Desde la tramoya

No hacer ruido

Rajoy insiste: “La forma política del Estado no está en el orden del día”

En el imaginario español, para disfrutar de la noche y la fiesta, la transgresión y el hedonismo, te vas con los de izquierdas. Y si quieres el rigor sigiloso de un quirófano a pleno rendimiento, mejor la derecha. Un antropólogo podría explicarnos por qué “derecho” tiene como sinónimos o casi-sinónimos “justo”, “correcto”, o “recto”. Alguien experimentado es alguien “diestro”. En inglés “right” es todo eso también. Por el contrario la izquierda remite a lo distinto, a la transgresión. “Left” es izquierda pero también “lo que queda”, el resto, por llamarlo así. La excepción es que te levantes “con el pie izquierdo”, o “golpear con la zurda”, porque lo normal es la diestra, que es la que sabe.

Por supuesto, el mundo no avanza de la mano de los conservadores. Por definición ellos prefieren las cosas como manda la “recta” tradición y el “derecho”. Si hubiera sido por los conservadores solo, aún trabajarían los niños, el despido sería libre y gratuito y las mujeres no votarían. No quiero decir que bajo el gobierno único de los progresistas el mundo habría sido la Utopía de Tomás Moro, pero esa es otra cuestión.

Con mucha frecuencia los conservadores saben comportarse como buenos “cirujanos” de la política, fríos y calculadores, que creen que las cosas “son como son”, que la gestión pública consiste sin más en aplicar “sentido común”, que la ideología es una memez trasnochada para la gente ingenua de izquierdas. Por eso los partidos de la derecha suelen resultar tan aparentemente eficaces en la gestión de la economía, como antipáticos y arrogantes en la gestión de los asuntos morales y sociales. En España, al Partido Popular esa verdad le quedó grabada a fuego entre 2000 y 2004 cuando, a pesar de que la economía iba como un tiro gracias a la burbuja, la gente tomó las calles para protestar contra el antipático José María Aznar y los pizpiretos Eduardo Zaplana, Ángel Acebes y Rodrigo Rato. Al PP de entonces, sin ninguna duda, le perdió la arrogancia.

Como el Rajoy de entonces era el chico para todo, que podía ser ministro de casi cualquier cosa sin dar la nota ni para mal ni para bien, pasaba más desapercibido que sus más conspicuos compañeros Rato y Mayor Oreja. Quiere esto decir que el bueno de Mariano Rajoy se acostumbró a guardar silencio, a esperar, a no hacer ruido. Y aprendió que en cuestiones morales mejor no provocar a la gente para que no salga a la calle a protestar, no vaya a ser que te jodan la paz social en la que tan cómodamente vive un Gobierno cuyo programa principal es ir reduciendo con sigilo los derechos y libertades del Estado del bienestar, que para él no son más que “mamandurrias”.

Yo creo que por eso el PP ha preferido dejar que hicieran algo más ruido del autorizado los gays en sus días de Orgullo que hacer él demasiado ruido con la polémica. Me imagino a Rajoy diciendo a Cifuentes y Botella que no le montaran lío: “Habrá que taparse la nariz y los ojos ante tamaña exhibición de orgullo”, pensarán nuestras rectas autoridades. A fin de cuentas, dirán para sí, “¿qué más da, si lo que importa es que luzca con toda su fuerza el dato mensual de empleo y que la gente se vaya relajando?”. Es probable que también le haya pedido a Gallardón que baje unos cuantos decibelios la tensión con lo de la interrupción del embarazo. “¿Qué ganas tienes de ir al tinglado ese que ha montado el Opus en el Congreso de los Diputados, Alberto? Sin ruido, carajo, sin ruido. Aznar ya lo dejó escrito con sus torpezas: con esta mayoría absoluta tan hermosa que tenemos, ¿qué necesidad hay de dar la nota?”

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