PORTADA MAÑANA
Ver
El fundador de una sociedad panameña del novio de Ayuso gestiona los chequeos médicos de la Comunidad

Luces Rojas

Les hemos fallado

Luz Rodríguez

Escribo desde México, donde participo en la Conferencia Internacional Movimientos Progresistas y Ciudadanos en América Latina y en Europa, auspiciada por la Fundación Lázaro Cárdenas y la Fundación Friedrich Ebert Stiftung. Tengo que hablar sobre desarrollo económico, trabajo decente y desigualdad. Y la primera imagen que me viene a la cabeza es la de la película de Ken Loach Yo, Daniel Blake. No sé si la han visto. Si no lo han hecho, me permito recomendársela. Yo, cuando esa tarde salí del cine, pensé "cuánto hemos fallado", "cómo les hemos fallado". Y estaba pensando en la socialdemocracia. Luego pensé en el Brexit, en el no al acuerdo de paz en Colombia, en la victoria de Trump, en el ascenso de la extrema derecha en muchos países de Europa. Y en que quizá todo eso suceda, al menos en parte, porque "les hemos fallado".

Hemos vivido una crisis económica sin precedentes, donde todas las certezas del pasado se cayeron para mucha gente. Se cayeron los empleos. Se cayeron los salarios. Se cayó la forma de vida razonable y segura que permitían esos empleos y esos salarios. A base de recortes en sanidad y en educación, se cayeron las expectativas de tener cubiertas necesidades tan básicas como la debida protección frente la enfermedad y la buena educación de nuestros hijos. A base de recortes en las prestaciones por desempleo y en las políticas activas de empleo, se cayó en la pobreza, en muchos casos en el estigma social y en la falta de esperanza de volver a encontrar un trabajo. Apenas funciona ya el ascensor social y nada nos garantiza que nuestros hijos vayan a vivir mejor que nosotros.

Esto es lo que ha sucedido. Se han caído las certezas de miles, de millones de personas. La vieja idea de Beveridge de garantizar a los ciudadanos la "seguridad de la cuna a la tumba" se ha desvanecido en el tiempo. Y hay que reconocer que no siempre hemos sabido estar a la altura de las circunstancias. Al contrario, a veces incluso hemos colaborado para poner en práctica las políticas que han hecho caer las certezas y la seguridad de nuestros ciudadanos. Al menos en Europa, donde quizá lo peor no haya sido que gobiernos socialdemócratas hayan ejecutado las políticas de austeridad –siempre, es verdad, bajo la amenaza de ser intervenidos, España es un buen ejemplo de ello–, sino que no haya habido una voz y una política alternativa a esa forma de afrontar la crisis. La voz de la socialdemocracia europea apenas si se ha escuchado. Y no ha habido en verdad una construcción política alternativa a la austeridad. Incluso el sindicalismo europeo ha tenido problemas, dado que dentro de la Confederación Europea de Sindicatos conviven diferentes culturas sindicales y modos de entender cómo había que reaccionar frente a las políticas de consolidación fiscal. Aún así, al menos el sindicalismo europeo logró convocar una jornada europea de acción y solidaridad el 14 de noviembre de 2012.

Es bien probable que este comportamiento por parte de la socialdemocracia haya provocado desafección ciudadana, ira y desesperanza. Y que esa desafección, esa ira y esa desesperanza de los que siempre fueron los nuestros hayan sido canalizadas hacia otras opciones políticas, algunas tan deleznables como las que representa Trump o la extrema derecha europea. Hemos sido –y espero que se entienda bien lo que quiero decir0– demasiado responsables. Hemos dado la sensación de que, ante la crisis, éramos casi iguales que nuestros adversarios políticos. Chantal Mouffe ha hablado, y creo que con mucha propiedad, de los efectos del "consenso en el centro", aludiendo a que nuestras políticas –sobre todo las económicas– se han vuelto tan parecidas a las de los neoliberales, que los votantes no pueden elegir entre políticas significativamente diferentes. Y quizá lo peor. Hemos perdido credibilidad. Porque cuando llegamos al gobierno lo hacemos con un proyecto de país en clave socialdemócrata, donde priman las ideas de igualdad, democracia y justicia social, y luego, cuando la economía "nos aprieta", actuamos muchas veces en otra dirección.

Bien, es el momento de ponerse a trabajar para que todo esto pueda cambiar. La socialdemocracia no ha muerto. Pensemos que el mayor periodo de bienestar en la historia de la humanidad ha venido de la mano de políticas socialdemócratas. Sin embargo, es verdad que ahora debemos reiniciarnos –por utilizar una terminología muy de moda–.

Para empezar es claro que no podemos abrazar el mismo concepto de crecimiento económico que tienen los neoliberales. En La idea de la justicia, Amartya Sen, Premio Nobel de Economía en 1998, enseña que medir la riqueza por décimas o puntos de PIB no nos dice nada sobre la clase de vida que conseguimos vivir ni tampoco de la libertad que tenemos para elegir entre diferentes estilos o modos de vida. Es el impacto del crecimiento económico en la vida y la libertad de las personas lo que realmente debe importarnos. De ahí que hablemos de desarrollo económico y no de crecimiento económico y que ello no sea sólo una cuestión puramente nominal. Detrás de este cambio de nombre están cuestiones tan esenciales como la sostenibilidad medioambiental del modelo económico o la propia sostenibilidad social. Si se crece y se genera pobreza. Si se crece y se genera desigualdad. Entonces no hay desarrollo económico real. O al menos no hay el desarrollo económico que debería abanderar la socialdemocracia. Porque ese desarrollo económico beneficia a unos pocos pero perjudica a grandes capas de la sociedad.

España puede ser un ejemplo de ello. En lo que va de año nuestro PIB ha crecido un 3,2%. Hemos crecido más que Alemania (1,7), más que el Reino Unido (2,3), más que Francia (1,1) o más incluso que la media de la zona euro (1,6). Y, sin embargo, el riesgo de pobreza de la población ha subido hasta el 22,1% y hasta el 28,8% el riesgo de pobreza de los menores de 16 años. Lo que significa que, en un país que crece por encima del 3%, 3 de cada diez niños y niñas viven en una situación de extrema dificultad. Dos datos más de este modelo de crecimiento. Casi el 15% de los trabajadores son pobres y cerca del 45% de las personas en situación de desempleo están también en riesgo de pobreza.

Es a esto a lo que me refiero cuando hablo de que la socialdemocracia no puede compartir el mismo concepto de crecimiento económico que los neoliberales. Crecer más del 3% cuando más del 20% de la población está en situación de debilidad no puede ser un logro para la socialdemocracia. El crecimiento de la riqueza no es un fin en sí mismo. O la riqueza se distribuye de forma que se combata la pobreza y se limite la desigualdad o no es –y tenemos que decirlo alto y claro– el crecimiento que nos interesa como sociedad. Desarrollo económico tiene que significar cohesión social y mayor igualdad.

Buena parte de esa pobreza y de esa desigualdad tienen que ver con el empleo, que no deja de ser el principal medio de vida de la gran mayoría de la sociedad. Un empleo que se ha devaluado en extremo. Primero porque ha perdido la centralidad que tuvo en el pasado. La centralidad política y la centralidad económica. Y, en segundo lugar, porque la pérdida de derechos ha sido tan intensa durante la crisis que prácticamente se ha convertido en una commodity, contraviniendo el principio de que el trabajo no es una mercancía que reza en la Declaración de Filadelfia de 1944 de la OIT. Empleos precarios, de bajos salarios, en malas condiciones de salubridad y con escasa igualdad de género son hoy moneda de cambio en buena parte del mundo.

También en España, donde uno de cada cuatro trabajadores tienen un contrato temporal y el 90% de los nuevos empleos son temporales y de muy corta duración. Donde el salario más frecuente no alcanza los 17.000 euros anuales y una parte importante de la población trabajadora gana menos del salario mínimo interprofesional. Donde con el crecimiento económico ha llegado el crecimiento de los accidentes de trabajo. Donde las mujeres, en fin, siguen teniendo peores empleos, peores salarios y peores pensiones que los hombres.

Todo esto lo ha provocado la crisis económica, pero también –y sobre todo– las políticas que se han impuesto para salir de ella. Un estudio de la OIT revela que el 75% de las reformas estructurales realizadas en los últimos años en los mercados de trabajo de los diferentes países han consistido básicamente en reducir la protección social de los trabajadores, teniendo un escaso impacto en la reducción del paro o en el propio crecimiento económico.

Y la pregunta que debemos hacernos frente a ello es ¿dónde estuvo la socialdemocracia? Lo sabemos. En muchos casos implementando alguna de esas reformas laborales. Y ahí es donde quizá perdimos más credibilidad. Motivo por el cual la reivindicación del trabajo decente o del trabajo de calidad, como decimos en Europa, deba volver a ser el centro de la agenda política de la socialdemocracia. Un trabajo estable, con un salario digno, realizado en condiciones de seguridad para la vida y la salud y en igualdad para mujeres y hombres debe ser la reivindicación que lancemos a lo largo del mundo.

Con todas las dificultades –y así hay que advertirlo– que ello va a conllevar. Si hay un mundo en completa y compleja evolución, ese es el mundo del trabajo. Al lado de los problemas clásicos como el desempleo, la precariedad, la pobreza laboral o la desigualdad, que en lugar de desaparecer se han agravado, emergen nuevos problemas derivados de la cada vez más intensa digitalización de la economía y de la producción. Hoy se duda –y con fundamento serio– de si en un futuro próximo se necesitará la misma cantidad de empleo para producir riqueza o, por el contrario, la robotización de los procesos productivos hará que el empleo humano sea residual. Se duda también de cuál deba ser la formación que deban tener los trabajadores para afrontar los desafíos tecnológicos y de si muchos de ellos no terminarán siendo marginados de este proceso por su falta de adaptación. Se duda de conceptos tan clásicos como el tiempo y el lugar de trabajo, dado que las nuevas tecnologías permiten trabajar en todo tiempo y lugar. Ello puede ayudar a combinar la vida profesional y personal, pero también convertirse en un vehículo de pura explotación. Se duda incluso de cuál serán las figuras que representen el trabajo asalariado, dado que los autónomos parecen llamados a ser los grandes protagonistas de la era de la gic economy y de la "uberización". Se duda en fin de si con estos cambios tan profundos en la forma de producir y trabajar, fórmulas clásicas como la sindicalización, la negociación colectiva o la propia Seguridad Social podrán resistir o habrán de ser reinventadas para que no mueran.

La amenaza robótica: ¿destruirá la tecnología los empleos retribuidos?

Pero no pensemos que todo esto está en la estratosfera. No. Afecta directa y diariamente al trabajo y la vida de millones de trabajadores en todo el mundo. Y o somos capaces de tener una respuesta para satisfacer las expectativas y las esperanzas de empleo decente de todos ellos, y especialmente de los más jóvenes, o estamos condenados a la decadencia. Fuimos los hijos de los movimientos de los trabajadores y supimos interpretar y realizar sus sueños. Eso nos dio la hegemonía. Si queremos recuperarla, debemos volver a serlo.

____________________Luz Rodríguez  es profesora titular de Derecho del Trabajo en la Universidad de Castilla-La Mancha y ex secretaria de Estado de Empleo (2010-2011).

 

Más sobre este tema
stats