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Nacido en los 50

El error de Darwin: somos cosas

El Gran Wyoming

Algo debemos hacer para cambiar el sistema de organización al que nos están empujando.

En este mundo economicista donde todo se resuelve con una ecuación que lleva a un resultado previamente establecido, se elimina un elemento: el ser humano. Algún tipo de cerebro privilegiado ha descubierto que si se disminuyen los gastos, aumentan los beneficios. Antes existía un factor en la ecuación que era constante: los salarios. Ese gasto tenía un suelo fijo, se entendía que nadie debía trabajar por un salario indigno, que no se impondría a los ciudadanos una vida de miseria con el único fin de aumentar los dividendos. Se planteaban unos límites que evitaban la desaparición de una elemental justicia social. Eso que llaman flexibilización consiste en la eliminación de esa constante de la ecuación. Ahora los salarios, por encontrarnos en una crisis que proviene, según nos contaron en su día, de una estafa internacional que promovió la banca, han pasado a ser el factor de amortiguación de la ecuación, el elemento al que se recurre para reducir los gastos. En algunos casos, esos salarios se recortan hasta la mitad bajo la amenaza de despido colectivo. Lo llaman productividad y es el nuevo mantra de los neoliberales en economía. Esa productividad nos lleva a la cacareada competitividad, imprescindible para salir de esta crisis que ha sumido al pueblo en la incertidumbre, la inseguridad y el miedo. Nos dicen que no hay futuro, que hay que construirlo con las nuevas reglas que han llamado “reformas estructurales profundas”.

Cualquier país que quiera mantener una economía sostenible, que pretenda prolongar los beneficios que proporciona el Estado del bienestar, debe ser realista, está obligado a efectuar esos cambios estructurales que garanticen su viabilidad, nos cuentan. Con los parámetros actuales caminamos hacia el abismo, nos advierten. A tenor de cómo se perfila la demografía, y con el incremento de la esperanza de vida, la ruina de nuestro sistema de pensiones está garantizada, nos amenazan.

Lo tienen claro. Esta colección de zaratustras salidos de esos depósitos de think tank con la verdad revelada, con sus calculadoras, sus camisas de rayas, su discurso sereno, pausado y avalado por másters en economía de universidades prestigiosas que les costearon sus ancestros, donde fueron instruidos en “la palabra” para que la difundieran por el mundo, son los jinetes del Apocalipsis. Tienen todo estudiado, calculado, casi resuelto. Para llegar a la solución preestablecida deben eliminar un factor, el humano. Ninguno de sus cálculos se sostiene si se respeta ese factor. Su solución es perfecta y multiplica los beneficios de la minoría a la que van destinados los designios del nuevo mundo al que nos llevan, siempre y cuando se elimine al ser humano del proyecto.

En la nueva organización social, las personas no tienen cabida. El nuevo entramado no puede cimentarse en entes que sienten, padecen, gozan, sufren y tienen necesidades elementales que se empeñan en satisfacer. Los señoritos del nuevo mundo han diseñado una estructura perfecta para salvar la economía sin contar con los habitantes del planeta Tierra, para ellos somos cosas. En el nuevo horizonte que se contempla desde la atalaya del neoliberalismo no existimos, somos sólo un escollo que hay salvar o, llegado el caso, suprimir. Estos señores del mundo exigen sumisión y respeto a sus dogmas mientras laminan los derechos elementales de los demás. Su premisa es: “Tenemos el poder, sin nosotros nada es posible”.

El trabajo ha dejado de ser un derecho para convertirse en un privilegio producto de la generosidad de los empresarios, que quedan eximidos de obligación alguna con esa masa salarial que se empeña en poner freno a la Historia. Sacrificio, productividad y competitividad. Ese es el nuevo orden de los factores del Nuevo Orden Mundial.

Desde la Administración del Estado se privatizan servicios poniéndolos en manos de empresas que explotan a los trabajadores hasta límites inaceptables, con la cooperación de los diferentes cargos públicos, llamados “de confianza”, nombrados a dedo por los políticos elegidos en las urnas que creen legitimadas sus acciones de destrucción del bienestar y el patrimonio colectivo, por haber obtenido una mayoría suficiente en las elecciones. Sin el menor rubor justifican en los medios de comunicación salarios ridículos, condiciones abusivas con un argumento incuestionable: “menos es nada”. Así resolvía un alto cargo de la Comunidad de Madrid la cuestión de qué le parecían los sueldos de menos de 700 euros que aparecen en anuncios de trabajo donde se exige una alta cualificación, dominio de idiomas y disponibilidad completa. “Menos es nada”, se nota la formación matemática de estos jóvenes economistas que saben distinguir cuál es el mayor entre los números setecientos y cero.

Somos cosas y, en tanto tales, a nada tenemos derecho. Hemos venido al mundo con una obligación: someternos al imperio de una nueva economía que busca el bien para sí y la ruina para los demás. Como un tren de mercancías que viaja a toda velocidad portando carbón, nos permiten recoger los trozos que caen de los vagones y quedan desperdigados en torno a la vía mientras vemos alejarse al convoy con rumbo desconocido.

Nos han convertido en cosas y ahora debemos adaptarnos a nuestra nueva condición de simple materia. Tenemos que evolucionar hacia esa nueva especie que nos sobrevivirá eliminando las necesidades y los sentimientos. Con la cosificación desaparecerá el dolor, seremos clasificables, almacenables. Cosas asequibles, inertes, insensibles, así nos quieren.

Cosas que pierden la capacidad de añorar lo que fueron en otro tiempo.

De esa forma nos sueñan estos seres sin alma.

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