Luces Rojas

Esperando a Godot

Carlos Álvarez Pereira

Estamos atascados a toda velocidad. El frenesí informativo de las infinitas cosas que pasan cada día nos impide ver nuestro inmovilismo teórico y práctico en la dimensión más transcendente. Como en la obra de Samuel Beckett, parecemos condenados a volver sobre lo mismo sin más salida que esperar a que alguien o algo externo venga a resolvernos la vida.

Este inmovilismo afecta sobre todo al llamado "mundo desarrollado". El resto del planeta tiene claro lo que quiere, vivir mucho mejor y que su existencia sea reconocida, y persigue con ahínco ambos objetivos, con métodos a veces brutales y a veces más sutiles, pero siempre tenaces. Y curiosamente está también muy atento a los dilemas globales que afrontamos, cuya solución tal vez termine viniendo de su parte y no de la nuestra.

Porque en Occidente seguimos atascados en el mismo punto que antes de la crisis, en el mismo que desde hace varias décadas, pensando que la clave del bienestar es un consumismo a crédito que entretiene nuestras vidas tanto más cuanto las vacía de sustancia, e ignorando que la trampa financiera en la que nos hemos metido quema el menos renovable de todos los recursos, nuestro futuro.

Ya deberíamos asumir que nuestro modelo de prosperidad ha dejado de funcionar (si es que lo hizo alguna vez correctamente). Hace medio siglo lo anticipó el precursor Radovan Richta: nuestra civilización está en la encrucijada. Pero persistimos en no verla, en imaginar que la crisis de la economía, los conflictos violentos y las fracturas medioambientales son coyunturales e independientes, como si no fueran signos del mismo colapso, facetas del mismo imperativo categórico, el de encontrar el camino hacia una vida decente para todos los terrícolas que sea compatible con el ecosistema.

Nuestro bloqueo tiene múltiples aspectos y muchas razones, buenas y malas. No nos atrevemos a repensar en serio la economía, presos de un simplismo dogmático que identifica empresas y economía de mercado con capitalismo, una trágica confusión alentada por la parte más ciega del poder económico, aquella misma a la que no le preocupa un colapso sistémico porque cree que podrá seguir ganando en todas las circunstancias, derivados financieros mediante.

En la geopolítica seguimos siendo rehenes de los mismos marcos mentales, escribiendo la Historia desde cada parte como un relato de buenos y malos, en el que los buenos (nosotros) estamos moralmente justificados para prevalecer a cualquier precio sobre los malos (ellos). Una lógica de patio de colegio, pero practicada con tal solemnidad y tantos medios modernos de destrucción que es causa de infinitos sufrimientos y alimento eficaz de rencores futuros que mantendrán viva la llama de la barbarie, propia y ajena.

Y paradójicamente también nos bloquea una innovación imparable, con la que nos convertimos en voraces mónadas egoístas propensas a la obesidad, tanto alimentaria como de infinitos artefactos instantáneamente caducos, producidos a bajo precio y altos costes sociales y ecológicos. En este juego de globalización competitiva, las tecnologías digitales tienen un papel muy ambiguo: portadoras de mil esperanzas, es difícil no ver también en ellas el instrumento de monopolios privados cuya pasión por los datos no persigue promover la diversidad y creatividad de la vida humana sino controlarnos mejor y vendernos más cosas.

De éstas y otras maneras, no salimos de los marcos dentro de los cuales nuestros dilemas no tienen solución, cuando deberíamos bifurcar, transcender los dilemas hacia un estadio superior de organización, más complejo pero más viable.

Sin duda, y me duele decirlo, sufro especialmente esta percepción de inmovilismo por vivir en una Europa atrapada en el dogmático austericidio del que EE.UU. se alejó a toda velocidad al inicio de la crisis, y en particular en España, donde me parece que estamos en la quintaesencia del no pensar ni debatir con perspectiva.

Aquí alcanza su máxima expresión la angustiosa espera, a ver si milagrosamente aparece algo que pueda servir como proyecto de país, pero por supuesto sin que sea producto de nuestros pensamientos y acciones, no vaya a ser que nos signifiquemos por nuestra originalidad y nos arriesguemos a equivocarnos. Ésta debe ser la razón última de que decidiéramos usar sólo el 40% de los 100.000 millones de euros puestos a disposición por el BCE: no íbamos a saber qué hacer con el resto.

Aquí, después de cuatro años de reformas que han provocado la caída de ingresos salariales y el recorte de inversiones en educación, sanidad e I+D+i, parecemos instalados en la augusta sabiduría del que divide los problemas en dos clases: unos que se resuelven solos con el tiempo y otros que por irresolubles no merecen que les dediquemos atención.

Mientras tanto, seguimos con muchos millones de desempleados y no solamente jóvenes o poco cualificados, sino cada vez más profesionales de más de 40 años, altamente cualificados y experimentados, que provienen de sectores de alto valor añadido para los que parece que éste no es el país adecuado.

Ya decía Tolstoi que cada matrimonio infeliz lo es a su manera. A nosotros, la economía merkeliana nos sirve de magnífica excusa para no definir nuestra propia manera de vivir los retos globales y la bifurcación. En realidad no nos faltan elementos con los que trabajar: la diversidad de nuestra geografía, la calidad de las infraestructuras, un extraordinario patrimonio histórico y artístico, la riqueza de nuestra alimentación, los atractivos de nuestro estilo de vida, una posición privilegiada en la intersección de múltiples culturas son todos ellos activos valiosos para construir futuros deseables. Pero no parece que sepamos qué hacer con ellos.

A falta de ideas e ímpetus propios, podríamos copiar con inteligencia proyectos ajenos. Por ejemplo, a unos meses de las elecciones locales, podríamos inspirarnos en el caso de ciudades alemanas y nórdicas que, en las decisiones políticas y en los usos y costumbres de la calle, van produciendo una revolución energética y medioambiental que empieza a desacoplar el bienestar de los ciudadanos del consumo de recursos no renovables.

Pero aquí preferimos llevar razón, sostenella y no enmendalla, antes que rectificar y ser felices. Mal contexto para la tarea más urgente, la de pensar a largo plazo. La bifurcación ocurrirá, lo garantizan las aspiraciones de las nueve décimas partes de la humanidad, ciudadanos no occidentales y mujeres de todas partes. Pero no estaría de más trabajar duro para que salgamos de la bifurcación hacia arriba, evitar que la nueva civilización planetaria sea hija de catástrofes y, si fuera posible, que los de aquí, españoles y europeos, tengamos algún mérito en ello.

Porque Godot no termina nunca de aparecer y entretanto, mientras le seguimos esperando, ocurre lo único de verdad irremediable: que se nos va la vida en ello.

--------------------------- Carlos Álvarez Pereira es Presidente de la Fundación Innaxis y miembro del Capítulo Español del Club de Roma

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