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El desconcierto

España es un país desconcertado. Empezando por su presidente de Gobierno, que a día de hoy y con la que cae sigue llamando “esas cosas” a la intolerable pestilencia de los negocios privados en la vida pública, sin que se le mueva un músculo para mostrar la más mínima emoción en un sentido o en otro. Alguien debería decirle que si está decidido a seguir liderando, autoconvencido de sus posibilidades, hay que ejercer ese liderazgo en el fondo y en la forma: con ideas, impulso, talento y energía. O irse. Pero ni una cosa ni otra, sino el pálido reflejo de un caballero desconcertado que transmite desconcierto a un país que nada en él.

Tienen razón los anuncios buenistas de las grandes corporaciones cuando dicen que España tiene capacidades y gente para vivir de otra forma. Lo malo es que ni se ve ni se cree, porque el desconcierto lo inunda todo.

Si usted, querido lector, se molesta en asomarse al diccionario de la RAE, encontrará que España hoy cumple todas las acepciones, incluso la última: “Flujo de vientre”. Descomposición, perplejidad, desorden, falta de medida, falta de gobierno… El desconcierto solapa y desanima la ilusión, la energía, la disposición a crear y a vivir que nos ha impulsado siempre, que nos ha sacado individual y colectivamente de las peores situaciones.

Este país tiene una historia de desavenencias fratricidas que está en su ADN desde el principio de los tiempos, y es particularmente cainista y envidioso, como ha sido –y algunos mantienen aún la llama y hasta gobiernan- alérgico a cualquier viso de modernidad y progreso que no sea el de su propio patrimonio.

Pero es también una tierra de talento y creatividad, que sabe respirar y busca aires nuevos, que exporta ideas y tecnología y en el que das una patada a una lata y te sale un poeta callejero o un pintor de la palabra. Aquí hay cultura y oficio. Y había mucho más hasta que empezaron a mutilarlo con el 21% de IVA o se cargaron la investigación.

Pero quienes gobiernan o gestionan lo público son incapaces de aprovechar esa energía y prefieren navegar en el desconcierto, como queriendo mantenerse a flote en él. Son los que miran el dedo en vez de la luna que señala.

Para el desconcertado Rajoy la atmósfera de corrupción y desencanto son un “conjunto de noticias que han salido en los últimos días” y la solución es que los partidos trabajen “con determinación y coraje”. Y parece decirlo en serio, creyéndolo realmente, con lo que aumenta considerablemente el desconcierto. Determinación y coraje es precisamente lo que falta y seguirá faltando en el Gobierno y me malicio que también en la oposición, particularmente el PSOE, que tampoco sabe muy bien por dónde tirar más allá de esforzarse por sacar al jefe en todos los programas de la tele, y más a la izquierda, donde se duda entre casarse o amancebarse con Podemos, mientras la realidad demuestra que por aquellos pagos también pueden caer en la tentación cuando les llega a las manos una tarjeta opaca.

De rotonda, a siniestro y doloroso sumidero

De rotonda, a siniestro y doloroso sumidero

No tienen valor de dar el paso ni siquiera ante la perspectiva cierta de que les arrastrará el sunami. Son tan cobardes y tienen tanta grasa que ni el terror por la encuesta del CIS que viene les hace cambiar el paso. El desconcierto en el que viven y propician hace imposible que cambien procesos internos y externos y legislen más democracia. No se atreven a acabar con una ley electoral injusta y un sistema de organización partidaria que potencia lealtades internas en lugar de compromisos ciudadanos. Ni a proponer y debatir leyes de verdadera transparencia o a pensar en nuevas vías de financiación aprovechando la experiencia de tecnología y redes. No se dan cuenta que el ciclo se acaba y como el tonto de la soga en vez de cazar o construir, la utilizan para ahorcarse.

Su responsabilidad en lo que sucede es tan grande como su irresponsabilidad ante ello.

El desconcierto está ahí, todo lo cubre y lo gobierna, pero puede también llegar a limitar nuestra capacidad de acción individual y colectiva para sobreponernos a él. Lo malo será que las decisiones de cambio o los pasos para acabar con el desconcierto se adopten precisamente bajo su influencia. Que en medio del desconcierto no tengamos la lucidez de sobreponernos a él.

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