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Desde la tramoya

Eufemismos: cuatro instrucciones de uso

En realidad, nada determina a priori que “coche de ocasión” sea socialmente aceptable para referirse a un coche de segunda mano, y que, sin embargo, nos parezca inaceptable que Montoro diga “ponderación” en lugar de “subida” de impuestos. Las palabras son gomosas y muy flexibles, y a veces puedes estirarlas hasta el infinito. Pero en otros casos se rompen con facilidad. ¿Cómo se impone el límite de la elasticidad de las palabras que una sociedad está dispuesta a aceptar? He aquí cuatro ideas:

Primera. Si las palabras tranquilizan la conciencia del público afectado por ellas, serán rápidamente aceptadas y extendidas.

Los presos prefieren llamarse a sí mismos “internos”. Un comprador de un coche usado prefiere decirle al cuñado lo barato que le ha salido su coche “seminuevo”. Unos hijos prefieren dejar al abuelo en una “residencia para la tercera edad”, que en un “asilo”. Y un desempleado que busca trabajo se siente mejor al contar que está en “búsqueda activa de empleo” o explorando “nuevos retos profesionales”. De manera que todos esos colectivos y quienes procuren seducirles, usarán esas palabras y las extenderán. Mientras no entren en contradicción con significantes alternativos hostiles, no habrá problema, y el lenguaje producirá así ese efecto balsámico tan útil para que una sociedad se encuentre mejor consigo misma.

Segunda. En el ámbito público habrá con frecuencia dos o más palabras en conflicto que luchan por imponerse. Aceptar la palabra del adversario puede ser fatal.

Los ecologistas prefieren hablar de “calentamiento global”, mientras las petroleras optan por “cambio climático”. Los gobiernos de estos años aplican “políticas de austeridad” que persiguen el “equilibrio presupuestario”. Quienes se oponen a ellas con inteligencia hablan de “recortes”. No deberían aceptar utilizar el término “austeridad” (ni “austericidio”) si no quieren ser engullidos en el lenguaje del enemigo. A eso lo llamamos “infiltración semántica”: cuando una parte logra que la otra utilice sus palabras. Un progresista no debería jamás hablar, siquiera para criticarlas, de las “organizaciones provida”. Quienes creemos que lo que hacen los operadores de bolsa quedan definidos mejor por la palabra “especuladores”, no deberíamos llamarles “mercados”.

Tercera. Cuando hay consenso sobre una definición, es fatal inventar otra sustitutiva.

Por eso sonó patética la vicepresidenta del Gobierno cuando anunció una subida de impuestos para los años 2012 y 2013 y la definió como una “recarga temporal de solidaridad”. O más penosa aún Dolores de Cospedal cuando se refirió a la “indemnización en diferido” de Bárcenas. Si todo el país está pendiente de la confirmación de un rescate de la economía española, quizá sea aceptable decir que “el Eurogrupo inyectará hasta 100.000 millones de euros para sostener el sistema bancario español”, pero sonó muy impostado cuando Guindos dijo aquello del “préstamo en condiciones muy favorables”.

Cuarta. Si se te escapa un contraeufemismo, mejor no corregir.

El error de Soraya Sáenz de Santamaría el otro día en la Sesión de Control, cuando habló de “amnistía fiscal” por primera vez –según la jerga oficial tenía que haber dicho “regularización fiscal extraordinaria”– no fue sólo el desliz de utilizar un término prohibido, sino la inmediata reacción del Ejecutivo, que agrandó más el problema, afirmando que no, que no había habido nunca una “amnistía fiscal” sino, en efecto, una regularización. De forma que el truco se vio precisamente cuando se intentaba negarlo. Es absurdo. Si dices una inconveniencia es peor tratar de negarla, de arreglarla o de disculparte. Es mejor reponerse rápido y volver a utilizar el lenguaje que tú crees correcto.

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