Plaza Pública

Guerra contra la pobreza

Nicole Muchnik

Cuando se aborda el problema de la pobreza los fracasos son tantos y tan insultantes para la inteligencia y la moral que sería bueno observar de cerca.

En enero de 1964, el presidente estadounidense, el demócrata Lyndon Johnson, declaró la “guerra a la pobreza” en su país, un compromiso “incondicional” para elevar el nivel de vida de los más pobres, "sin respiro hasta ganar esa guerra”. Es verdad que pocos meses más tarde aumentó el esfuerzo bélico sobre todo en Vietnam, lo que ancló el fracaso de las dos guerras en la imaginación del pueblo.

Si consideramos que los números son buenos indicadores, vemos que, admitiendo que el umbral de la pobreza corresponde al 50% de la mediana de los ingresos, Estados Unidos ocupaba el primer rango en 2011, con un 17,1% de pobres según la OCDE (en España el 15,1%), y está siempre en el primer lugar en 2015 con un récord del 20%. Si se fija, como en Europa, el umbral de la pobreza en el 60%, la clasificación es casi la misma: un punto superior de pobres, 24,2% en Estados Unidos (21,8% en España).

En Estados unidos, donde las estadísticas son más precisas y elocuentes, “algo más de un 10% de familias gozaba de menos de la mitad de la media en ambas fechas”. En el nivel mundial las cifras son mucho más cómicas, porque parecen alocadas: hoy, la fortuna anual del hombre más rico de la tierra es 104 millones de veces superior al umbral de pobreza mundial y representa 19 millones de veces la riqueza media por adulto.

España es uno de los países europeos con mayores desigualdades entre los ingresos de la gente rica y los pobres, una desigualdad que se “ha acentuado considerablemente desde 2007”, que es cuando la situación de los sectores de mayor riesgo –los inmigrantes, los gitanos, los menos pudientes– “ha empeorado significantemente durante la crisis”. Según la Comisión Europea, con “más de 12,5 millones de personas en riesgo de pobreza y exclusión social en 2013”y el 26% de los menores de 16 años en situación de pobreza, España es el segundo país de Europa con la máxima tasa de pobreza infantil. Y con apenas 17 millones de euros destinados a paliar las privaciones materiales graves de familias con niños en situación de dependencia, la cobertura social se queda muy corta. Por otra parte más de 30.000 personas viven en la calle.

Uno se pregunta en qué cálculo se sitúa la vivencia de la precariedad, la angustia del mañana, la desesperación del desempleo, el alojamiento deficiente, la vergüenza de los adultos ante los hijos, la humillación en la escuela, el desaliento ante la falta de perspectivas, el trabajo múltiple de las mujeres…

En el libro Legacies of the war on poverty, los autores estadounidenses Martha J. Bailey y Sheldon Danziger estiman que utilizar la tasa de pobreza para medir el éxito de esta guerra es un enfoque simplista y un fracaso con respecto a otros factores. Basarse en el incremento o de decremento de la pobreza es basarse en una medida que sólo conduce a esconder otras realidades, otros factores tan importantes –o más– como la disminución de salarios de gente no calificada o el número creciente de familias uniparentales.

Cuando la distancia entre ricos y pobres aumenta dramáticamente, la pobreza se vive como una situación de exclusión, de discriminación, con desigualdades de origen que se traducen en el abandono precoz de los estudios seguido de una falta de calificación, de competitividad, de precariedad y bajos salarios en el mundo del trabajo. Si las personas necesitadas viven a menudo en mejores casas –cuando no son expulsadas de sus hogares y abandonadas en la calle– disponen de más baños y teléfonos, no es menos cierto que su “inferioridad” social es vivida a menudo como un fracaso. En cuanto a los paliativos como los bancos de alimentos o los comedores populares en los casos de pobreza extrema, se viven como estigmas y la marca visible de su situación.

Esta guerra perdida por Lyndon Johnson, y el planeta entero detrás de él, pide tal vez a reconsiderar las varias políticas aplicadas y quizás la necesidad de enderezar lo que parece estar al revés. ¿Por qué, en lugar de arrojar de lo alto miles de millones a destinos más que dudosos –aeropuertos delirantes sin aviones, auditorios sin público ni programación o palacios deportivos sobredimensionados– no comenzamos por lo bajo? Hacerlo todo con una política de proximidad.

Quizás la posibilidad de paliar la pobreza o la miseria es mayor mirándola de más cerca, en todos sus aspectos, buscando soluciones puntuales cerca de la gente. Hallando iniciativas locales, creando toda suerte de medidas que afecten la vida real de las personas. Podría significar el uso de fondos públicos par recuperar pequeños oficios desaparecidos e imprescindibles para la buena salud del tejido social.

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Fomentar las iniciativas locales en la creación de empleos en función de los recursos y con la participación activa del aparato jurídico y financiero: pequeños talleres, comercios, empresas familiares; empresas locales de transporte de personas y mercancías de corto alcance; proyectos industriales locales, ayudas a los negocios de proximidad en lugar de asfixiarlos con una política a favor de las macro superficies.

Promover el voluntariado o una contribución económica a los jóvenes dispuestos a ayudar en tareas sociales o a madres de familias asfixiadas por sus múltiples tareas. Todo en el marco de la proximidad. Utilizar todos los locales semi o no utilizados para ofrecer a los jóvenes un lugar post y para-escolar por la cultura, los deportes, la música, o a asociaciones y colectivos activos en la búsqueda de ideas para la buena inserción de los jóvenes, pequeños delincuentes o drogadictos relegados en los confines de la sociedad; locales que requieren una gestión sencilla de parte de un personal poco calificado o de un voluntariado activo.

Esta claro que se trata ante todo de una decisión política.

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