Análisis

¿Y después de los Tomahawk?

Cuerpos sin vida tras un supuesto ataque con gases tóxicos perpetrado por el Ejército sirio en Arbeen a las afueras de Damasco.

Javier Martín

Entre abril de 1991 y agosto de 1992, una vez expulsado y diezmado el Ejército iraquí de Kuwait, Washington, París y Londres invocaron una resolución de la ONU para imponer zonas de exclusión aérea en el norte y el sur de Irak. Además de la supuesta protección de las minorías kurdas y chiíes, el objetivo declarado de las mismas era castigar al sanguinario régimen de Sadam Husein, que había osado amenazar los intereses petroleros en el Pérsico. La medida, denunciada como “ilegítima” por el entonces secretario general de la ONU, el egipcio Boutros-Boutros Ghali, empobreció aún más al ya mísero pueblo iraquí y apenas sirvió para quebrar la voluntad homicida del dictador, al que entonces tampoco se pretendía derrocar pese a sus magras violaciones de los derechos humanos y del daño que infligía a sus ciudadanos. Hizo falta un nuevo interés geopolítico para poner fin a estos desmanes. En 2003, apremiado por la necesidad de impulsar su fallida lucha contra el terrorismo internacional, el entonces presidente norteamericano George W. Bush apeló a una serie de pruebas falsas para ordenar la ilegal invasión del estado mesopotámico; sin un plan alternativo para la reconstrucción y el futuro del país, el mandatario abocó al olvidado pueblo iraquí a una década más de inestabilidad y violencia, y embarró a sus tropas en un avispero del que hubieron de huir con miles de bajas y de muertes a sus espaldas.

Diez años después, los tambores de guerra estadounidenses vuelven a propalar el desasosiego en Oriente Medio. Acorazados del Pentágono toman posiciones en el Mediterráneo oriental y arman sus lanzaderas a la espera de que el presidente Barack Obama elija como escarmentar al régimen que dirige Bachar al-Asad. Su crimen más visible, un supuesto ataque con agentes químicos que investiga la ONU en el extrarradio sur de Damasco, muy cerca de donde las tropas rebeldes se reúnen desde hace meses para tratar de recuperar la iniciativa que han perdido tras dos años de duro y complejo conflicto fratricida. Una acción punitiva aislada, limitada en sus objetivos, obligada por la promesa del mandatario norteamericano de actuar en caso de que el régimen sirio traspasara la línea roja de las armas no convencionales, pero que en ningún caso persigue la caída inmediata del tirano, como ya se ha preocupado de advertir la Casa Blanca. “El inminente y muy discutido ataque impedirá que Siria vuelva a utilizar armas químicas, pero dudo que vaya a suponer un cambio en en el transcurso del conflicto sirio”, opina Paul Salem, director e investigador del centro internacional de análisis global Carnegie Middle East Center. “El lenguaje excepcionalmente duro de la Administración puede concederle a Obama una vía para amplificar la importancia de los ataques, involucrándose rápidamente y parapetándose después tras él”, agrega.

Dos son, a priori, las razones para no intervenir de forma decidida en favor de la oposición y mantener aún durante meses un status quo que beneficia los intereses políticos geoestratégicos pero que también significará la muerte de miles de civiles más, lo que parece no preocupar en exceso. La primera, el caos que reina entre los movimientos rebeldes, que en dos años no han sido capaces de arrinconar sus diferencias y crear un frente de mando común que permita unificar la lucha y aprovechar mejor los recursos económicos y militares que llegan desde del exterior. La segunda, el creciente poderío de las milicias yihadistas como “Ahrar as-Shams”, "Jabhat al-Nusra” o “el Estado Islámico en Irak y la Gran Siria”, que en el último año no solo han redoblado su capacidad de combate sino que también se han hecho con la gestión civil de amplias zonas del norte y este del país, donde han establecido una suerte de régimen talibán. Gobiernos vecinos como Jordania e Israel -país este último que durante décadas ha mantenido una interesada paz fría con el clan Al-Asad- se oponen a un colapso rápido de la actual satrapía, con el argumento de que el eventual vacío de poder que se produciría podría ser llenado por esos grupos de fanáticos, a los que financian organizaciones privadas de oposición wahabí radicadas en el Pérsico.

A esta tesis se suma la capacidad de adaptación y supervivencia que está demostrando el Ejército de Bachar al-Asad, que pese a las numerosas bajas sufridas conserva cierta firmeza y ha sido capaz de reinventarse. Asido a las armas rusas -que siguen fluyendo-, al combustible y a la ayuda logística de Irán y al fanatismo de los guerrilleros afines al grupo chiíta libanés Hizbulá, que permiten que permanezca abierto el corredor noroeste entre la capital y el valle libanés de la Beqaa, ha sabido recuperar el pulso de los combates e incluso ha logrado reconquistar posiciones clave, como ocurrió el pasado 5 de junio con la fantasmal localidad de Quseir. Otras razones estratégicas explican este aparente renacer. Comandantes rebeldes admiten que ha sido capaz de controlar las deserciones -que aunque se suceden son menos masivas de lo esperado- y de elevar la moral de la tropa, que lucha hasta la extenuación incluso en las condiciones más precarias, cuando la derrota es evidente. Además, su decisión de abandonar las zonas tribales y remotas le ha proporcionado dos réditos más: uno, le ha permitido concentrar los efectivos y ocultar sus carencias en el combate convencional, que esconde tras una nueva táctica de lucha urbana, en la que parte con ventaja debido a su experiencia durante la ocupación del Líbano (1976-2005). Dos, ha cedido la gestión de esas áreas a los rebeldes, que se han visto obligados a administrar grandes proporciones de territorio sin estar preparados para tan ardua tarea. Sin esos gastos, el régimen tiene mayor capacidad de maniobra financiera en las localidades que domina, donde sigue abasteciendo los mercados y pagando la fidelidad y los salarios. Consciente de que será una guerra larga, cruel en su desgaste, su única necesidad, la de sobrevivir, le concede una ventaja añadida sobre los alzados, obligados a una victoria que parece no podrán lograr solos.

“El ataque no está vinculado a la estrategia diseñada a largo plazo por Washington para Siria, que pretende fortalecer a los elementos moderados de la oposición siria y junto a Arabia Saudí, Qatar Jordania, Turquía y otros, entrenar y vigorizar al Ejército Libre de Siria (Free Syrian Army)”, recalca Salem. “El proceso quizá necesite meses o años para dar frutos. El ataque quizá debilite de alguna manera al régimen, pero es poco probable que altere dramáticamente el equilibrio de poder” en el país, agrega. Con el relativo éxito libio en el horizonte, esta táctica se puso en marcha a mediados de 2012 y desde entonces solo ha sumado abundantes fracasos y tenues avances. Primero a nivel político: la Coalición Nacional Siria es aún el principal grupo de oposición en el exilio, el ente que negocia y representa los intereses de la mayoría de los alzados frente a la comunidad internacional. Pero no es el único y su cohesión es todavía débil. En su corto periodo de vida, no ha sido capaz aún de acallar las disensiones que carcomen su eficacia ni crear un gobierno alternativo fiable en las denominadas áreas liberadas. En la esfera bélica, el Consejo Militar Supremo, elegido meses atrás, adolece de las mismas carencias. Comandantes rebeldes en Alepo, Idlib, Raqqa, Homs y otras localidades del frente norte, admiten que su autoridad se ha visto reducida por la pujanza de los yihadistas que, curtidos en Afganistán, Yemen, Sudán o el Sahel, dominan amplias barriadas a golpe de pan, metralleta y combustible. Muchos de ellos se muestran reticentes, además, a sumarse a la táctica de la Coalición Nacional Siria, a la que acusan de ser la quintacolumna de Occidente.

El último intento por aunar voluntades, unificar el mando, atajar a los muyahidin y sentar las bases para la restablecimiento de la seguridad en caso de eventual victoria salió a la luz la semana pasada, al tiempo en el que se conocían los inhumanos detalles de la masacre en el sur de la capital. Al parecer, la meta es formar una selecta y heterogénea fuerza de infantería de entre 6.000 y 10.000 hombres, con sede en la localidad meridional de Deraa y base de mando operativa en la vecina Jordania, que una vez preparada e instruida atacaría el corazón del régimen con respaldo internacional, probablemente aéreo y naval. Financiado por Arabia Saudí -que ha colocado cien millones de dólares sobre la mesa y en los últimos meses parece haberle ganado la partida a Qatar y Turquía- y tutelado por Estados Unidos, el modelo asemeja a la estructura de milicias que el Pentágono empleó en 2005 en la provincia suní de Al Anbar para acabar con la insurgencia iraquí y la acción de los grupos afines a Al Qaeda. Conocidas como “Awakening Councils”, fueron un factor decisivo para la estabilidad en el país pero también el caldo de cultivo de inconvenientes futuros como se ha demostrado años después. Documentos de Inteligencia desclasificados recientemente demuestran que enmarañaron las relaciones de poder y concedieron inmunidad política a personajes de dudosa catadura. Muchos de ellos eran señores de la guerra, caciques tribales dedicados al contrabando de armas y otros negocios ilícitos que ahora siguen practicando amparados por su naturaleza de líderes regionales. La misma armazón se pretendió construir en Afganistán cinco años después y fracasó. En Siria, responsables de la oposición admiten que se está hablando con todas las partes, incluso con los yihadistas que controlan amplias zonas del noreste del país, pero se insiste en que para evitar el ejemplo de Irak, se pretende reclutarlos como individuos, no como organizaciones, para que su futura asimilación sea más sencilla. Ahmad Jabra, líder de la Colación Nacional Siria, es su bruñidor. Manaf Tlass, hijo desertor del eterno ministro sirio de exteriores, uno de sus padrinos militares más relevantes. Deraa, ciudad a la que Jabra y su equipo viajaron recientemente y que está unida a la frontera con Jordania por una amplia autopista, se perfila como su Bengazhi, la localidad del este de Libia desde la que se gestó la caída de Gadafi.

“Para Washington es importante que el régimen no se hunda demasiado rápido”, argumenta Salem. Al contrario, el objetivo es atemperar la violencia, desinflar el conflicto y presionar al régimen para que acepte algún tipo de negociación en el futuro”, agrega el experto, que cree que Bachar al-Asad tiene escasas opciones de respuesta, más allá de seguir resistiendo y confiando en los intereses estratégicos de amigos como Rusia o Irán. De aquellas de las que más se habla, la mayoría parecen poco probables. Siria carece de poder bélico para amenazar de verdad a Israel y Hizbulá no está interesado, de momento, en involucrarse más en un conflicto que podría abrir un nuevo frente de combate con el estado hebreo, minar su posición política nacional y liberar los fantasmas confesionales que atribulan al Líbano. Propagar el pánico y deshabitar las zonas cercanas a las fuerzas rebeldes, se antoja su táctica futura más previsible. Además de aislar al enemigo, generaría nuevos flujos de refugiados, un problema añadido para los rebeldes y la comunidad internacional. Recordemos la respuesta de Serbia a los bombardeos de la OTAN.

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