Muy fan de...

Cristina

Ay, Cristina, qué disgusto tengo con lo tuyo. Quién me iba a decir en mi más tierna infancia que llegaría a verte como te estoy viendo.

El primer recuerdo que tengo de ti es el de las imágenes de la proclamación de tu padre como rey de España, en el Congreso de los Diputados. Con aquel vestido de terciopelo, leotardos de punto y una diadema recogiéndote la melena, parecías una niña de la época vestida de domingo, sólo que aquel día era sábado y tú no eras una niña cualquiera, eras infanta, una especie de princesita que tendría una vida bien distinta a la de las plebeyas de su edad. Nada de ir con tu madre al mercado, nada de jugar al balón prisionero en la calle y nada de aspirar a ser recepcionista, tus recepciones iban a ser de otro nivel.

Fuiste creciendo al abrigo de una familia real que el pueblo trataba con cariño, entre el campechanismo de tu padre y la sobriedad de tu madre, perfecta siempre, al igual que su cardado –del que no se le mueve un pelo ni cuando sopla un vendaval como el que azota Zarzuela– Erais más altos y más rubios que la media nacional y hablábais varios idiomas, lo cual le daba cierto color europeo a una España que pronunciaba Espenzer Trazy y Jumprey Bogar y que había vivido cuarenta años, en blanco y negro, bajo la mala leche reconcentrada en el metro sesenta y tres de Franco.

Tú eras una chica deportista –hasta recibiste el premio “Hurra a la deportividad” hip, hip– y aparentemente feliz. Tu vida parecía un cuento y, claro, te enamoraste de algo parecido a un príncipe azul que después ha resultado ser rana y con el que compartes charca.

Soy muy fan de esa locura de amor que te impedía estar al tanto de los chanchullos de tu marido porque, cuando uno está ciego de pasión, ya se sabe, no tiene ojos para mirar las cartillas del banco. Así estabas tú, embebida en los de tu amado, azules y mentireiros. ¡Cómo ibas a saber, en ese estado febril, que aquel que un tres de mayo pidió tu mano, acabaría metiendo, presuntamente, la suya en la caja!

En eso que llega el juez Pepe, José Castro, un señor cordobés que va al Carrefour y monta en bici, y te declara imputada a ti, Cristina Federica Victoria Antonia de la Santísima Trinidad, que, claro, quien más y quien menos, piensa: “Coño, cómo ha cambiado el cuento”.

Dice tu abogado, Miquel Roca Junyent –padre de la Constitución para más señas–, que estás muy animosa. Y yo soy muy fan porque en tu situación yo me habría comido mis uñas y las de mi gato. Pero tú no, según Roca, tú estás animosa, no sé si porque te apetece declarar y aclarar, o si es que acaricias la idea de que al final algo lo impedirá, llámese resolución del recurso de la fiscalía...

Claro que hay quien sostiene lo contrario, que estás de bajón y yo lo entiendo, no debe de resultar fácil pasar de las regatas en Mallorca a regatear en tu portal a periodistas y curiosos preguntándose por la posible complicidad con tu pareja en un sentido nada romántico. No debe de ser sencillo para una alteza que la relacionen con asuntos de tanta bajeza.

Unos dicen que vas a divorciarte, otros que renunciarás a tus derechos como miembro de la familia real. Lo cierto es que, entre las presuntas cuentas en Suiza de tu abuelo, los business de la amiga entrañable de tu padre y los balones que, al parecer, nos ha colado tu querido duque del balomnano –alguno de ellos, según su exsocio Diego Torres, gracias a tus útiles pases–, el cuento de hadas que muchos vieron en tu historia, empieza a parecerse más a una novela de intriga.

Tomándome la libertad de retocar la canción de Joaquín Sabina, me temo que las niñas ya no quieren ser infantas...

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