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¿Y si la realidad no acepta el reglamento?

Un columpio aplasta a una niña en Madrid casi el mismo día en que nos enteramos de que un jubilado en Barcelona tiene que pagar 157.000 euros por pegar cartelitos para buscarse la vida. Nada que ver, claro. Al menos en primera impresión.

Pero rasquemos un poco: la niña –once años, nacida en la inmigración- juega como cualquiera de los nuestros en un columpio que se viene abajo cuando nadie lo espera, cuando los reglamentos no lo contemplan, de una forma tan brutal como imprevista. La estructura cede por la evidente razón física de que estaba mal anclada o cimentada; no hace falta estudiar ingeniería para alcanzar semejante conclusión. Sin embargo, la primera reacción del Ayuntamiento de Rivas, por boca de su alcalde, es que la instalación acababa de ser revisada y que era nueva y que el mantenimiento tenía todos los plazos y compromisos cumplidos y cubiertos y que, por tanto, no entendía cómo había podido pasar. Una primera reacción que revela algo ciertamente desasosegante: esa mentalidad que somete la realidad a los reglamentos en vez de reglamentar sobre la realidad.

La misma mentalidad del caso de Barcelona.

Como está prohibido pegar carteles y este señor ha pegado decenas de ellos, tiene que asumir la multa que tan perniciosa actividad conlleva y eso se traduce en una deuda con el fisco barcelonés que ronda ya los 175.000 euros. Dice el caballero que ignoraba la sanción. Sostiene el Ayuntamiento que no, que lo sabía. En todo caso, lo dice el reglamento.

No pretendo situar en paralelo ambos casos de tan diferente cariz y consecuencia. Pero los dos nos sirven para poner el dedo y el acento en esta costumbre tan nuestra y pertinaz de regular la vida por reglamentos que casi siempre van detrás de lo que regulan, que se quedan viejos o cortos incluso antes de ponerse en marcha, o que no abarcan todos los aspectos de lo que tratan de cuadricular.

También estos dos casos son palmarios ejemplos: el de la niña, por lo insuficiente de una regulación legal que se deja fuera casi todo, empezando por no obligar a casi nadie; el del jubilado por apretar demasiado donde no debe, por regular sin tener en cuenta realidades o situaciones personales no tan infrecuentes en este tiempo.

Rigor por un lado, laxitud por el otro. En el fondo, el mismo mal: leyes que no saben del tiempo y el lugar en el que viven.

Y son los hacedores de esas leyes los responsables de los desatinos que provocan.

Necesitan más calle, ¿verdad?

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