Plaza Pública

La abdicación y la democracia

Isabel Burdiel

A lo largo de la historia contemporánea de España, la monarquía ha constituido –con diversos grados de intensidad– un obstáculo para el progreso económico, social y cultural del país y, sin duda, para su evolución política, primero en un sentido liberal y luego democrático. Esa falta de flexibilidad y de reflejos históricos –por decirlo parcial y suavemente– se quebró con la subida al trono de Juan Carlos I y su papel fundamental –como causa necesaria aunque no suficiente– en la liquidación de la dictadura franquista y en la creación de un consenso democrático como no había existido nunca previamente. Un consenso y una ilusión colectiva que incluyó, desbordó o neutralizó, con una reticencia muy activa en algunos momentos, a las élites procedentes del antiguo régimen. Esa es la primera novedad histórica extraordinariamente (en el sentido literal del término) positiva de la figura del rey Juan Carlos. La segunda, ha sido una trayectoria impecable desde el punto de vista constitucional que ha convertido a la Corona –para vergüenza de nuestro sistema de partidos– en la única institución del Estado que es neutral políticamente; lo cual no es un haber menor en un entorno como el nuestro con un bajísimo nivel (letal, a mi juicio) de consenso positivo. La tercera, ha sido el hecho de que Juan Carlos es el primer monarca en ejercicio que ha abdicado voluntariamente en su sucesor. Isabel II lo hizo en su hijo después de haber sido destronada en 1868 y, aún en el exilio, hubo de ser forzada para hacerlo.

En los últimos años, la confianza de la ciudadanía en las instituciones democráticas del Estado ha sufrido un deterioro notable, tanto por lo que se refiere a la propia idea de España como, y eso me parece más grave, respecto a la convicción entre los jóvenes de que la democracia, con todas sus limitaciones, es el sistema político más progresista y justo que conocemos hasta el momento. La saludablemente traumática apertura de la Caja de Pandora de la corrupción, en la que está implicado el yerno del rey, ha agudizado esa percepción de déficit democrático focalizándolo en la monarquía, la única institución que parecía haber resistido hasta el momento la oleada de desencanto global. Todo ello se produce, sin duda, en el contexto de una situación de crisis económica como no se ha conocido en Europa desde la Gran Depresión y que afectaba a España después de un largo periodo de prosperidad relativa, mal gestionada por los responsables económicos y políticos. Una época en la que, como dijo una vez Galdós hablando de un período similar en el siglo XIX, “España estuvo a punto de volverse tonta”.

Al despertar de su “tontería”, cuando el peso de la crisis se hace recaer sobre los ciudadanos y los sectores financieros y especulativos que la produjeron resultan indemnes, la monarquía ha perdido su discreto encanto y se ha convertido en materia de escándalo. Un escándalo hipócrita y mojigato por lo que se refiere a la vida privada y a las amistades, amorosas o no, del rey o a su muy desagradable afición a matar animales. Un escándalo absolutamente legítimo cuando se refiere a la implicación de miembros de la familia real en esa forma de violencia anti-democrática que es la corrupción.

Estamos viviendo uno de esos momentos históricos de cambio en los que el futuro es incierto, tan incierto que impide casi analizar el presente. Ese cambio es sin duda global y afecta a los modelos de desarrollo económico posibles y a cambios sustanciales en el juego de potencias al respecto. Afecta también a la propia idea y práctica de la democracia tal y como la conocemos. ¿Se va a convertir ésta en rehén y pantalla de fuerzas económicas incontrolables por la ciudadanía ¿O va a volver a creerse en la política como, precisamente, una forma de embridar al servicio de la colectividad a ese tipo de fuerzas económicas? ¿Es el modelo la China o la Rusia actuales (ambas repúblicas, por cierto) o alguna variación mejorada de las democracias occidentales que conocemos? En España la intensidad de los cambios y de los retos se ha apuntado en los resultados de las últimas elecciones que son sólo la punta de iceberg de un movimiento de tierras de los que aún sabemos poco. En ese contexto, la monarquía tiene que demostrar constantemente, día a día, su utilidad en un escenario extremadamente fluido que requiere tanta habilidad como honestidad.

El arte de no reverenciar al rey

A diferencia de ciertas posturas que van incrementándose en la izquierda política, especialmente entre las generaciones más jóvenes que renuevan la ilusión de los que han encanecido esperando la III República, no creo que haya incompatibilidad alguna, ni desde el punto de vista teórico ni desde el punto de vista histórico, entre la monarquía y la democracia. Desde luego la opción no es entre ambas, sino entre más o menos democracia y la elección inteligente de los instrumentos para lograrla. En este debate debemos ser exigentes y sería muy de desear que los defensores de la república explicasen las razones por las que la consideran de mayor utilidad para la profundización de la democracia, más allá de la perfectamente roma afirmación de que lo es por no ser hereditaria. Con todo el respeto, hay algo de principialismo (y oportunismo) infantil en esa ola republicana que, por cierto, puede enlazar muy bien con la que recorre a ciertos sectores de la derecha populista en este país, resentida por la quiebra de aquella vieja identificación excluyente entre su opción política, la monarquía y la agenda de la iglesia católica.

Por otra parte, lo que está en cuestión ahora no es el tránsito del juancarlismo a un sentimiento monárquico independiente de la personalidad del titular de la Corona, como se han apresurado a decir algunos comentaristas. Lo que está en juego es la clara percepción de la ciudadanía de que la monarquía es útil para ella y no sólo para una minoría que, por ejemplo, considera que en España tenemos “una sanidad demasiado buena”, como declaró hace poco un patricio valenciano en una comida con el príncipe. Lo que está en juego es cómo, en esta encrucijada, se elige o se diseña el camino que conduce a más y mejor democracia, intolerante con la corrupción, más plural y más justa socialmente. Ahí se juega el futuro de la monarquía. Creo que no ha habido, hasta el príncipe Felipe, heredero al que hayamos proporcionado entre todos una mejor educación para ello. Su reto es enorme y la solución positiva del mismo no está, por supuesto, absolutamente en sus manos. Para quiénes, como yo, creemos que la monarquía puede seguir siendo útil a la democracia en este país, merece la pena apoyar y explorar esa posibilidad.

--------------------------------------------------------------------Isabel Burdiel es historiadora, catedrática de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia y autora de 'Isabel II. Una biografía (1830-1904', Premio Nacional de Historia 2011.

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