Desde la tramoya

La Dama de la Justicia y el mito de la objetividad

La juez que entra y sale de su despacho erguida, distante y circunspecta, intocable, es el símbolo mismo de uno de los mitos imprescindibles de las democracias de Occidente. “Que hable la Justicia”, decimos, como si “la Justicia” fuera, en efecto, como su representación mitológica y artística, al menos desde el siglo XV.

Sí, la juez sevillana es a la era de la televisión lo que la Dama de la Justicia era para los antiguos. La Dama lleva una balanza como símbolo del peso de las pruebas en uno u otro sentido, que deben medirse sin trampa. Nuestra juez lleva rodando una maleta, que suponemos llena de documentos, como diciéndonos que acumula pruebas y que sólo las pruebas guían su acción. Alaya no lleva una venda en los ojos como Iustitia o Temis, pero calla y se la ve vaporosa e inasequible. Ella no es acosada por micrófonos y cámaras al entrar o salir, ni pronuncia palabra. El símbolo de la independencia en ella es la soledad de su paseo diario. Y el silencio. Iustitia tiene una espada. Nuestra juez, el arma de sus autos. La fuerza letal de una imputación o de una citación.

En las sociedades racionalistas del capitalismo occidental es crucial que la ciudadanía sepa que hay unas señoras y unos señores que aplicarán con frialdad quirúrgica las leyes. Es crucial porque todo el sistema se asienta sobre la base de la igualdad teórica de todos los ciudadanos y la separación de poderes. Si el tribunal de la opinión pública es caprichoso y olvidadizo, los tribunales ordinarios se suponen impasibles y de larga memoria. Si la opinión pública sentencia sin pruebas, la Dama de la Justicia debe presuponer la inocencia. El tribunal de la opinión es emocional, en los juzgados debe primar la racionalidad matemática.

Nada que objetar a ese mito. Qué bueno que lo alimentamos. Para nosotros, ciudadanos del común, sería realmente angustioso pensar que estamos en manos de jueces o jurados populares tendenciosos. Sin embargo, el mito de una Justicia de venda en los ojos, espada y balanza, flaquea en varios puntos.

En primer lugar, hay un predominio absoluto del conservadurismo en la Judicatura. Como dice un amigo abogado, un ser humano que después de desayunar se dedica a enviar a la gente a la cárcel por transportar medio kilo de cocaína en Barajas, tiene que estar cargado ya de entrada con el gen conservador. Celebramos la existencia de esos jueces progresistas que implican a las familias en la recuperación de los jóvenes violentos o que firman sentencias ejemplares de trabajo social. Pero son la excepción, no la regla.

Además, para dedicar dos o tres años de tu vida a estudiar una oposición dura como ésa, pagando a un preparador y sin poder hacer otra cosa que estudiar, has de tener alguien que te pague el menú y la calefacción. Un chaval recién licenciado en Derecho hijo de madre soltera en paro lo tiene difícil para aislarse en su cuarto mientras le preparan la cena. Más fácil lo tiene un hijo de juez, por ejemplo.

Por eso cuando los conservadores dicen que sería bueno despolitizar la Justicia para que el Consejo General del Poder Judicial, el Gobierno de los y las jueces, sea elegido por los mismos jueces y no por los partidos, en la izquierda decimos que no. Que bendita sea la politización de la Justicia a esos efectos, porque la Justicia no debe dejarse en manos solo de los jueces, que son en su mayoría abrumadora gente muy conservadora.

Segundo y más relevante, no niego que pueda haber algún marciano en la Judicatura ajeno a las corrientes de opinión, ciego ante su pareja, su familia y sus amigos, frío como un témpano de hielo frente a la sociedad en la que vive; capaz de enjuiciar como si viniera de otro planeta. Pero hay estudios que constatan la fuerte depedencia de los jueces de aquellas cosas que nos afectan al resto de los seres humanos. Cualquier abogado con un par de meses de experiencia sabe que los jueces saturados de asuntos sentencian de manera distinta, o que las presiones de la prensa influyen de manera decisiva en sus decisiones, o que presentando las pruebas de una forma u otra se incide de manera importante en la sentencia.

Yo doy por hecho, además, que si la vida te pone delante un caso de enorme repercusión social y unos sospechosos denigrados; si los medios te regalan el oído alabándote como una persona justiciera y valiente; si te esperan los fotógrafos en la puerta del juzgado; si todo el mundo está pendiente de que tú salves al país de la ruina moral... Yo creo que si todo eso pasa, debe ser más que difícil no sucumbir a la presión.

No estoy refiriéndome solo ni fundamentalmente a la instrucción del llamado caso de los EREs por parte de Mercedes Alaya. Me parece inverosímil que no haya animadversión y marca ideológica en una juez que ya con 27 años, poco después de aprobar su oposición, encausó al alcalde socialista de Fuengirola por malversación, y que ha abierto una causa general con cientos de imputados, en algunos casos porque "es imposible que no supieran...". Pero no: no me parece que Alaya sea el único caso.

Me refiero a esos fiscales, jueces y abogados que abren investigaciones, citan e instruyen a un ritmo que coincide minuciosamente con el ritmo de los acontecimientos políticos previstos. Me refiero a esa desaparición de jueces que investigan causas incómodas a los poderes más conservadores. Me refiero a esa procesión de celebridades, autoridades y empresarios que entran y salen de juzgados y prisiones... Es fácil alinearse de uno u otro lado según la víctima sea el juez Garzón o Isabel Pantoja, y a mí me resulta mucho más cómodo y sencillo ponerme del lado del primero que al lado de la segunda. Pero no es eso lo que quiero decir. Digo sencillamente que está bien que alimentemos el mito de que hay una Dama que imparte justicia a ciegas, fríamente y poniendo en la balanza solo los hechos. Pero tan bueno es alimentar ese mito como guardarnos de darlo por completamente cierto.

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