue extremadamente directa, bien forzando dimisiones de políticos que estuvieran en desacuerdo, bien imponiendo gobiernos de tecnócratas que, sin pasar por las urnas, aplicaran las políticas económicas decididas en Berlín. En el caso español, la injerencia ha sido algo más discreta, aunque no menos eficaz.

Si España hubiera tenido moneda propia, podría haber mejorado su competitividad devaluando la moneda. Esta no habría sido una solución perfecta, ya que los trabajadores también habrían pagado una parte importante de la factura, pero los costes en términos de cohesión social habrían sido mucho menores.

Todo cambia para que todo siga igual

Pese a que actores tan distintos como los gobiernos de los países periféricos, la Comisión Europea, el FMI o el gobierno de EEUU han señalado reiteradamente la necesidad de una reforma profunda de la arquitectura del euro compuesta por tres elementos: 1) eurobonos; 2) unión bancaria; 3) plan Marshall europeo, el gobierno alemán sólo ha permitido crear una unión bancaria descafeinada que todavía no está operativa. El resto de elementos no está siquiera en la hoja de ruta actual.

Opciones disponibles

En un muy interesante debate que se ha producido en infoLibre recientemente, Ignacio Sánchez-Cuenca afirma que la mejor opción que tiene España actualmente es amenazar a los países acreedores con abandonar el euro, para de esa manera forzar un cambio institucional que corrija los conocidos errores de diseño de la moneda única.

Por su parte, Carlos Closa recuerda las ventajas que tuvo para España la entrada en el euro (algo que se tiende a minusvalorar en la actualidad), y asegura que una salida en este momento sería (aún más) dramática para España. Por otra parte, considera que la amenaza española de salida del euro no sería creíble, lo que la haría inefectiva, y que, de producirse, la salida de España afectaría poco a Alemania.

Discrepo de Closa en que, en mi opinión, la salida del euro de España y varios países periféricos sí dañaría mucho a Alemania: las empresas alemanas sufrirían enormemente con un marco que se apreciaría hasta niveles insospechados, complicando mucho la estrategia económica nacional de exportación masiva de bienes industriales. Por otra parte, el sistema financiero alemán sufriría enormes pérdidas como consecuencia de los seguros impagos de deuda soberana y corporativa de los países periféricos.

Entonces, ¿es viable la estrategia de amenazar con abandonar el euro? Lamentablemente, no lo creo. Esa estrategia fue creíble y tuvo sentido hasta julio de 2012 (momento en el que Mario Draghi, presidente del BCE, afirmó que haría “lo que fuera necesario” para garantizar la supervivencia del euro).

Entre enero de 2010 y julio de 2012, los mercados financieros mundiales y muchos líderes políticos creyeron, con angustia creciente hasta el “momento Draghi”, que existía una posibilidad real de ruptura inminente del euro. Hubo momentos de verdadero pánico. En esos momentos, tanto España como el resto de los países periféricos, estaban abocados a una quiebra en el muy corto plazo. Dicho de otro modo, tenían muy poco que perder.

Si en, pongamos, febrero de 2012, España, Italia, Portugal, Grecia e Irlanda hubiesen amenazado con abandonar el euro conjuntamente, probablemente habrían conseguido las concesiones necesarias. Además, en aquel momento esa estrategia era coherente, ya que seguir en el euro en aquellas condiciones era poco menos que un suicidio.

Sin embargo, actualmente Draghi ha logrado aplazar (que no eliminar) esos riesgos, y un político español tiene mucho que perder y muy poco que ganar (en el corto plazo) de una salida del euro. Coincido con Closa en que España ahora mismo tiene poco o ningún poder de negociación en este sentido. Es posible, por otra parte, que el nuevo gobierno alemán de gran coalición esté algo más dispuesto a hacer concesiones.

El momento de la verdad

Ahora bien, ¿está solucionado el problema? En absoluto. La estrategia seguida por los países acreedores no va a ser efectiva en el medio plazo. Todos los países de la periferia, entre ellos aquellos cuyos niveles de gasto son sustancialmente menores que la media europea, como le ocurre a España, han experimentado crecimientos explosivos de su deuda pública durante los últimos cinco años.

En el caso español, estos aumentos de deuda se deben al rescate bancario y, sobre todo, a la insuficiente recaudación fiscal que ha causado y sigue causando el paro masivo. Al tesoro español –pese a haber recortado una y otra vez un estado de bienestar menguante durante los últimos años–, le es imposible reducir el déficit fiscal mientras no se cree empleo en una cantidad suficiente. La única posibilidad que tendría de lograr un déficit cero sería dejando de pagar las prestaciones de desempleo y las pensiones, algo que ningún gobierno está dispuesto a hacer.

Los países periféricos salen de esta crisis muy tocados, con niveles de deuda insostenibles en el medio plazo. Antes o después estos países, empezando por Grecia, tendrán que impagar total o parcialmente su deuda. No sabemos cuándo llegará este momento, quizá en cinco años, o en diez. Puede que reestructuren su deuda todos los países deficitarios, o sólo algunos (Italia lleva décadas funcionando bien con niveles altísimos de deuda, pero por otra parte Italia es el único país del sur de Europa con un sector industrial verdaderamente fuerte).

Es paradójico que para Alemania habría sido claramente más barato, y mucho menos traumático, emitir eurobonos que soportar la oleada de quiebras soberanas a la que en algún momento tendrá que enfrentarse. Pero ciertamente eso le tocará a otro gobierno alemán, no al de Merkel, y si algo hemos podido comprobar recientemente es que la visión a medio plazo de las élites políticas europeas de hoy es, lamentablemente, inexistente.

Hay quien afirma que una política monetaria permanentemente acomodaticia del BCE podría permitir que Europa funcionara con un sur que acumule una deuda ingente y creciente, como Japón, pero me parece extremadamente improbable: Japón ha sido un país con superávit por cuenta corriente (es decir, que financia al resto del mundo) en todo momento, desde el final de la II Guerra Mundial hasta la actualidad. Es decir, que no ha necesitado financiación exterior: exactamente lo contrario de la Europa periférica.

Cuando llegue el momento de la verdad, quizás en la próxima recesión de calado mundial, o cuando pinche la próxima gran burbuja, los países del sur se verán de nuevo acorralados y tendrán de nuevo ocasión de plantarse. Veremos si serán capaces de hacerlo unidos.

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Lucas Duplá es analista financiero especializado en valoración de productos derivados. Licenciado en economía en la Universidad Complutense y Máster en finanzas cuantitativas por la Escuela de Finanzas Aplicadas (AFI).

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