Luces Rojas

¿Otra vez “más Europa”?

Rajoy defiende a Mato ante el silencio de Cospedal

Lucas Duplá

Desde hace por lo menos tres décadas en España existe un consenso que ha resistido, contra viento y marea, cualquier ataque por parte de los hechos.

Los líderes políticos de cualquier partido con posibilidades de gobernar han afrontado cada crisis que ha ido surgiendo con una frase hecha que ha terminado convirtiéndose en un dogma de fe (con los peligros que ello conlleva): “lo que necesitamos es más Europa”.

Esta frase se pronunció con frecuencia como respuesta a las críticas, cuando las instituciones europeas instaron al gobierno socialista a desmantelar gradualmente el sector industrial español; también cuando se impulsaron desde la Comisión Europea sucesivas reformas laborales que degradaban los derechos de los trabajadores, y también cuando desde Bruselas se ha obligado a privatizar activos nacionales estratégicos, como por ejemplo telecomunicaciones, banca pública, compañías energéticas o líneas aéreas.

Desde el mismo momento en que se hicieron estas reformas, de marcado corte liberal, era evidente que iban a causar un daño importante a la cantidad y calidad de empleo disponible para los trabajadores españoles, por lo que provocaron una importante respuesta social. Ante estas protestas, la respuesta por parte de los gobiernos ha sido siempre similar: por una parte, recalcar el papel de los fondos estructurales que la UE ha aportado a España (que ciertamente han contribuido, de manera muy importante, al desarrollo de las regiones más pobres y a la mejora general de las infraestructuras); y por otra, recordar el tenebroso pasado franquista para compararlo con la prosperidad que venía de la mano de Europa y concluir, acallando cualquier crítica, que lo que necesitábamos era aún “más Europa”.

A estos dos factores positivos cabría añadir la gran ventaja que ha supuesto para un país como España, con un entramado institucional de baja calidad (altos niveles de corrupción, una justicia heredada directamente del franquismo y reguladores de los mercados fácilmente controlables por el gobierno de turno o las empresas reguladas), pasar a estar controlado por una administración verdaderamente eficiente como es la de la UE, que tiene, además, tolerancia cero con respecto a la corrupción.

Parece que, hasta ahora, los españoles hemos aceptado sin mayor problema un “mal necesario”, que serían las políticas liberales impuestas por la legislación europea, a cambio de una mezcla de fondos estructurales y calidad institucional, ingredientes clave del progreso de los últimos 30 años. Este ha sido el trato, por lo menos, hasta 2007.

¿Quién nos representa?

Tres son los órganos principales que rigen la Unión Europea: el Consejo Europeo, la Comisión y el Parlamento Europeo. El Consejo está integrado por los jefes de estado o de gobierno de la Unión, y define su agenda política, además de decidir los nombramientos de todas las instituciones europeas. No deja de ser una cumbre intergubernamental, en la que hay negociaciones entre estados más fuertes y otros más débiles. Ilustra bien esta dinámica el hecho de que, a lo largo de los últimos cinco años, el Consejo ha atendido, una y otra vez, exclusivamente a los intereses de Alemania, (la única excepción es la cumbre de junio 2012 sobre la unión bancaria, en la que se plantaron España e Italia con el apoyo tácito de Francia; pero posteriormente, Alemania fue capaz de convertir el acuerdo en papel mojado).

La Comisión Europea es el poder ejecutivo de la Unión; está encargada de implementar las decisiones adoptadas, llevar el día a día y, aquí viene lo insólito, proponer legislación, además de aplicarla una vez aprobada. Esto es algo llamativo: mientras que en cada país europeo el encargado de hacer las leyes es un parlamento elegido por los ciudadanos, que los representa directamente y que está sometido a su castigo vía elecciones si los ciudadanos están descontentos, en cambio en Europa la fuente de legislación es un organismo tecnocrático que sólo responde ante el Consejo, que es una cumbre de jefes de estado/gobierno, dominada por los estados más fuertes —es decir por Alemania y Francia, o solamente por Alemania, como es el caso en los últimos tiempos—.

En tercer lugar tenemos el Parlamento europeo que, pese a su nombre, no es un verdadero parlamento: a diferencia de los parlamentos nacionales, que pueden tumbar gobiernos o iniciar procesos legislativos libremente, en la UE las leyes las elabora la Comisión, y el Parlamento las adopta conjuntamente y en pie de igualdad con el Consejo (que, recordemos otra vez, es una cumbre de jefes de estado/gobierno dominada por Centroeuropa). El Parlamento europeo ha modificado, o incluso vetado, determinada legislación en algunas (aunque contadas) ocasiones, pero en general es un órgano mucho menos poderoso que cualquier parlamento nacional.

Un resultado importante de este entramado institucional es que el órgano encargado de legislar (la Comisión) es presionado muy intensamente por toda clase de intereses empresariales, que destinan enormes cantidades de dinero a lobbies para que hagan valer sus intereses en Bruselas. ¿Qué opciones tenemos los ciudadanos europeos para ejercer una presión contraria sobre el legislador, de modo que tenga en cuenta nuestros intereses? Prácticamente ninguna, dado que la Comisión solamente responde ante el Consejo, cuyos intereses han demostrado estar notablemente alejados de los intereses de la ciudadanía y en particular, del bienestar de los trabajadores europeos.

El caso del euro

La crisis del euro ejemplifica perfectamente lo señalado más arriba. Una y otra vez nuestros líderes políticos, con una España en situación crítica, han acudido a reuniones del Consejo Europeo en las que han aceptado medidas que tanto el parlamento como los ciudadanos españoles consideran inaceptables. Una y otra vez, estos mismos políticos han respondido a las críticas alegando que han logrado “el mejor acuerdo posible”.

Y así hemos visto al PSOE modificar la Constitución con nocturnidad y alevosía, fijando en nuestra ley suprema la austeridad y de paso contradiciendo su ideario. A su vez, el PP se ha visto obligado a subir varios impuestos y bajar las pensiones, contradiciendo flagrantemente tanto su programa como buena parte de los argumentos que utilizó en su oposición contra los socialistas. Al final, unos y otros se han lavado las manos porque, arguyen, no se puede hacer otra cosa. Pero asumir eso implica que tanto el parlamento como el gobierno españoles están supeditados a otros poderes no elegidos por los ciudadanos. Además, esos poderes superiores —como hemos podido comprobar recientemente— están claramente sesgados a la derecha: la consigna es, una y otra vez, exigir “reformas estructurales” a cualquier gobierno, sea del color que sea, es decir: precarizar a los trabajadores, reducir pensiones y gasto social en general, aumentar impuestos indirectos (lo que perjudica especialmente a las rentas más bajas), privatizar activos públicos, etc. Votemos lo que votemos los ciudadanos españoles, desde 2010 hay un poder más fuerte que la soberanía popular, que nos fuerza a aplicar todas estas medidas. ¿Qué clase de democracia es esa?

Un momento importante

El edificio europeo en general, y el de la eurozona en particular, se tambalea. Antes o después tendrán que venir grandes cambios, o el edificio se desmoronará.

El ministro alemán de finanzas, Wolfgang Schäuble, ha propuesto recientemente en un artículo en el Financial Times una reforma de las instituciones europeas, que integraría aún más a los estados europeos, a partir de las estructuras ya existentes. A cambio de emitir los ansiados eurobonos y de tener una verdadera unión bancaria (sin los cuales el euro es inviable a medio plazo), se crearían dos nuevas instituciones; por una parte, Schäuble (que ya publicó otro artículo muy similar a este en 1995) propone la creación de un zar de los presupuestos europeos. El Consejo (recordemos, una conferencia intergubernamental dominada por Alemania) nombraría ese zar, que tendría la facultad de rechazar los presupuestos nacionales de cualquier estado miembro. Ningún parlamento nacional podría vetar las decisiones de este órgano. Conviene recordar a este respecto que una de las misiones principales de un estado democrático es minimizar el poder discrecional del ejecutivo; en la UE ese poder ya es claramente excesivo, y la propuesta del ministro alemán agravaría notoriamente el problema. Para legitimar el control exterior de los presupuestos nacionales, Schäuble propone, además, crear una nueva eurocámara, que sería una extensión del Parlamento europeo, pero sin modificar en lo sustancial su esencia (es decir, los ciudadanos europeos seguiríamos contando con un parlamento descafeinado y el poder real no respondería ante los ciudadanos).

Esta propuesta no sólo no arregla nada, sino que agravaría en gran medida los actuales problemas de falta de democracia de la UE: determinadas políticas que han surgido a raíz de la crisis del euro, como la austeridad a rajatabla, quedarían definitivamente fijados en el entramado europeo, sin ningún control democrático real.

Para que la UE sea verdaderamente democrática, y a la vez viable, es necesaria la creación de un auténtico estado federal europeo, con una constitución y un parlamento con plenos poderes, elegido por los 500 millones de europeos. El sistema que ha estado vigente hasta ahora, que fue relativamente eficaz en tiempos de prosperidad económica, ha dejado de funcionar.

Creo que la mejor alternativa es, sin duda, avanzar hacia ese estado federal europeo. Pero si la única alternativa sobre la mesa son propuestas similares a la de Schäuble, que servirían para consagrar el austericidio en el ADN europeo sin ningún control ciudadano, o en el mejor de los casos para mantener el statu quo actual, en ese caso es preferible desmantelar tanto el euro como buena parte de las instituciones europeas y volver a crear la zona de libre comercio entre estados soberanos que la UE originalmente fue.

De modo que… ¿es la solución a los problemas actuales, una vez más, “más Europa”, como repiten una y otra vez los políticos españoles? La respuesta, creo, es que depende… No debería serlo a cualquier precio.

________________________________________________

Lucas Duplá es analista financiero especializado en valoración de productos derivados. Licenciado en economía en la Universidad Complutense y Máster en finanzas cuantitativas por la Escuela de Finanzas Aplicadas (AFI).

Más sobre este tema
stats