Desde la tramoya

Disección en tres actos del coherente, falaz y reaccionario guión de Rajoy

Disección en tres actos del coherente, falaz y reaccionario guion de Rajoy

Leo con cuidado la entrevista a Mariano Rajoy que publicaron el lunes 9 de diciembre seis diarios europeos. Y trato de extraer las ideas que constatan lo clara que tiene la estrategia el presidente. Por lo que sé de la persona y de su equipo, no creo que quepa atribuirlo a una extensa formación intelectual, ni a una inteligencia prodigiosa, ni al trabajo minucioso de un equipo de estrategas de primer orden, sino más bien a un pensamiento simple muy conservador y a un cierto realismo fatalista (“las cosas son como son”, “esto es lo que hay”, “es de sentido común…”).

También a la conocida resistencia del hombre, como de viejo coche soviético: poco glamuroso, nada inspirador, lento… pero duradero y a prueba de golpes y accidentes. Estoy seguro de que el presidente no es fundamentalmente malintencionado en su narrativa, ni siquiera mentiroso. Cree lo que dice, como lo creen sus correligionarios. Y esa es su virtud principal para ganar las próximas elecciones generales y seguir gobernando. Veamos cuáles son sus axiomas y advirtamos sus falacias mirando desde el ángulo izquierdo.

Acto primero: no hay política social más importante que el empleo. “Para luchar contra la desigualdad hay algo que es capital, y es que haya empleo”, dice. “La mejor forma de corregir la desigualdad es que todo el mundo tenga un puesto de trabajo”, repite. Poco importa en la concepción de Rajoy qué tipo de empleo. En su relato, el objetivo es simplemente que se cree empleo neto en España, algo que sin duda sucederá antes de las Elecciones. Por eso también insiste en la entrevista en los modelos flexibles o en que “es preferible ganar un poco menos”.

La falacia consiste en situar la atención en una mera cifra macroeconómica, la tasa de desempleo, con todo lo importante que pueda ser, sabiendo además que lo más probable es que empiece a bajar por puro equilibrio social y económico. La falacia es anunciar, como decenas de veces se nos ha profetizado, que “vamos a salir de ésta”. Es tan falaz como decir: “Créeme: gracias a mi conjuro, hoy sobre las 7 anochecerá en Madrid”.

Acto segundo: “No hay en este momento unos indicadores precisos ni en España ni en Europa sobre los datos de desigualdad”. ¿Precisos? ¿Cómo de precisos los quiere el presidente? Inequality Watch, por ejemplo, que es una red de organizaciones dedicadas a hacer lo que su propio nombre indica, tiene datos bastante solventes. En Europa la crisis está sacudiendo más fuerte a quienes menos tienen y está ensanchando la distancia entre ricos y pobres. Sí hay datos, aunque proceden de analistas y organizaciones progresistas en su mayoría, y, efectivamente, no son tan precisos como un microscopio.

La falacia vuelve a ser la misma: no se confunda el respetable… que no nos líen los progres y los perroflautas con sus datos apañados… el empleo es lo importante. Uno sigue oliendo el inconfundible aroma del fatalismo católico y el conservadurismo más rancio, que el joven Mariano Rajoy ya exudaba con unos 30 años en su artículo en el Faro de Vigo (24 de julio de 1984).

No tiene desperdicio la profundidad del “joven” presidente de la Diputación de los 80: “La igualdad implica siempre despotismo y la desigualdad es el fruto de la libertad". "Vaguedades como ‘la eliminación de las desigualdades excesivas', ‘supresión de privilegios', ‘redistribución', ‘que paguen los que tienen más',... son utilizadas frecuentemente por los demagogos para así conseguir sus objetivos políticos". "Demostrada de forma indiscutible que la naturaleza, que es jerárquica, engendra a todos los hombres desiguales, no tratemos de explotar la envidia y el resentimiento para asentar sobre tan negativas pulsiones la dictadura igualitaria".

Rajoy luego incluso ilustra con un ejemplo lo inútil de querer actuar desde el Estado contra esa verdad incuestionable. Y, ¡vaya con el ejemplo que propone, muy del momento!: "La experiencia ha demostrado de modo irrefragable que la gestión estatal es menos eficaz que la privada. ¿Qué sentido tienen pues, las nacionalizaciones? Principalmente el de desposeer –vid. Rumasa–, o sea, el de satisfacer la envidia igualitaria".

Acto tercero: el programa electoral es importante: tanto, que me duele incumplirlo. El realismo fatalista de Rajoy se lleva a la máxima expresión cuando reconoce, en la entrevista del lunes, sin ningún pudor aparente, que “a los nueve días ya estaba yo incumpliendo el programa electoral”. Es curiosa esa referencia al programa electoral, que luego se complementa con otras dos muy importantes.

El error de los que dicen “que todos los hombres son iguales”

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Una: cambiar la Constitución puede ser (si hay consenso, es decir, que no será), pero, dice Rajoy, “yo en este momento no lo veo una prioridad. Además no iba en nuestro programa electoral”. Dos: el programa electoral vuelve a ser otra vez referencia, cuando se le pregunta sobre el aborto y la legitimidad que tiene el gobierno para cambiar la legislación. Dice el presidente: “la legitimidad es que se trata de una reforma que estaba en el programa electoral del PP”.

Ahí tienen la falacia de nuevo: el presidente justifica con el programa lo que le da la gana. Y lo hace con arte indudable: reconociendo abiertamente que incumplió el programa porque no tenía más remedio, algo que da más legitimidad incluso a sus decisiones. Ya sabemos, pues, por dónde va a ir la narrativa en esta segunda parte de la Legislatura, ahora que el asunto económico está “resuelto”: cuestiones morales como el aborto o la educación, que contentan a los compañeros de banco en la misa del domingo, y cumplir el programa electoral también bajando impuestos y subiendo pensiones… que en eso sí es buena la actuación magnánima y misericordiosa de los poderes públicos.

Se podrá criticar al presidente Rajoy por poco inspirador, antiguo, meapilas, insolidario o incapaz, pero no porque no tenga unos cuantos principios muy sólidos y simples en la cabeza, y por creérseos a pie juntillas. Lleva rumiándolos desde chiquitín.

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