Plaza Pública

Las derivas de la cultura

Nicole Muchnik

Es a primera vista extraordinario que deba ser Finlandia –el país más rico de Europa, con sufragio universal desde 1906, un cuerpo de leyes sociales particularmente rico y generoso, una prensa libre, una justicia independiente de la política, ignorante del analfabetismo desde hace más de un siglo y con una educación universal y gratuita, donde el nivel de vida de todos es notablemente elevado y cuya política exterior está marcada por el pacifismo– que sea justamente semejante país el que haya hoy puesto el veto a las propuestas griegas y apoyado fuertemente el Grexit, es decir su expulsión de la Unión Europea.

Desde el 20 de abril de 2015, gobierna el partido centrista de Juha Sipilä, multimillonario ex hombre de negocios, apoyado por el partido ultranacionalista de los Auténticos Finlandeses, después de unas elecciones marcadas por una hostilidad declarada contra la Unión Europea y, particularmente, contra Grecia. Con apenas un 3% de inmigrantes, el rechazo de la inmigración ocupó el centro de la campaña electoral. El partido de los Auténticos Finlandeses se opone en particular a la reunión de familias. Por primera vez los inmigrantes perciben claras manifestaciones de rechazo por parte de la población local.

Si no se halla el origen de esta rigidez en eventuales dificultades económicas, habrá que resignarse a encontrar una respuesta en el fuerte e histórico nacionalismo fundamentado hasta el día de hoy en la mitología finesa. A manera de ejemplo relativamente inocente, los tres bancos nacionales más importantes son el Sampo, el Pohjola y el Tapiola –nombres extraídos del mítico Kalevala, la gran epopeya que honra la gloria de la nación finlandesa.

Para el politólogo Jan Sundberg, la actual dureza finlandesa no es una sorpresa. “Esta actitud restrictiva siempre existió en Finlandia, y no sólo en el partido de los Auténticos Finlandeses. Hoy los finlandeses pueden decir abiertamente lo que piensan. Lo que sorprende de este nacionalismo es que ya antes era muy fuerte”. No se trata de una exclusión por racismo sino por la “cultura de la diferenciación” – o, como lo expresa Pierre André Taguieff, “cultura diferencialista”. Antítesis del universalismo, que se opone a las diferencias y los particularismos, el “diferencialismo” no establece una jerarquía de razas ni culturas, pero al parecer es preferible que no se mezclen y permanezcan compartimentadas.

Ser diferencialista viene a ser respetar las diferencias, las tradiciones, en definitiva ser hostil a toda tentativa de ósmosis, de uniformidad, de sumisión a reglas universales. En fin, nuevo avatar del racismo, el diferencialismo recomienda el reconocimiento de la herencia cultural propia de cada etnia y su protección por las instituciones políticas. Ya no se trata, pues, de un racismo biológico de tipo hitleriano sino de un auténtico racismo cultural, o “racismo de identidad” que lleva al repliegue de las comunidades étnicas y religiosas sobre sí mismas bajo pretexto de preservar su lengua, sus tradiciones, sus normas éticas y jurídicas.

Esto no es Europa

Este desplazamiento del racismo biológico al racismo cultural, so pretexto de proteger las culturas originales es un signo de los tiempos. “La idea de cultura, que implica que se pueda atribuir a un grupo de individuos repartidos en el espacio y en el tiempo un modo de pensar y de actuar comunes que los diferencie de otros grupos, nada tiene de natural”, escriben Régis Meyran y Valéry Rasplus en Las trampas de la identidad cultural. La idea misma de cultura va a servir para diferenciar y separar los grupos humanos. La cultura no se encierra en su dominio sino que deviene en un componente de las ciencias sociales, si no de la antropología. Un paso más, en los años cincuenta, en los Estados Unidos de las antropólogas Margaret Mead y Ruth Benedict, se afirmaba que las diferentes culturas forman una “personalidad de base” del individuo y hacen de los grupos culturales totalidades relativamente homogéneas y cerradas.

Hoy, la extrema derecha en el mundo ve en las culturas entidades duraderas cuya pureza es preciso preservar separándolas entre sí. La noción de diferencia cultural absoluta sirve también para alimentar el miedo al otro, como por ejemplo el miedo al islam visto como amenaza, que ha reemplazado en Occidente el miedo al judío y el antisemitismo. Cuando intereses geopolíticos y económicos entran en juego, como en la guerra de Ruanda, las culturas relativamente diferentes de hutus y tutsis han servido de argumento y de palanca para crear y alentar un conflicto inexistente entre esas dos poblaciones.

Es un hecho que los nacionalismos europeos exclusivistas se apoyan hoy en la identidad cultural más que en la noción caducada científicamente de raza. Es lo que resume Jean-Claude Kaufman en un libro reciente: Identidades, una bomba de relojería. En el caso de Finlandia o en el de las derechas y extremas derechas europeas, actitudes tan poco solidarias hacia Grecia deben interpretarse en términos económicos, sin duda, pero sin olvidar, en particular en Alemania, el componente cultural.

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