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Conflicto palestino-israelí

Una ‘intifada’ pacífica

Barah Mikail

(Barah Mikail es investigador de origen sirio senior del think tank FRIDE, experto en Oriente Medio y el Norte de África y miembro de la Asamblea de los ciudadanos y ciudadanas del Mediterráneo)Barah Mikail

El conflicto palestino-israelí envenena los asuntos de Oriente Medio desde hace más de seis décadas. Desde el 29 de noviembre de 1947, cuando la Asamblea General de la ONU aprobó un plan de partición de la Palestina mandataria, son cuatro generaciones las que han vivido el empeoramiento de una situación que ha provocado el auge de regímenes autoritarios en la región.

El 15 de mayo de 1948, día de la proclamación del Estado de Israel, los árabes –incluso los palestinos– rechazaron la idea de la creación de un Estado palestino, porque consideraban que eso daría legitimidad a la existencia de un Estado israelí y judío. Desde entonces se abrió un ciclo que nunca se ha cerrado. Las guerras entre los países árabes e Israel nunca han dado ventaja ni a unos ni a otros protagonistas del conflicto. Es la famosa guerra de 1967 la que simboliza mejor lo absurdo de la situación: en este conflicto fueron los árabes los que perdieron gran parte de sus territorios. Pero más de cuarenta años después, son los israelíes los que están pagando el precio de sus conquistas.

Siempre se puede comparar a los palestinos y los israelíes diciendo que cada uno de ellos tiene razones legítimas de defensa de sus propios asuntos. Pero lo que difícilmente se puede contraponer es el estatus jurídico que tiene cada uno. Israel es un país que ocupa los Territorios Palestinos y ejerce una asfixia económica sobre ellos, como ha sido el caso desde 2005, ya que a pesar de la retirada oficial por parte de Israel de sus tropas y asentamientos los palestinos siguen estando ocupados. Y reconocer este hecho no es incompatible con analizar el conflicto de manera equilibrada.

Determinar si son los israelíes o los palestinos quienes iniciaron la violencia que nos ha llevado a la desastrosa situación que vivimos hoy equivale a intentar averiguar si fue primero el huevo o la gallina. El asunto no importa, o por lo menos no debería importar tanto. Los casi setenta años que nos separan de 1948 han supuesto una acumulación de frustraciones y de rencor por ambas partes. Las situaciones de violencia siempre son utilizadas por los líderes palestinos e israelíes para obtener réditos políticos o estratégicos. El problema es que, en cambio, nunca se han intentado aprovechar las situaciones de calma –que también existen a veces– para emprender el camino de las negociaciones de paz.

Este problema no tiene que ver con las poblaciones. Por supuesto, tanto los palestinos como los israelíes tienen sus propios radicales que no quieren que los líderes políticos alcancen ningún acuerdo positivo. Sin embargo, los radicales sólo pueden influir sobre las perspectivas de palestinos e israelíes cuando la élite política decide refugiarse tras ellos para justificar sus acciones y su rechazo radical a negociar.

En este sentido, han sido numerosos los motivos que han permitido tanto a palestinos como a israelíes rechazar la posibilidad de negociar la paz. Al mismo tiempo, son los israelíes los que han perdido más oportunidades de acercarse de sus vecinos palestinos, empezando por los acuerdos de Oslo (1993) y la ocasión histórica que supusieron en cuanto a la posibilidad de empezar a solucionar este conflicto. Por supuesto, la violencia perpetrada por radicales palestinos en territorio israelí no puede resolverse con la ausencia de reacción por parte de los israelíes. Pero tampoco la decisión israelí de hacer crecer sus colonias en territorio palestino ayudó a Yasir Arafat, líder de la Organización de Liberación de Palestina (OLP), a pesar del respeto que le tenía una mayoría de la población palestina.

De hecho, se podría convivir con el conflicto palestino-israelí si no tuviera un coste en sangre tan elevado. Con la muerte de victimas –mucho más numerosas en Palestina que en Israel– se han sacrificado generaciones de jóvenes y de fuerzas que hubieran podido fortalecer al Estado palestino futuro si hubiesen tenido perspectivas más prometedoras. Además, ese gran número de heridos y de fallecidos, así como la presencia de refugiados palestinos en la región y hasta en sus propios territorios y el estado de subdesarrollo en el que viven sólo consiguen provocar más radicalización a nivel popular.

El éxito electoral del movimiento Hamás en las elecciones legislativas de 2006 no fue un reflejo puntual de la radicalización –o de la islamización– de la mayoría de la población palestina. Son numerosas las encuestas que muestran que, en aquella época, muchos simpatizantes de Al Fatá buscaron “castigar” al sucesor de Yasir Arafat, el presidente Mahmud Abás, por su fracaso a la hora de mejorar sus perspectivas de vida. Por supuesto, la gestión caótica de la franja de Gaza por parte de Hamás y su radicalidad política y social les han hecho perder muchos simpatizantes en 8 años. Pero eso no significa que Hamás sea un actor menos relevante hoy en día. Por el contrario, antes de la ofensiva israelí en Gaza, Hamás tenía una popularidad similar a la de Al Fatá. Desde luego, el efecto perverso de la guerra actual seguro que no ha contribuido a reducir su apoyo popular.

Por supuesto, no se puede jerarquizar la legitimidad de las víctimas según sean del lado palestino o israelí. Cada muerto, cada herido civil, cuentan, sea cual sea su nacionalidad, religión o etnia. No obstante, cabe destacar que –lamentablemente– las poblaciones israelí y palestina no ven este asunto de la misma manera. Si hablamos de la percepción popular, cada uno de los pueblos se ve como una víctima del “otro”. Los palestinos acusarán al Gobierno israelí y a los religiosos judíos y los colonos antes de considerar denunciar a sus propios radicales. Por su partes, los israelíes verán en las organizaciones palestinas radicales (Hamás, la Yihad islámica…) el origen de sus males, e incluso también extenderán la responsabilidad al Al Fatá. Tales acusaciones no deben extrañarnos; como en la mayoría de los conflictos del mundo, siempre se buscan responsables, y son muchos los actores acusados.

El problema va más allá de eso. En las últimas décadas ha ocurrido algo similar en las escenas palestina e israelí: se ha radicalizado cada vez más la escena política. En Palestina, la vida política desde los años sesenta ha cambiado con la presencia de organizaciones de lucha (o resistencia) laicas que han tenido que vérselas posteriormente luego con movimientos como Hamás o la Yihad islámica. De manera similar, en Israel a partir de los años setenta ha surgido un fenómeno de afirmación política basada en movimientos religiosos y sionistas radicales que han ganado peso progresivamente en la vida política.

El resultado parece igual en ambos casos: en Palestina, cualquier decisión por parte de Al Fatá se ve a menudo rechazada por sus adversarios de Hamás; en Israel, el primer ministro no parece capaz de tomar decisiones sin consultar al resto de formaciones políticas del Parlamento, así como de su Gobierno. Los tiempos en los cuales los dinosaurios políticos de las escenas políticas israelí y palestina podían adoptar decisiones impopulares e imponerlas a sus poblaciones han terminado con la muerte de Yasir Arafat y Ariel Sharon. Todo lo que queda hoy son liderazgos e instituciones cada vez más fragmentadas que no permiten ni mantener el optimismo ni tener una fe sincera en que haya una salida positiva para el conflicto palestino-israelí.

La pérdida de tiempo a la hora de definir las soluciones para este conflicto ha complicado la posibilidad de superar los problemas estructurales y coyunturales que existen. Y así se observa como, pese a que hay minorías activas que se organizan en Palestina y en Israel para superar los obstáculos e intentar poner fin al malentendido que mantiene como rehenes a las dos poblaciones, las leyes de la beligerancia se hacen cada vez más dominantes, más audibles y más determinantes. Más allá de los túneles de contrabando que los israelíes dicen querer neutralizar, hay un túnel más oscuro y más amenazante que lamentablemente no da ninguna muestra de que vaya a dejar pasar la luz.

¿Existe solución para el conflicto palestino-israelí? Por supuesto. El derecho internacional ha definido en parte las condiciones necesarias para ponerle fin. Pasa por un regreso a las fronteras que existían antes de la guerra de junio de 1967, el derecho de los refugiados a volver a sus lugares de origen y la firma de un acuerdo sobre el estatus de Jerusalén. Sin embargo, la complejidad del conflicto parece no dar lugar a la aplicación rigurosa del derecho internacional. En el mejor de los casos, este derecho podría ser una referencia, pero es muy improbable que los protagonistas –y especialmente los israelíes– acepten un acuerdo que incluya el regreso a las fronteras de 1967. Por supuesto, las organizaciones de la sociedad civil –que son muy numerosas en Israel y Palestina– podrían tener un papel importante porque son la garantía de un acercamiento entre las poblaciones.

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Sin embargo, el actor que está más capacitado para hacer presión sobre los Gobiernos palestino e israelí es Estados Unidos. En el pasado, han sido los americanos los que han forzado a israelíes, palestinos y árabes a sentarse a la mesa de las negociaciones, aunque sin resultados notables. Hoy, son también ellos los que pueden exigir que se ponga fin al nuevo ciclo de violencia al que asistimos e iniciar un capitulo de negociaciones, única vía para salir adelante. Pero parece muy poco determinada la administración del presidente Barack Obama a tomar un mayor protagonismo en el conflicto, probablemente porque no cree que encontrar una salida sea posible por ahora. Lamentablemente, no hay ningún otro actor que esté dispuesto o capacitado para llenar este vacío diplomático dejado por los EEUU: ni la Unión Europea, ni Rusia, ni China, ni siquiera ninguno de los países árabes. ¿Qué hay que hacer entonces? ¿Mantener la situación desastrosa que hay en la región? ¿O volverse activo, a todos los niveles?

La llamada “primavera árabe” ha mostrado el poder que pueden tener los ciudadanos cuando deciden actuar. El mismo movimiento debería extenderse ahora a Israel y Palestina. No de la forma en que lo hicieron las Intifadas palestinas del pasado, pues no han traído la solución al conflicto. Pero la determinación de las poblaciones palestina e israelí de acabar con este conflicto tiene que ser el motor de los cambios. Los líderes palestinos e israelíes y los actores de las escenas políticas de ambas partes no parecen dispuestas a dirigirse hacia una negociación seria a corto plazo. Pero una intifada pacífica, organizada por los grupos e individuos moderados de las dos sociedades civiles intifada, sí podría influir sobre la situación y permitir que la luz apareciera al final del túnel, a través de llamadas regulares para poner fin a décadas de oportunidades perdidas.

El conflicto palestino-israelí y sus orígenes son parte del siglo XX, y probablemente las soluciones que se veían en el siglo pasado para acabar con este problema venenoso hay que revisarlas… u olvidarnos de ellas. Un conflicto tan complejo debe dejar de verse a la luz de los principios de la diplomacia tradicional. Son los ciudadanos ahora los que tienen el poder de rechazar las lógicas del pasado si no quieren ver como nuevos años de conflicto alejan más y más a las generaciones futuras y amenazan aún más tanto su propio futuro como el de la región. Nadie más puede.

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