Venezuela

La Caracas de Hugo Chávez

La Caracas de Hugo Chávez

John Lee Anderson

Los colonizadores españoles que fundaron Caracas en el siglo XVI la situaron cuidadosamente: en las montañas y no en la vecina costa caribeña para protegerla de los piratas ingleses y las incursiones indígenas. Actualmente, la costa, a 15 kilómetros de la ciudad, es accesible gracias a una carretera empinada que fue abierta con explosiones en las montañas por orden del difunto dictador militar Marcos Pérez Jiménez, que dominó el país durante los años cincuenta. Una figura despiadada y ampliamente odiada, Pérez Jiménez fue derrocado después de seis años como presidente, pero dejó tras de sí un impresionante legado de obras públicas: edificios gubernamentales, viviendas públicas, túneles, puentes, parques y carreteras. Décadas después, mientras buena parte de América Latina sufría las dictaduras, Venezuela era una democracia dinámica y en general estable. Como una de las naciones del mundo más ricas en petróleo, tenía una creciente clase media, con un impresionantemente alto estándar de vida. Era, también, un firme aliado de Estados Unidos; los Rockefeller poseían campos petroleros allí, así como vastas estancias, donde los miembros de la familia montaban a caballo con amigos venezolanos.

La perspectiva de una buena vida en Venezuela atraía a cientos de miles de inmigrantes del resto de América Latina y de Europa, y ellos contribuyeron a dar a Caracas su reputación como una de las ciudades más modernas y atractivas de la región. Tenía una espléndida universidad, la Universidad Central de Venezuela, un museo de arte moderno de primera clase, un elegante club para las élites, una línea de finos hoteles y playas exquisitas. Para finales de los años setenta, mientras las venezolanas se convertían en ganadoras permanentes del concurso de Miss Universo, la mayoría de los demás latinoamericanos había llegado a considerar al país un lugar bonito para gente guapa. Aún su más notorio forajido, el terrorista marxista Illich (Carlos, el Chacal) Ramírez Sánchez era un dandi, con querencia por las corbatas de seda y el Johnnie Walker. En 1983, en lo que puede constituir la cima del atractivo de Caracas, se inauguró la primera línea de su nueva red de metro, así como el Teresa Carreño, un complejo teatral de nivel internacional.

Esa ciudad es irreconocible hoy en día. Tras décadas de negligencia, pobreza, corrupción y convulsión social, Caracas se ha deteriorado sin límites. Tiene una de las tasas de homicidios más altas del mundo: el año pasado, en una ciudad de tres millones, unas 3.600 personas fueron asesinadas, es decir, una cada dos horas. La tasa de asesinatos de Venezuela se ha triplicado desde que Chávez asumió el cargo. Realmente, el crimen violento, o su amenaza, es probablemente la característica definitoria de Caracas, tan inevitable como el clima, generalmente glorioso, y el tráfico, que es horrible, con coches congestionando las calles durante horas, día tras día. Los vendedores sortean el embotellamiento tratando de vender juguetes, insecticidas y DVDs de contrabando, mientras los drogadictos lavan los parabrisas o hacen malabares por unas monedas. Los grafitis cubren las fachadas; la basura se apila en las veredas. El río Guaire, que corre a través del corazón de la ciudad, es un torrente gris de agua maloliente. A lo largo de sus riberas viven cientos de indigentes sin hogar, en su mayoría drogadictos y enfermos mentales. Los distritos más ricos de Caracas son enclaves fortificados, protegidos por muros de seguridad coronados por alambre electrificado. En los portones de acceso, guardias armados mantienen la vigilancia detrás de vidrios opacos.

Caracas es una ciudad fallida y la Torre de David es quizás el principal símbolo de ese fracaso. La Torre, un zigurat de vidrio espejado coronado por un gran ascensor vertical, se eleva 45 pisos sobre la ciudad. Como elemento distintivo del complejo de rascacielos de Confinanzas, que incluye otra torre, de 18 pisos, y un aparcamiento elevado, es visible desde cualquier lugar en Caracas, que es, todavía, una ciudad de edificios modestos. El barrio circundante es típico: una ladera de casas de una y dos plantas y de tiendas, asomándose varias manzanas por los flancos de El Avila, una montaña selvática que conforma un dramático muro verde entre Caracas y el Caribe. La Torre lleva su nombre por David Brillembourg, un banquero que hizo su fortuna durante el boom petrolero de Venezuela, en los setenta. En 1990, Brillembourg impulsó la construcción del complejo, que esperaba se convirtiera en la réplica venezolana de Wall Street. Pero murió en 1993, mientras todavía estaba en construcción y, poco después de su muerte, una crisis bancaria barrió un tercio de las instituciones financieras del país. La construcción, completa en un 60%, se detuvo y nunca fue retomada.

Vista desde lejos, la Torre no parece ofrecer problema alguno. De cerca, sin embargo, las irregularidades en la fachada se hacen evidentes. En algunos lugares faltan paneles de vidrio y los huecos han sido tapiados; por todas partes asoman antenas satelitales como hongos. Y no hay paneles a los lados. El complejo todo es un gigante de cemento sin terminar, en el que vive gente. Casas de ladrillo construidas toscamente, parecidas a las que cubren las laderas que rodean a Caracas como costras, han llenado los espacios vacantes entre muchos de sus pisos. Sólo los más altos están abiertos al cielo, como plataformas de una gran tarta de bodas. Guillermo Barrios, el decano de arquitectura de la Universidad Central, me dijo: “Todo régimen tiene su impronta arquitectónica, su icono, y no tengo dudas de que el icono arquitectónico de este régimen es la Torre de David. Es la representación de la política urbana de este régimen, que puede ser definida por la confiscación, la expropiación, la incapacidad gubernamental y el uso de la violencia”. La Torre, construida como un símbolo de la eminencia de Venezuela, se ha convertido en la villa miseria más alta del mundo.

Cuando Chávez asumió la Presidencia, en 1999, el centro de la ciudad ya estaba descuidado y decaído y la Torre había quedado en custodia de una agencia federal de seguros. Cuando el Gobierno intentó venderla en una licitación pública, en 2001, nadie se presentó; un plan para convertirla en la principal sede de la alcaldía fue abandonado. Finalmente, una noche de octubre de 2007 varios cientos de hombres, mujeres y niños, liderados por un grupo de endurecidos ex convictos, invadieron la Torre y acamparon en ella. Una mujer que participó en la invasión me contó: “Entramos en una especie de cueva, como cerdos, todos juntos. Abrimos la puerta y desde entonces hemos vivido aquí”. Estaba asustada, pero sintió que no tenía alternativa. “Todo el mundo buscaba un techo, porque nadie tenía dónde vivir. Y fue una solución”. Muchos otros querían lo mismo. Los líderes de la invasión empezaron a vender el derecho de entrada a los recién llegados, en su mayoría pobres de las villas miserias de Caracas, que querían cambiar las fangosas laderas por la ciudad misma.

Hoy, la Torre es el emblema de una tendencia de la era Chávez: la “invasión” de edificios desocupados por grandes grupos organizados de okupas, conocidos como “invasores”. Cientos de edificios han sido invadidos desde que el fenómeno comenzó, en 2003: edificios de apartamentos, torres de oficinas, depósitos, centros comerciales. Actualmente, los invasores ocupan unos 155 edificios de Caracas. El complejo de la Torre alberga a unas 3.000 personas, que llenan la torre más pequeña completamente y la más alta hasta el piso 28. Jóvenes con motos operan un servicio de mototaxi para los residentes de los pisos altos, conduciéndolos de la planta baja hasta el décimo piso del aparcamiento anexo, desde el cual pueden subir por unas rudimentarias escaleras de cemento. Para quienes viven a partir de la décima planta, supone una larga subida. En un viaje reciente a Caracas, pedí a un taxista que me dejara frente a la Torre de David y me miró impresionado. “¿No va a entrar, no?”, dijo. “¡De allí viene todo el mal de esta ciudad!”. La Torre se ha ganado la fama de ser el epicentro del crimen de la ciudad, alimentada por relatos periodísticos sobre el lugar como un refugio de matones, asesinos y secuestradores. Para muchos caraqueños, la Torre es sinónimo de todo lo que está mal en su sociedad: una comunidad de invasores que viven entre ellos, controlados por pandilleros armados con el tácito consentimiento del Gobierno de Chávez.

El jefe de la Torre es un ex criminal convertido en pastor evangélico, llamado Alexander (El Niño) Daza. Ardiente seguidor de Chávez, aceptó verme sólo después de que un intermediario le asegurara que yo era aceptable políticamente. Cuando llegué a la principal entrada de la Torre, unas mujeres que se hallaban dentro de una caseta de seguridad con una puerta electrónica me hicieron mostrar un documento y firmar un registro, y me permitieron pasar sólo porque era invitado de Daza. Este me esperaba en el atrio, un espacio de cemento abierto entre los dos principales edificios. Una música ensordecedora salía de un par de grandes altavoces al comienzo del camino que conducía a la entrada a la “iglesia” de Daza, un cuarto en planta baja donde predica los domingos; supuestamente ha renacido en prisión. Bajo y robusto, con cara juvenil, tenía 38 años pero aparentaba menos. Nos sentamos en una pared baja para conversar, pero, con los altavoces a todo volumen, era virtualmente imposible escucharle. No habló sobre la Torre, su comunidad, o sobre su papel como autoridad allí. En cambio, haciéndose eco del lenguaje de los funcionarios de Gobierno, se quejó de que los “medios de comunicación privados” estuvieran siempre buscando formas de distorsionar la verdad, de atacar “la causa del pueblo” y “dañar a Chávez”. Había pasado largos ratos con Chávez a lo largo de los años gracias a las coberturas periodísticas de las que me encargaba, y cuando se lo dije a Daza pareció cautelosamente impresionado. Después de un rato, se relajó considerablemente y me presentó a su mujer, una bonita joven llamada Gina, que paseaba con un bebé.

Buena parte de la vida comunitaria de la Torre ocurría fuera de la vista, muy por encima de nosotros, pero algunos de los apartamentos de los niveles más bajos se hallaban a la vista del atrio. Había ropa colgada de toscos balcones y algunos discos satelitales. Se veían señales de la afiliación política. En las elecciones recientes, Daza había hecho lo que había podido para convertir la Torre de David en una base de apoyo a Chávez, y una gran bandera roja en su honor colgaba encima de nosotros. Daza rechazó con protestas las historias que hablaban de la Torre como centro de criminalidad y de él como criminal. Él y su gente habían tomado el control de algo que estaba “muerto” y le dieron “vida”, dijo: “La rescatamos con la idea de vivir aquí en armonía”. Esta era una opinión minoritaria. Guillermo Barrios, el decano del Colegio de Arquitectos, me dijo: “La Torre de David no fue un bello ejemplo de autodeterminación del pueblo, sino una invasión violenta”. Describió a Daza como un malandro –uno de los matones oportunistas que han llegado a tipificar la vida en las calles de Venezuela– disfrazado de pastor. “Es el líder de un grupo de invasores que vende la entrada al edificio, la más salvaje forma de capitalismo”, sostuvo. “Se arropa en la religiosidad, pero detrás de él hay un grupo violento que le permite llevar a cabo sus acciones”.

Un país polarizado

Chávez ganó la reelección en octubre de 2012 y en las semanas posteriores había una atmósfera de incertidumbre en la ciudad. El presidente, que tiene 58 años, ha estado recibiendo tratamiento contra el cáncer desde junio de 2011, pero se declaró suficientemente saludable como para cumplir otro período de seis años. Libró una dura campaña contra su oponente, Henrique Capriles, un atlético abogado de 40 años que representa al centroderecha, y ganó por un respetable margen de 11 puntos. Desde su discurso de victoria, sin embargo, no ha vuelto a aparecer en público. En noviembre, uno de los funcionarios de Chávez me contó: “El presidente se está recuperando de la agotadora campaña”. Un par de semanas después, Chávez se fue a Cuba para una revisión médica y, poco después, regresó a Caracas y anunció que sus médicos habían detectados nuevas células cancerosas. Sentado junto a su vicepresidente, Nicolás Maduro, declaró: “Si algo me llegara a suceder… elijan a Nicolás Maduro”. Chávez me contó alguna vez que Castro le había advertido públicamente de que mejorara su seguridad, diciendo: “Sin este hombre, esta revolución se acabará de inmediato”. Según Chávez, esto le atribuía demasiada importancia. Pero, en la medida en que su revolución avanzaba, su personalidad fue adquiriendo más protagonismo; casi todo dependía de órdenes personales suyas, y su administración era caótica.

Chávez consolidó su formación ideológica en prisión. Fue encarcelado en 1992 por encabezar un fallido golpe militar contra el presidente Carlos Andrés Pérez. Mientras estaba allí, pidió a Jorge Giordani –un profesor marxista de economía y planeamiento social de la Universidad Central– que le diera clases. “El plan era que Chávez escribiera una tesis sobre cómo convertir su movimiento bolivariano en Gobierno”, me contó Giordani en 2001, cuando ejercía como ministro de Planeamiento de Chávez. “Pero nunca terminó la tesis. Cuando le pregunto sobre ella, se limita a decirme: 'Es lo que estamos haciendo, llevar la teoría a la práctica'”. Giordani me mostró los planes para uno de sus proyectos revolucionarios. “Queremos deshacernos de las favelas, repoblar el campo”, señaló. De modo que Chávez y él habían enviado al Ejército al centro subdesarrollado del país para comenzar a construir “comunidades agroindustriales autosostenibles”, o SARAOs, que, según creían, crecerían hasta convertirse en pequeñas ciudades. Era una idea utópica, reconoció. “Pero en planificación social uno se mueve entre la utopía y la realidad”. Al final, los SARAOs fueron archivados y las villas crecieron en su lugar. Era típico del modo ad hoc de gobernar de Chávez. Una vez, en el plató de Aló Presidente, su programa de televisión, lo vi anunciar un gran programa de expropiación de estancias para entregar las tierras a los campesinos. Hizo el anuncio con gran candor, y a continuación relató, jugada a jugada, un partido de voleibol.

Llevaba fuera casi cuatro años cuando llegué a Caracas, en noviembre de 2012, y la ciudad parecía más sombría y decaída que nunca. Como siempre, sin embargo, estaba llena de carteles y banderas en los que el Gobierno se felicitaba por diversos logros. Gigantescas fotografías mostraban a Chávez abrazando afectuosamente a ancianas y niños. Por todas partes –sobre muros, postes de luz y puentes de autopistas– había posters de la campaña reciente. Había grafitis y contragrafitis, y salpicones de pintura allí donde un partido había intentado sabotear los esfuerzos del otro. La polarización ha definido la era Chávez y sobre pocos asuntos de la vida pública no se combate amargamente. Esto se extiende a la Torre de David: todos aquellos a los que vi tenían una opinión al respecto. Un amigo periodista, Boris Muñoz, me contó que el edificio era manejado por “lumpen con poder”, que controla a los residentes con el mismo sistema violento que gobierna la vida interior de las prisiones de Venezuela. Guillermo Barrios culpó de las ocupaciones al descuido en que el Gobierno tenía a la ciudad, y a Chávez mismo. “El discurso político que ha justificado las invasiones, el robo directo, provino de los discursos de Chávez”, comentó. En 2011, Chávez pronunció un discurso urgiendo a los sin techo de Caracas a tomar almacenes abandonados. “Invito al pueblo”, dijo, “a que busquen su propio galpón (almacén) y me digan dónde está. Cada quién que busque sus galpones. ¡Vamos a buscarnos un galpón! Hay 1.000, 2.000 galpones abandonados en Caracas. ¡Vamos para allá! Que Chávez los expropiará y los pondrá al servicio del pueblo”.

Las ocupaciones de todo tipo de edificios se elevaron por las nubes. Después de que una desastrosa inundación, en diciembre de 2010, dejara a otras 100.000 personas sin techo, la mayoría desalojada de los barrios pobres de las laderas, Chávez se apropió de hoteles, un country club e incluso un shopping center para alojarlos. Durante meses, varios miles de damnificados vivían en parques de la ciudad y en una tienda de campaña frente al palacio presidencial de Miraflores. Algunos fueron alojados dentro del palacio. La situación era claramente urgente y, manteniendo su estilo casi militar, Chávez declaró una nueva “misión”: La Gran Misión Vivienda. En Caracas, una gran parte de la carga de la Misión Vivienda recayó sobre Jorge Rodríguez. Ex vicepresidente de Chávez, Rodríguez ha sido alcalde de Libertador, la parte central de la ciudad, desde 2008. Fui a verlo una mañana en su oficina en un bello edificio colonial, con balcones y un patio interior lleno de árboles. Hombre delgado y amigable con la cabeza rapada, Rodríguez estaba vestido a la manera informal de muchos de los ministros de Chávez: blanca guayabera sobre jeans negros y zapatillas. Su oficina está dominada por una enorme pintura al óleo de Simón Bolívar y tiene vistas a la encantadora plaza bautizada Bolívar y decorada con una gran estatua de bronce de Bolívar.

No había interiorizado la dimensión del deterioro de Caracas hasta que se convirtió en alcalde, dijo. “En mi primer día en el cargo, miré por esta ventana y vi a un borracho orinando sobre la estatua de Bolívar. Pensé 'si así son las cosas aquí, ¿cómo será en el resto de la ciudad'?” Contó que fue a ver a Chávez para discutir la situación. “Decidimos que íbamos a arreglar la ciudad, comenzando desde el centro hacia fuera. Teníamos que empezar en alguna parte”. Rodríguez responsabilizó a gobernantes anteriores de los problemas de Caracas. Desde que los españoles la construyeron, ha crecido sin planificación excepto durante la dictadura de Pérez Jiménez. “Él tenía un plan, pero fue derrocado”, explicó Rodríguez. Describió el arco que fue de la fundación a la emergencia actual como “un terremoto en cámara lenta”. Los pobres que habían vivido alguna vez en los barrancos o las laderas de las montañas se habían mudado a la ciudad por necesidad. El rico sector privado había dejado de invertir en la ciudad y la inundación de 2010 había llevado la situación a una crisis. Por todo el país, la falta de vivienda era de tres millones y el objetivo para el año era de 270.000 unidades, indicó. Barrios me había comentado que, durante la mayoría del período Chávez, el Gobierno había construido apenas 25.000 unidades por año de promedio, atendiendo un porcentaje inferior de las necesidades que cualquier otra administración desde 1959. Pero Rodríguez me aseguró que estaba bien encaminado para alcanzar su objetivo. Afirmó: “Estamos construyendo donde sea que podamos”. Todavía tenían un largo camino por recorrer, admitió. “Apenas descanso, ¡y estoy de pie todo el día!”. Se echó a reír y señaló sus zapatillas. Con el respaldo del presidente, Rodríguez también había decretado que las invasiones de edificios ya no serían toleradas, pero que tampoco habría expulsiones arbitrarias. “Todavía hay uno o dos intentos por semana de adueñarse de un edificio, pero los detenemos”. Aparentemente el Gobierno no aprobó oficialmente la invasión de la Torre de David, pero no hizo intento alguno de cerrarla. ¿Había un acuerdo tácito de dejar las cosas como estaban? Rodríguez lucía incómodo. Dijo: “La situación en la Torre de David es algo que tenemos que corregir y tendrá que ser atendida por el Gobierno a su debido tiempo”.

Una mañana, Daza se reunió conmigo en un descampado cubierto de malezas detrás de la torre menor. Estaba supervisando a una cuadrilla de trabajo de cuatro adolescentes y un anciano, que mezclaban cemento en una vieja mezcladora y lo esparcían sobre un pedazo de cemento roto, barro, césped y escombros. Vestía jeans, mocasines de gamuza y una camisa de cuadros. El aire apestaba a cloaca. Daza explicó que quería hacer un pequeño parque de modo que las familias con hijos tuvieran un lugar seguro para venir a jugar, con fiestas y piñatas para los cumpleaños. Los adolescentes de la cuadrilla estaban perdiendo el tiempo, Daza ladraba órdenes de vez en cuando, pero generalmente les dejaba hacer, pacientemente. Me dijo que eran jóvenes en riesgo, encomendados por sus padres. En la cuadrilla se les podía supervisar y, con un salario de unos 100 dólares al mes, podían ganar un poco de dinero para sus familias. Los supervisaba él mismo, explicó, porque el último jefe de cuadrilla había resultado ser un irresponsable. “Todo lo que hacía era andar de aquí para allá en su moto, armando desorden”, dijo.

Pobreza y crimen

Daza tenía planes ambiciosos para la Torre. Me mostró un garaje en la planta baja –un enorme espacio, vacío excepto por unos pocos autobuses urbanos rotos—y me explicó que era una importante fuente de ingresos: lo alquilaba a los chóferes de autobús. Más tarde en el día estaría lleno. Cerca de la entrada, donde un par de jóvenes holgazaneaban sobre unos sucios sofás, Daza planeaba montar una entrada de seguridad y una casilla para un guardia. A un lado del edificio, a la sombra de un mango, indicó un área sin uso donde quería construir una guardería para los hijos de madres que trabajaban. Cerca de la puerta del frente, esperaba abrir un café, “donde la comida bolivariana pueda ser vendida a precios socialistas”. Mientras andábamos, Daza me explicó cómo funcionaba el edificio. Tenía un modo rítmico, enfático de hablar, como un predicador. “No hay régimen carcelario aquí”, afirmó. “Lo que hay es orden. Y no hay celdas, sino hogares. Nadie es obligado a colaborar. Nadie es un inquilino, sino un habitante”. Cada habitante tenía que pagar un abono mensual de 150 bolívares (unos ocho dólares en el mercado negro de cambio) para ayudar a cubrir los costes básicos de mantenimiento, como los salarios de la brigada de limpieza y de la cuadrilla de trabajo. La gente que no podía costear la construcción de sus viviendas recibía asistencia financiera. Todos estaban registrados, y cada piso tenía su propio delegado para atender los problemas. Si estos no podían ser resueltos en el mismo piso, eran llevados ante la reunión de consejo de la Torre, que Daza presidía dos veces por semana. Un problema común, indicó algo agrio, era que los residentes no pagaran su cuota mensual, y era difícil disuadirlos de arrojar su basura en el patio. Los transgresores, apuntó, “reciben una advertencia para apelar a su conciencia”. Había un consejo disciplinario y quienes repetían las infracciones podían ser echados del edificio, pero siempre había alguno que se tomaba libertades.

La versión de Daza sobre el sistema de orden de la Torre contrastaba claramente con las historias que había escuchado sobre ejecuciones de estilo presidiario, personas mutiladas y cuyas partes eran arrojadas desde los pisos superiores. Éste era un castigo usual para ladrones y delatores en las prisiones de Venezuela, y la costumbre se ha filtrado en los barrios manejados por pandilleros. Cuando le pregunté sobre esas versiones, Daza hizo el gesto de desentendimiento, curvando los labios, típico de los venezolanos. “Lo que queremos es seguir viviendo aquí”, dijo. “Aquí vivimos bien. No oímos disparos todo el tiempo. No hay matones con pistolas en sus manos. Lo que hay es trabajo. Lo que hay aquí es gente buena, gente trabajadora”. Cuando le pregunté cómo se había convertido en el jefe de la Torre, curvó los labios de nuevo y, finalmente, respondió: “Al principio, todos querían ser el jefe. Pero Dios se libró de aquellos que quería librarse y dejó a aquellos que quería dejar”. Muchos de los residentes de la Torre habían llevado vidas complicadas, tocadas por la confluencia de la pobreza y el crimen. En un transformado depósito, cerca de la iglesia de Daza, vivía Gregorio Laya, un compañero de prisión de Daza. Laya trabajaba como cocinero en la cocina presidencial en el palacio de Miraflores, pero en sus viejos tiempos había formado parte de una pandilla de roleros –ladrones especializados en relojes costosos. Recitó la lista de sus favoritos: Rolex, Patek Philippe, Audemars Piguet. Usualmente, él y sus hombres esperaban fuera del teatro Teresa Carreño a que los asistentes salieran. Pero un día fue a robar al propietario de un gimnasio –“aquí cerca, apenas a unas calles”, dijo, señalando más allá de la Torre. Se había apoderado del reloj, pero, mientras se marchaba, el hombre extrajo un arma y comenzó a dispararle. No tuvo “otra elección” que dispararle a su vez, respondió, y le dio varias veces, matándolo. También Laya estaba herido y la policía lo arrinconó a unas pocas calles de distancia. Fue sentenciado a 11 años de prisión. El apartamento de Laya era un cuarto atestado con artículos esenciales para vivir, como el camarote de un marinero o, quizás, como una celda. Había una gran cama y una televisión de plasma, un armario, una silla y un tendedero en una esquina con ropa lavada. Dijo que estaba satisfecho. Era afortunado por tener un trabajo y estaba agradecido a Daza por encontrarle un lugar en la Torre. Cada día pasaba por el gimnasio de camino al trabajo y pensaba en cuán diferente era su vida.

Daza me contó su propia historia en términos igualmente redentores. Un día me mostró su iglesia, un grande y antiguo depósito pintado de verde con sillas plásticas apiladas y el atril de un predicador. Letreros de bordes dorados anunciaban en la pared Casa de Dios y Puerta del Cielo. Daza acomodó dos sillas y me invitó a sentarme. Llegó de Catia, dijo, una de las más notorias villas miseria de Caracas. Su familia era muy pobre. Era el menor de varios muchachos: sus hermanos eran mucho mayores. Se mantuvo fuera de problemas hasta los ocho años, cuando algunos chicos más grandes le robaron la bicicleta y le propinaron una humillante paliza. Los describió como matones que habían aterrorizado al barrio. “Recuerdo mirarlos mientras perseguían a mis hermanos mayores”, contó. “Tenían armas, y mis hermanos corrían mientras les perseguían y les disparaban”. “No me importaba si los mataban”, prosiguió. “Detestaba la forma en que volvían a casa y se comportaban con mi madre. La maltrataban, fumaban drogas y maldecían frente a ella. Solía decirles que eran unos cobardes, porque todo lo que hacían era traer a sus enemigos al barrio y escapar cuando llegaban”. Daza formó su propia pandilla. “Echamos mano sobre unas armas y después, cuando ya tenía 15 años, como nuestra primera cosa, esperamos al líder de esos mismos malandros (matones) y nos acercamos. Hizo el gesto de disparar y acabamos con él”. Después de ello, se convirtió en el jefe del barrio. Daza cumplió dos sentencias en prisión, una de cinco años y otra de dos. Durante la segunda, por un cargo de posesión ilegal de arma, un policía predicador vino a la prisión y lo convirtió. Emergió de allí “con el Evangelio” y estuvo intentando llevar una vida mejor desde entonces.

Seguridad y consumismo

Para Daza, como para muchos otros residentes de Caracas, la perspectiva de una vida mejor es tanto material como espiritual. Los años de gobierno de Chávez han tenido efectos mercuriales sobre la economía de la nación. Mientras que su retórica anticapitalista ha inducido a algunas compañías a marcharse, otras han aprendido a trabajar con el Gobierno y les ha ido bastante bien. Las regulaciones son increíblemente profusas –el mero acto de pagar una cena en un restaurante requiere mostrar un documento de identidad–, pero perversamente esto ha alentado el surgimiento de un empresariado del mercado negro. La constante es el flujo de dinero del petróleo, que otorga gran riqueza a alguna gente y también sostiene a un creciente sector público. Los venezolanos más pobres están marginalmente mejor en estos días. Y sin embargo, pese a los llamamientos de Chávez a la solidaridad socialista, su pueblo quiere seguridad y lindas cosas tanto como una sociedad igualitaria. Una noche, Daza insistió en conducirme de regreso al hotel. Su mujer, Gina, él y yo esperamos fuera de la Torre mientras un brillante Ford Explorer verde salía, el chófer se bajaba y le entregaba las llaves. Me metí en el asiento trasero y partimos. Mientras conducía, Daza dijo: “Dios me bendijo con este auto en diciembre pasado”. Parecía que un hombre le debía dinero y, como no pudo devolverlo, le había entregado el auto en su lugar. Era un modelo 2005, explicó Daza, y estaba bien, pero ahora quería el 2008 –idealmente, blanco. Por coincidencia, adelantamos a un Explorer blanco 2005 en medio del tráfico. Daza murmuró apreciativamente, admirando la brillante parrilla cromada en su espejo lateral. Más tarde, fuimos a una agencia Ford, donde había un Explorer 2012 en un salón iluminado. “Quién sabe cuánto cuesta. ¡Quizás medio millón de bolívares!”, exclamó.

En la vía rápida, Daza preguntó dónde estaba el hotel y pareció inseguro cuando le mencioné el distrito, Palos Grandes. ¿Había estado allí? Sí, por supuesto, respondió. Tuve que señalarle la salida, sin embargo, y darle indicaciones a partir de allí. Mientras nos acercábamos al hotel, pasando por edificios de apartamentos con grandes entradas y restaurantes exclusivos, Gina y él miraban por las ventanillas maravillados. “Esta gente es realmente rica, ¿no?”, observó él. Frente a mi hotel, detuvo el auto en medio de la calle y se quedó mirando, transfigurado, mientras los autos nos tocaban la bocina y nos eludían. En muchas partes de la ciudad, sin embargo, no son los ricos sino los matones quienes están en ascenso. Caracas está entre los lugares del mundo en los que uno tiene más probabilidades de ser secuestrado. Ocurren miles de secuestros cada año. En noviembre de 2011, el cónsul chileno fue raptado por pistoleros, golpeado y baleado antes de que lo liberaran. Ese mismo mes, el cátcher de los Washington Nationals, Wilson Ramos, fue secuestrado en casa de sus padres, en Venezuela, y retenido durante dos días antes de ser rescatado. En abril, un diplomático de Costa Rica fue secuestrado. Al día siguiente, la policía cayó sobre la Torre de David en su busca, pero sólo encontró unas pocas armas. En una cena en Caracas, escuché a dos parejas intercambiarse historias sobre llamadas telefónicas de criminales que aseguraban haber raptado a sus hijos. En ambos casos, las voces de niños que sonaban como los suyos se oían en el teléfono, llorando y suplicando ayuda. Las llamadas eran falsas, realizadas por estafadores, pero los episodios, junto con noticias cada vez más sangrientas, les habían dejado preocupados respecto al futuro. Uno de los crímenes de los que más se hablaba cuando estuve en Caracas involucraba el asesinato de un taxista, a quien golpearon, cortaron en la cara y dispararon varias veces. Sus asesinos pisaron su cuerpo con su propio coche, sólo por divertirse, antes de escapar.

Daza nunca parecía abandonar la planta baja de la Torre y no parecía tampoco querer que yo lo hiciera. Cada vez que sugería subir, se tornaba elusivo, y ponía excusas cuando le pedía asistir a una sesión de los delegados de piso. Si exigía un pago a cada nuevo residente, como se decía, él no lo admitía. Pero parecía probable que estuviera ganando dinero con el edificio, probablemente con el garaje para autobuses. De algún modo, era capaz de pagar unos pocos lujos: vivía encima de su iglesia, pero tenía otro apartamento en la ciudad; tenía hijos de varias relaciones previas y ellos podían visitarlo allí en forma segura. En un par de ocasiones logré subir por la Torre para echar un vistazo. En el décimo piso, miembros del escuadrón de seguridad del edificio invariablemente aparecían para exigirme que me identificara y les dijera adónde iba. Cuando mencionaba el nombre de Daza me permitían seguir, pero reaparecían cada pocos minutos para echarme un ojo. Los residentes de la Torre eran cuidadosos y decían poco mientras pasaban por allí. En las escaleras, muchos tenían cosas que cargar y se movían como alpinistas, con la expresión fija de gente que está atravesando una prueba de resistencia. Los pasillos estaban dispuestos en ángulos para recibir luz de las ventanas de pared a pared que se hallaban a cada extremo del edificio, pero aun así eran oscuros. Sobre los pisos sin terminar la gente había edificado pequeños hogares con yeso y bloques de hormigón. Muchos mantenían abiertas las puertas para mejorar la circulación de aire así como por sociabilidad, y pude verlos ocupados en su vida cotidiana: cocinando, limpiando, cargando ollas de agua, duchándose. La música sonaba aquí y allá. Daza había montado una bomba de agua alimentada por un generador y cada piso tenía un tanque, pero la provisión de agua circulaba en forma imprevisible a través de caños y mangueras.

La Torre tenía varias bodegas, una peluquería y un par de improvisadas guarderías. En el noveno piso, visité una pequeña bodega donde Zaida Gómez, una mujer canosa y parlanchina de unos 60 años vivía con su madre, que tenía 94. Me mostró el cubículo vecino a la tienda donde había alojado a su madre, una mujer pequeña como un pájaro que dormía en una cama directamente contra las ventanas de vidrio. Gómez mantenía un ventilador encendido todo el tiempo porque la ventana hacía que el cuarto ardiera como un horno. Era una de las tempranas pioneras de la Torre y me contó que al principio las cosas habían sido terribles. La Torre estaba entonces gobernada por malandros, dijo, moviendo la cabeza; había palizas, disparos, matanzas. Pero ahora podía dejar abierta la puerta de su tienda, algo que jamás había podido hacer en Petare, la villa miseria donde había vivido antes. Su tienda vendía de todo, desde jabón a gaseosas y verduras, y para traer las provisiones hacía la travesía de subir y bajar nueve pisos varias veces al día. Era agotador, aclaró, pero no podía costear los mototaxis, que cobraban 15 bolívares (unos 80 céntimos de dólar) por cada viaje. Tenía una hija que la ayudaba y un nieto. Tenía miedo de que la obligaran a dejar la Torre. “Este edificio es demasiado caro para que gente como nosotros esté aquí”, dijo. Un día las autoridades querrían recuperarlo. Esperaba que el Gobierno, que construía viviendas para los pobres en la cercana avenida Libertador, se diera una vuelta por la Torre también y reubicara a todo el mundo. “Todo lo que quiero es mi propia casita y un trocito de tierra para cultivar, algo que pueda llamar mío”.

Albinson Linares, un reportero venezolano que ha escrito sobre la Torre, me definió a sus residentes como “refugiados de un Estado subdesarrollado viviendo en una estructura que pertenece al Primer Mundo”. Contiene una muestra completa de los trabajadores caraqueños: enfermeras, vigilantes, conductores de autobús, tenderos y estudiantes. También hay desocupados, y el círculo de exconvictos evangélicos de Daza. Cada piso tenía su propia sociología. Los inferiores estaban principalmente reservados para personas más ancianas, que no podían subir las escaleras. Algunos pisos eran dominados por la vida familiar y algunos estaban ocupados en su mayoría por jóvenes de aspecto duro. Un día, un fotógrafo con el que viajaba fue arrastrado al interior de un apartamento por un par de hombres que lo interrogaron con sospecha. Cuando mencionó el nombre de Daza lo dejaron ir, aunque reticentemente. En la escalera de bajada, vimos grafitis que decían: “El Niño Sapo” (“El Niño es un delator”). Parecía que Daza tenía enemigos dentro de la Torre. Parecía que alguna clase de conflicto era inevitable. Entre las tarifas de entrada, los abonos de mantenimiento y el alquiler del garaje había una buena cantidad de dinero a ganar como invasor. Una tarde, Daza me llevó a un restaurante calle arriba de la Torre, un lugar pequeño y caliente con una cocina abierta. Poco después de que nos sentáramos, tres hombres entraron y rodearon nuestra mesa en forma amenazadora, parándose detrás de nuestras sillas. Daza arqueó las cejas y dejó de hablar hasta unos minutos después de que los hombres salieran y se parasen en la esquina. Más tarde, me dijo que los hombres se ganaban la vida organizando invasiones. “Son profesionales”, indicó. “Es a lo que se dedican”. Le pregunté si eran enemigos. Dijo que no, no exactamente, y luego murmuró que había poca gente en la vida en la que uno pudiera confiar.

El estado de las prisiones es lamentable, y el propio Chávez lo comprobó cuando estuvo preso en Yare durante dos años después de su intento de golpe. Aunque fue mantenido dentro de un área segura reservada a prisioneros políticos, en un punto, según relatos, escuchó impotente cómo otro prisionero era violado por una banda, recibía un tajo en la garganta y luego era acuchillado hasta la muerte. En 1994, Chávez fue amnistiado y a principios de su presidencia prometió ayudar a reformar el sistema de prisiones. Pero, a medida que nuevas crisis y causas surgían, las prisiones fueron olvidadas; de las 24 que prometió construir, sólo se hicieron cuatro. El año anterior hubo más de 500 muertes violentas en las cárceles. En agosto, dos pandillas de Yare se enfrentaron en un tiroteo de cuatro horas que resultó en la muerte de 25 presos y un visitante. Fotografías de Geomar y El Trompiz, los dos jefes de las pandillas responsables de la masacre, los mostraban posando desafiantes con sus armas. El Trompiz fue asesinado en enero de 2013, aparentemente por sus propios hombres. Después de que Chávez fuera reelegido, declaró un estado de emergencia en el sistema penitenciario y prometió una transformación completa. Sin embargo, sugirió Argenis, el daño ya estaba hecho. “Este Gobierno ha sido más permisivo, gobiernos anteriores eran más represivos”, apuntó. “Y de ese modo la cultura malandra ha florecido, y ha pasado de las prisiones a las escuelas, a las universidades, a las calles. Se ha convertido en la cultura nacional”.

La primera cosa que ve un visitante que llega del aeropuerto internacional de Caracas es una villa miseria, quizás la más famosa de la ciudad: la 23 de enero. “El 23”, como se la conoce, fue construido en los cincuenta como un proyecto de vivienda pública de uno de los más grandes arquitectos de Venezuela, Carlos Raúl Villanueva. Complejo de 80 edificios, ocupa un enorme terreno en una loma, en la entrada norte de la ciudad. Fue concebido como un vasto suburbio, dividido toscamente entre edificios de apartamentos de cuatro pisos y otros de 15, enlazados por jardines y senderos. Hoy, los espacios verdes han sido sobrepasados por los invasores. El 23 es, de hecho, una villa miseria de 100.000 personas, salpicada con los edificios de Villanueva. La zona es un mosaico volátil de grupos que se autogobiernan y que van de aquellos con pretensiones izquierdistas a otros puramente criminales. Muchos están armados. Una de las figuras emblemáticas del 23 era Lina Ron, una activista con pelo rubio oxigenado y modos ampulosos. Antes de que muriera, el año pasado, de un ataque cardíaco, encabezaba protestas antiimperialistas, acontecimientos ruidosos que a veces se volvían violentos. Chávez la toleraba a ella y a sus revoltosos seguidores porque era un apasionado sostén de sus políticas y, a menudo, aparecía a su lado en los actos. En 2001, Chávez me sugirió que se había abrazado a la extrema izquierda como un modo de prevenir un golpe como el que lo había llevado al poder. “La verdad es que necesitamos una revolución aquí, y si no la logramos ahora vendrá después, con otra cara”, declaró. “Quizás de la misma manera en que llegamos nosotros, a medianoche, con pistolas”.

En estos días no hay probablemente un chavista tan abiertamente radical como Juan Barreto. Profesor de 50 años de la Universidad Central, Barreto es un marxista locuaz, brillante y rotundo. Fue alcalde mayor de Caracas, supervisando todos los distritos de la ciudad, entre 2004 y 2008, cuando muchas de las ocupaciones –incluyendo la de la Torre de David—se llevaron a cabo. A principios de 2008 pasé algún tiempo con él y estaba claro que era visto por algunos okupas del centro como su protector (Barreto ha dicho siempre que no apoyaba invasiones, sino que aprobaba la expropiación de propiedades urbanas sin utilizar para ayudar a resolver la crisis de la vivienda). En una movida típica, Barreto había enfurecido a los ricos de la ciudad al amenazar con confiscar en nombre del pueblo el Country Club de Caracas, donde villas palaciegas y jardines rodean un campo de golf de 18 hoyos. Al final, el plan fue abandonado, aparentemente por orden de Chávez. La locuacidad de Barreto le ha granjeado muchos enemigos, e incluso chavistas menos extremistas lo ven como una bala perdida, inclinado a hablar en público cosas sobre “armar al pueblo” para defender la revolución. Como alcalde, claramente amaba ser el enfant terrible de la revolución de Chávez. Organizó un escuadrón de motorizados –guardaespaldas en motocicletas– para que viajara con él. Entre las personas de su entorno había un antiguo sicario adolescente llamado Cristian, a quien estaba rehabilitando. Me lo presentó preguntándole: “Cristian, ¿a cuántas personas has matado?”. El chico murmuró: “A unas 60, creo”, y Barreto echó una carcajada, deleitado.

Colectivos radicales

Una vez dejó el cargo, entró en un limbo político, pero el año pasado, durante la campaña de reelección de Chávez, devolvió el favor. A la cabeza de un grupo informal de colectivos radicales con base en las villas, formó una nueva organización llamada Redes que se unió a la campaña. Caracas fue empapelada con carteles de Redes mostrando a Chávez, hinchado por el tratamiento con esteroides, abrazando a un todavía más corpulento Barreto. Encontré a Barreto viviendo en un polvoriento barrio de Caracas llamado el Cementerio, por el gran cementerio que hay allí, donde los malandros realizan rituales por sus camaradas caídos. Villas miserias cubren las colinas cercanas. La casa de Barreto tiene delante una enorme puerta doble de hierro y un par de hombres de seguridad armados y con perros alsacianos dan vueltas alrededor. Una vez que me identificaron, me indicaron que entrara por un acceso para automóviles, donde había estacionados dos 4x4 blindadas. Dentro había un atrio lleno de arte moderno y esculturas, junto a un gran acuario. Barreto se hallaba arriba, en una cocina de última generación, cocinando tamales. Junto a la cocina había un living en el que un grupo de jóvenes, miembros de su entorno, se hallaban sentados en una mesa con ordenadores portátiles. El cuarto estaba decorado con pinturas eróticas de Barreto –una mujer con los pechos descubiertos y la mano de un hombre echando una frutilla en su boca– y una botella de Johnnie Walker Platinum (“un regalo de un amigo”) y una imagen de Brando como Don Corleone. Barreto explicó que él y sus compañeros estaban trabajando para convertir Redes en un partido político. Chávez había estado promocionando recientemente un plan para el “Socialismo del siglo XXI” en el que la sociedad venezolana sería reorganizada en comunas. Nadie entendía exactamente qué significaba el término o cómo sería aplicado, excepto quizás el propio Chávez, y se había suscitado un acalorado debate. Barreto dijo que él y sus seguidores estaban preocupados por que, sin la presión de grupos como Redes, el plan sería utilizado para “meter en una camisa de fuerza” a las auténticas fuerzas revolucionarias.

Para contribuir a crear una auténtica comuna, Barreto estaba trabajando estrechamente con Alexis Vive, uno de los más organizados de los colectivos armados de El 23. Sugirió que fuéramos a verlos. Mientras montábamos en uno de sus vehículos utilitarios –que Barreto dijo que Chávez le había prestado–, un guardaespaldas desenfundó una pequeña ametralladora, una P90 belga. “Hermosa, ¿no”, comentó Barreto, sonriente. “Dispara 57 balas”. Afirmó que armas como esa eran necesarias para defenderse. “No es que estemos contra el Gobierno. Es que no puedo hallar el modo de apoyarlo totalmente”. Rió. “Es como cuando tienes una hermosa mujer, pero ya no estás enamorado de ella. Es difícil. Todavía la deseas, pero no la quieres, ¿entiendes?”. En el cuartel general del Colectivo Alexis Vive había murales de Marx, Mao, Castro y el Che Guevara, pero, más allá de unos pocos hombres armados que se demoraban en los bordes de algunos edificios cercanos, los militantes se mantenían discretamente fuera de la vista. Uno de los líderes del grupo, un joven estudiante de sociología llamado Salvador, explicó que el colectivo controlaba unos 50 acres con unos 10.000 habitantes, a los que intentaban integrar como un colectivo marxista autosuficiente. El grupo estaba armado para la autodefensa, indicó. Policías corruptos y miembros de la Guardia Nacional venezolana trabajaban con grupos de matones en El 23, algunos en zonas que bordeaban su territorio. Barreto argumentó que el contingente armado estaba protegiendo a su gente contra funcionarios malvados. “No han sido capaces de venir aquí desde 2008”, dijo riendo. “Nos hemos tiroteado con ellos”. La corrupción de las fuerzas de seguridad era un problema de raíces profundas, me indicó Barreto, la verdadera fuente de la cultura criminal del país. La había combatido cuando era alcalde, dijo, reemplazando a buena parte de la fuerza policial por miembros de los Tupamaros, un grupo armado de El 23. La situación, declaró Salvador, brotaba de la incapacidad de Chávez para enfrentarse a los verdaderos criminales: “Chávez no ha ido contra los malandros (matones) porque cree que pueden ir contra él”.

"Ser bueno con Dios"

Un domingo se colocaron 50 sillas de plástico para el servicio de la iglesia de Daza, pero sólo apareció una decena de personas, casi todas mujeres y niños. Daza parecía imperturbable. Vestía corbata y pantalones y zapatos negros, y probaba el micrófono cantando “Gloria” y “Aleluya” mientras un par de hombres se afanaban con el equipo musical, un conjunto de tambores, órgano eléctrico y enormes altavoces. Llegaron unas pocas mujeres más y se arrodillaron a rezar antes de unirse a la congregación. La compañera de Daza, Gina, llegó con sus hijos, y sacó una Biblia envuelta en una cubierta de rosa furioso. Mientras los músicos tocaban, Daza cantó desde un costado del escenario, mal pero sin aprensión alguna, y golpeó un bongo. Eventualmente tomó el micrófono y comenzó a gritar en forma rítmica y en gruñidos sobre el bien y el mal. Exclamó: “Hay guerras en el mundo en las que a la gente no le importa si los niños mueren, si las mujeres mueren, si los viejos mueren. Lo único que les importa son las riquezas. Pero en la Biblia se dice que hay sólo una vida y es esta vida. El Señor conoce la vida Eterna, pero sólo él, y entonces debemos vivir esta. Tenemos que vivir esta vida y ser buenos con Dios”. El servicio prosiguió durante tres horas. Las mujeres se balanceaban sobre sus pies con los ojos cerrados. La voz de Daza se convirtió en una hipnótica muralla de sonido. En un punto, un joven predicador invitado, llamado Juna Miguel, subió para dar testimonio. Era de un barrio pobre, explicó, el hijo de un padre loco. Había estado en prisión y su casa había sido arrasada por las inundaciones de 2010; vivía con otros miles de damnificados en el centro comercial que Chávez había expropiado. “Hemos tenido vidas duras, pero Dios nos ha llamado a predicar su palabra”. Con los ojos brillantes, le dijo a Daza: “Dios te ha elegido y me ha elegido. Dios ha elegido a Venezuela para llevar el Evangelio al mundo”.

Un día, Daza me condujo hasta el cercano Estado de Miranda para ver la villa miseria en la que había vivido con su ex mujer y donde todavía vivía esta. Por el camino habló, como siempre, sobre cómo Dios le había salvado. Había abandonado la escuela cuando tenía 13 años y cuando tenía los 14 ya estaba en la vida criminal. Durante su segunda estancia en prisión había aprendido a leer y la Biblia fue su primer libro. “Yo no he tenido preparación, como en una universidad, pero me he preparado mucho sobre Dios. Solía hablar a la gente de forma ofensiva, con malas palabras. Me salía la inmundicia. Pero leí en alguna parte de la Biblia, no puedo recordar en cuál, que el lenguaje malo corrompe las buenas costumbres. Y cuando leí eso dije 'Ay, Dios me está hablando'”. Llegamos a una pequeña casa de hormigón sobre la columna vertebral de una empinada colina: miraba a otras colinas boscosas, que habían sido cortadas por nuevas invasiones. La hija de Daza con su ex mujer estaba allí, una joven y rellena mujer de unos 20 años. Parecía feliz de ver a Daza. Nos sentamos en un minúsculo living y Daza comenzó a recordar su vida con su madre. Aunque todavía era un criminal por entonces, su relación había sido formativa para él. Ella era más grande y sentía que lo había ayudado a moldearse como hombre. También lo había malcriado, dijo riendo, cocinando y limpiando para él y planchando su ropa.

Daza había huido con otras mujeres –“solía cambiar de novias como se cambia de ropa”, me había dicho– y las dejaba embarazadas. Él y su ex mujer se habían peleado mucho. Se puso de pie y revivió una pelea particularmente dramática en la que él la apresó contra la pared, extrajo su pistola y disparó justo junto a su cabeza. “Era sólo para asustarla”, dijo, sonriendo. Pero ella tenía un cuchillo y cuando él disparó –“quizás ella pensó que realmente iba a dispararle, o quizás fue sólo su reacción instintiva”– se lo clavó en el pecho. Él pudo salir tambaleándose de la casa y consiguió llegar a una clínica. Fue afortunado: el cuchillo había esquivado al corazón y a otros órganos vitales. La joven asentía y reía ante el recuerdo. “Después, nos juntamos de nuevo”, aclaró Daza.

En el auto, le pregunté si se arrepentía de algo.

“No”, respondió.

“¿Y qué hay de los hombres que mataste?”

“¿Como cuál?”

“Como ese malandro que mataste cuando tenías 15 años”.

Se quedó en silencio. Después de un minuto, dijo: “Era ignorante, y estoy transformado. Me siento como un hombre nuevo, una persona nueva. Esas fueron cosas que uno vivió en la vida y que, bueno, Dios permitió. Pero ahora creo que soy diferente”. Quedó en silencio de nuevo, y luego dijo: “En esta vida, cuando te conviertes en líder, tu vida se pone en riesgo, porque adquieres enemigos. A veces la gente cree que estás involucrado en la mafia y cosas extrañas por tu pasado. Los enemigos siempre tratarán de desacreditarte. El Diablo tratará de que permanezcas miserable para utilizarlo en su beneficio”.

Al final, era difícil decir si El Niño Daza era un matón o un genuino defensor de los pobres, o ambos. Lo que parecía claro era que estaba adaptado a la vida en la Venezuela de Hugo Chávez, capaz de sacar ventaja por todos los medios: aprovechando los huecos dejados por el Gobierno, montando una empresa capitalista y negociando con el submundo criminal cuando era necesario. Mientras dejábamos su viejo barrio, la calle estaba abarrotada por un acto político. Henrique Capriles, que había competido contra Chávez en la elección presidencial, era gobernador de Miranda y las elecciones del Estado se celebrarían en semanas. Voluntarios de la campaña en una camioneta repartían cervezas y posters. Daza se encogió de hombros. Esperaba que ganara el candidato chavista. Comentó que estaba pensando en meterse en política. Como líder de la Torre de David había llegado a conocer a algunos funcionarios de la ciudad, incluyendo a alguna de la gente de Chávez, y ellos le habían instado a que considerara presentarse a un cargo de concejal. Con los cambios propuestos por el Gobierno y la creación de las comunas, esperaba que la Torre de David pudiera adquirir un estatus legal. Había comenzado a hacer sondeos en el edificio. “La gente dice que debería presentarme, y que tengo una buena chance”, dijo. “Así que lo estoy pensando”.

En el centro de Caracas, a una milla de la Torre de David, un espléndido y nuevo mausoleo está casi terminado. Chávez ordenó hace dos años que fuera construido para proveer de un nuevo lugar de descanso a los huesos de Simón Bolívar. Previamente había hecho desenterrar y examinar sus restos, en la creencia de que había sido envenenado por sus enemigos, pero la autopsia no llegó a conclusión alguna. Después, pidió una nueva tumba. El edificio es una esbelta y blanca cuña que se alza, como una vela de barco, unos 160 pies hacia el cielo. Ha costado, según se dijo, unos 150 millones de dólares y, como todo lo que Chávez ha hecho, es polémico. La construcción era un secreto y el mausoleo, cuya inauguración estaba programada para el 17 de diciembre de 2012; después de varios aplazamientos, todavía está por inaugurarse. Cuando esté completo, se convertirá en la pieza central de un decaído rincón de la ciudad, junto a una vieja fortaleza militar en la que Chávez fue mantenido prisionero brevemente después de su intento de golpe, y del panteón nacional, una iglesia del siglo XIX en la que los restos de Bolívar son vigilados por guardias de ornados uniformes. Hay persistentes rumores de que cuando Chávez muera será enterrado en el mausoleo junto a Bolívar.

Chávez y sus seguidores, por supuesto, esperan que su lucha no yazca con él. En 2001, Chávez me dijo que era su ferviente deseo realizar una “verdadera revolución” en Venezuela. Pocos años después, sin embargo, su antiguo mentor, Jorge Giordani, parecía preocupado porque su protegido no estaba edificando una revolución duradera. “Yo también soy un quijote”, dijo. “Pero hay que tener plantados los pies firmemente en el suelo. Si todavía tenemos petróleo tendremos un país de verdad en 20 años, pero tenemos mucho que hacer hasta entonces”. Hizo una pausa y recitó un refrán: “Muerto el perro, se acabó la rabia”.

Ahora, mientras Chávez yace en agonía, hombres que se dicen chavistas transmiten sus presuntos deseos a los ciudadanos. En los meses pasados, los venezolanos han tenido poca información confiable sobre sus intenciones o su verdadero estado de salud, y por tanto, poco que decir sobre su propio futuro. Para ellos, la muerte de Chávez representa el fin de una larga y deslumbrante actuación. Le dieron el poder en una elección tras otra; son las víctimas de su afecto por un hombre carismático, a quien han permitido convertirse en personaje central del escenario venezolano a expensas de todo lo demás. Después de casi una generación, Chávez deja a sus compatriotas con muchas preguntas sin respuesta y una sola certeza: la revolución que intentaba llevar a cabo nunca tuvo realmente lugar. Comenzó con Chávez y con él, probablemente, acabará.

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